Opinión
“Amad a vuestros enemigos”
Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, y no vuelvas la espalda al que desee que le prestes algo. Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pues yo os digo: “Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan. Para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos. Porque si amáis a los que os aman ¿qué recompensa vais a tener? ¿No hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿no hacen eso mismo también los paganos? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre del cielo.
[Evangelio según san Mateo (Mt 5,38-48) — 7o domingo del tiempo ordinario]
“Amad a vuestros enemigos” (Mt 5,44; cf. Lc 6,27) es una expresión muy fuerte; suena a un “imposible”, a una invitación no realizable debido a la tendencia humana a la autodefensa ante la agresión de terceros; sin embargo, es un imperativo de Cristo en su discurso programático o “enseñanza del Monte” (Mt 5,1—7,29). La liturgia de la Palabra, que la Iglesia nos propone para este domingo, encuentra su núcleo en esta radical exhortación de Jesús. Por eso, me parece justo que el título de esta reflexión subraye este “mandamiento nuevo”.
Según la consideración humana corriente, sobre todo en la cultura precristiana, la venganza se considera un comportamiento justificable para la parte lesa de un conflicto en razón de una justicia conculcada y no restablecida, sobre todo si las leyes vigentes de entonces carecían de los mecanismos idóneos para satisfacer la demanda del inocente. El agredido, con frecuencia, piensa que infligir daño al agresor es el procedimiento adecuado para recuperar el equilibrio en un determinado sistema de relaciones. Este pensamiento puede estar en la base de la conocida “ley del Talión”: “Ojo por ojo y diente por diente” (Mt 5,38b). Esta ley del Código de Hammurabi es patrimonio común del Cercano Oriente Antiguo. La expresión inicial de Jesús, en el marco de una estrategia retórica, opone la expresión “habéis oído que se dijo…” (Mt 5,38a) a la subsiguiente frase “pues yo os digo…” (Mt 5,39) con el fin de indicar un fuerte contraste entre el antiguo régimen de la justicia, pagana o judeo-hebrea, con el ideal de convivencia propuesto por el predicador de Nazaret.
Evidentemente, el contenido de la “ley del Talión” no se debe tomar “a la letra”, pues “ojo por ojo” y “diente por diente” es un modo figurativo para señalar, en la antigua cultura, que entre delito y sanción (o punición) debe haber proporcionalidad. A esta ley que buscaba restablecer el orden en las relaciones humanas, Jesús contesta con un principio general y cuatro ejemplos concretos. En la regla general se invita al agredido a “no resistir al mal”, a no “oponerse” (verbo griego: anthístēmi), es decir, se le exhorta a paralizar el instinto de la venganza y a no replicar en el agresor la agresión recibida.
El cuádruple ejemplo de Jesús tiene que ver con acciones físicas y de orden material. En el primer paradigma de comportamiento, ante una agresión violenta y directa, como el “recibir una bofetada en la mejilla derecha” (Mt 5,39) recomienda “poner la otra mejilla”, modelo de conducta inspirada en la actitud del “siervo sufriente” (Is 50,6) y en la estrategia de Jesús ante sus agresores (Mt 27,67). Es un ejemplo desafiante porque el “rostro” representa a toda la persona y supone un ataque que embiste contra la propia dignidad humana. De este modo, el agredido pone en evidencia su indefensión y manifiesta, en su “pasión”, que apela a una táctica no violenta. Se presenta “desarmado”, contrariando la actitud corriente de reaccionar contra el agresor. Sin lugar a dudas, esta respuesta “pacífica” no se identifica con la “pasividad” sino con un “modelo” de comportamiento contracorriente. No se trata de una “capitulación” ante la violencia ni de un artilugio comportamental ante la superioridad del enemigo. El cristiano decide, conscientemente, renunciar a una respuesta o contraataque. Su actitud no solo es pensada y discernida sino decidida y activa. Al declinar al empleo de la fuerza física deja al agresor como luchando solo, sin réplica, sin “incentivo” para seguir agrediendo. Implica un alto grado de autocontrol, de una férrea convicción de que el mal no se vence con el mal sino con el bien; comporta una decisión y opción por una vía pacífica con el objeto de neutralizar la “espiral de la violencia”. No obstante, no se trata de una mera “estrategia” o “táctica” conductual sino de un “modo de ser” que se comprende en el contexto de la “justicia superior” (Mt 5,20).
El segundo ejemplo propuesto tiene que ver con un eventual pleito por la “túnica” (Mt 5,40), indumentaria importante para el antiguo hebreo que lo protegía en climas adversos. Según la usanza de Israel, la “túnica” era un abrigo útil para guarecerse del sol, durante el día, y del frío, durante la noche (Ex 22,25-26; Dt 24,13). La comprensión de una justicia meramente distributiva o forense queda superada por el planteamiento de una nueva justicia establecida por Jesús, el cual no solo plantea no reclamar o no entablar juicio al que se ha apoderado de la túnica ajena, sino que recomienda entregar, al agresor, también el manto, un abrigo que complementaba la túnica. En consecuencia, en el nuevo sistema de relaciones, el enfoque no apunta a “establecer qué es lo mío o qué es lo tuyo” y plantear reclamos sino subraya otra motivación: ¿Qué se puede hacer para recuperar, no los objetos, sino al agresor, y encaminarlo por las sendas de una justicia cualitativamente superior?
En el tercer ejemplo se plantea la obligación de cargar con las pertenencias ajenas por el espacio de una milla (Mt 5,41). Según parece, esta exigencia era un “deber” impuesto a los habitantes de la Palestina del siglo I como un “servicio público” a favor de funcionarios romanos y miembros de las legiones imperiales (Mt 27,32). Jesús recomienda duplicar la medida del espacio de trasporte a “dos millas”, es decir, cargar más distancia de lo exigido habitualmente con el fin de ganarse, para la causa del Reino, a quien se presenta con aires de superioridad en un contexto de relaciones desiguales. Esta actitud no solo evita el conflicto, sino que puede suscitar simpatías y demostrar, con los hechos, que el verdadero “poder” no es de dominio del fuerte sobre el débil sino una “diaconía”, un servicio desinteresado y gratuito como el de Jesús que “vino para servir y no para ser servido” (Mt 20,28).
En el cuarto y último ejemplo se aconseja “dar al que pide” y responder positivamente a quien “solicita algo en préstamo” (Mt 5,42). Es una apelación a la generosidad, una solicitud al discípulo a poner al semejante en primer lugar; considerar, ante todo, la necesidad de los demás antes que los propios apremios.
Como antítesis de los versículos precedentes (Mt 5,38-42), en la segunda parte del presente discurso (Mt 5,43-48), se observa una acumulación del vocablo “amor”, mencionado 4 veces (Mt 5,43.44.46 [2veces]). El “amor” (verbo griego: agapáō) se presenta en las antípodas del “odio”, de la “venganza” y de la violencia que socaban la paz, la comunión y la justicia. Nuevamente, Jesús parte de lo establecido en el antiguo sistema con el fin de oponerle un nuevo código de relaciones basado en el “amor”. Según su planteamiento, en el antiguo régimen se establecía, por un lado, “amar al prójimo” (Lv 19,18) y, por el otro, “odiar al enemigo”. El amor al prójimo es un mandato de la tradición veterotestamentaria que se entiende en el marco de la alianza de Dios con Israel. Sin embargo, en el Antiguo Testamento no existe un mandamiento explícito de “odiar al enemigo”. Quizá se pueda presuponer, en el sentido de que quien no formaba parte del pueblo de Dios, un pagano o gentil, era considerado enemigo de los hebreos al no integrarse a la nación elegida por Yahwéh (Sal 139, 21-22). De un modo totalmente nuevo, Jesús plantea superar el “amor” que es fruto de la mera reciprocidad para abrirse al “amor al enemigo” a quien no solo se debe dejar de odiar sino, según el nuevo Código de Santidad, el “enemigo” o “agresor” se transforma en sujeto y objeto de amor.
En el nuevo régimen, el amor deja de ser una cláusula de comportamiento comunitario en la interioridad de Israel para asumir un estatuto de carácter universal, más allá de las fronteras de una determinada nación o cultura para extenderse a toda la humanidad, incluyendo al propio adversario o enemigo. Entonces, se trata de un nuevo concepto de amor que traspasa la línea de un simple sentimiento sicológico, de amistad o de afecto y que se concreta en gestos determinados de auxilio y de socorro oportunos. Jesús invita a orar por los perseguidores, es decir, por quienes de un modo o de otro atentan contra el bien personal o comunitario porque la oración, en la que necesariamente Dios queda involucrado, suscita la verdad sobre las personas y las auténticas relaciones. El “amor” cristiano, en este sentido, no puede ser manipulado; supera toda ideología o demagogia porque está modelado por Dios. Es un amor inspirado en el prototipo de Jesús que fue capaz de perdonar, e incluso “justificar”, a quienes lo ejecutaron en el madero de la cruz.
El “amor”, según las enseñanzas de Jesús, es la nota característica de los hijos del Padre Celestial (Mt 5,45) el cual no discrimina a nadie, otorgando a todos los beneficios de la creación como el “sol” y la “lluvia” sin hacer acepción de “buenos y malos” o “justos e injustos”. La filiación divina, en consecuencia, está más allá de las calificaciones y etiquetas que los seres humanos puedan aplicar a sus semejantes. Esta paternidad de Dios Padre, evidentemente, pone en movimiento un nuevo sistema de fraternidad universal que iguala a todos en dignidad, evitando que unos humillen a otros o puedan esgrimir preeminencia alguna.
Seguidamente, Jesús plantea, mediante la conjunción consecuencial “porque” (griego: oȗn) la razón del cambio de paradigmas, de la superación de un tipo de “amor” de reciprocidad a un “amor” oblativo y de entrega (Mt 5,46-47): el tema de la “recompensa” (griego: misthós). El amor de “reciprocidad” se basa en el lema: “doy para que des” (latín: do ut des) y se señala que es una práctica propia de los publicanos, considerados pecadores públicos, que viven al margen de la comunidad. Este tipo de “amor” no alcanza el nivel de la “justicia superior” (Mt 5,20) y no supone ningún “mérito” en la nueva comunidad cuya meta es el Reino de los cielos. Del mismo modo, para reforzar su argumento, Jesús pone el ejemplo del “saludo recíproco” entre hermanos o compatriotas, es decir, saludar al que tiene la iniciativa de saludar, una práctica ordinaria entre los paganos o gentiles, aquellos que viven según criterios extraños y ajenos a los de los creyentes.
En la conclusión final (Mt 5,48), con la que culmina la presente sección del discurso, Jesús invita a vivir según la lógica del amor del Padre celestial, un amor oblativo, generoso y misericordioso puesto como modelo para el cristiano. La “perfección” (griego: téleios), en consecuencia, según la perspectiva de Jesús, no consiste en una suma de virtudes o en la ausencia de faltas o errores, como puede deducirse de la concepción griega, sino en la práctica de la “justicia superior” que consiste en el rechazo de la propia autoafirmación y en la negación de sí mismo en favor de los demás.
En el angelus del domingo 18 de febrero de 2007, el Papa Benedicto XVI, de feliz memoria, nos enseñaba que el “amor al enemigo” es un “plus de amor” que procede de Dios, “el único que puede desequilibrar el mundo del mal hacia el mundo del bien”; y este “desequilibrio” hacia el bien puede gestarse a partir del “pequeño y decisivo mundo del corazón humano”. Por eso, el “amor a los enemigos” representa el “núcleo de la ‘revolución cristiana’” que renuncia a las estratagemas del poder político, económico o mediático y opta, decididamente, por el “heroísmo de los pequeños que creen en el amor de Dios” y deciden “cambiar el mundo sin hacer ruidos” y, en no pocas ocasiones, a costa de su propia vida.
La liturgia nos recuerda que, con el ritual de la ceniza, el próximo miércoles, se inicia la “Cuaresma”, un tiempo oportuno para dar comienzo, con pequeños gestos de amor, a la trasformación de nuestros hogares, barrios, instituciones, de toda la Iglesia y del Paraguay según los valores de la paz, de la justicia superior, de la misericordia y de la generosidad.
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