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Opinión

El código de la suprema felicidad

4/25Y le siguió (a Jesús) una gran muchedumbre de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado del Jordán. 5/1Viendo a la muchedumbre, subió al monte y se sentó. Sus discípulos se le acercaron. 2Entonces, tomando la palabra, les enseñaba así: 3“Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 4Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra. 5Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. 6Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. 7Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. 8Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. 9Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. 10Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. 11Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan, y cuando, por mi causa, os acusen en falso de toda clase de males. 12Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.

[Evangelio según san Mateo (Mt 4,25—5,12) — 4º domingo del tiempo ordinario]

El texto principal que la liturgia de la palabra nos presenta para este domingo es el “preámbulo” (Mt 5,1-12) del discurso inaugural y programático de Jesús conocido como la “enseñanza del monte” (Mc 5,1—7,29). El evangelista da inicio a su relato constatando las diversas procedencias del gentío que se aglomera en torno a Jesús en el “monte”. En efecto, la multitud que sigue a Jesús proviene de todos los territorios de Israel, formando un movimiento concéntrico que se dirige hacia él. La Galilea representa al noroeste, la Decápolis al noreste, la Judea con Jerusalén el suroeste, la Transjordania al sureste. Son las mismas regiones de las que provienen la multitud que se dirigían al Bautista (Mt 3,5) a excepción de la Galilea, tierra en la que Jesús ejerce principalmente su ministerio y en la cual “el pueblo inmerso en la tiniebla ha visto una grande luz” (Mt 4,16). Las diversas procedencias del auditorio indican que la composición es heterogénea, pues se dan cita tanto judíos como no judíos; en consecuencia, tiene un alcance universal.

El cuadro (Mt 5,1) y el tono de algunas afirmaciones remiten a la teofanía del Sinaí (Ex 19—24). Jesús proclama el “código de la felicidad” sobre el monte, como Moisés había recibido la Ley de Dios sobre la montaña. Jesús, sin embargo, no se presenta exactamente como un legislador. No proclama una “nueva” ley, es decir, una ley que no era conocida. Se presenta, más bien, como intérprete auténtico de la Ley (Mt 5,17-48; 7,28-29). Su hermenéutica es nueva. Además, Jesús proclama las bienaventuranzas en la tierra de la promesa (cf. 5,3-4) y “da” esta tierra a los pobres, a los humildes, etc. Como Josué, Jesús “hace entrar” en la tierra de la promesa, es decir el Reino de los Cielos. Moisés, en cambio, nunca ha entrado en la tierra de la promesa y recibió la Ley en el desierto.

Es importante el ambiente que se describe en Mt 5,1-2: el monte, sitio de la revelación divina, del encuentro con Dios (cf. Ex 19, 20, en el Sinaí, en el Sión, Dt 4,48). La disposición del auditorio en forma de círculo concéntrico: multitud–discípulos–Jesús resalta la centralidad de la ubicación del Señor que ejerce su autoridad, sentado, como en una cátedra.

Las bienaventuranzas (makarismos), “preámbulo” de la “Carta magna del Reino”, es el anuncio de la suprema felicidad que se alcanza cuando se pone en movimiento la voluntad de Dios, según se manifestó en la acción de Cristo.

En la primera bienaventuranza, Jesús declara: “Felices los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3). El concepto griego de pobreza califica al que vive en la indigencia, en la pobreza material exclusivamente. La tradición bíblica también califica la situación de necesidad, pero no solo esta situación. Pobre es el que busca a Dios como su único defensor (Sal 146,5-7; Is 58,6-7; 61,1-2). Se trata de una pobreza de orden material, sicológico y espiritual. Por eso, los pobres son los destinatarios de la misericordia de Dios. Pobre es el que no tiene vestido, casa, libertad, pero también es aquel que confía totalmente en Dios.

La expresión “pobre en el espíritu” no tiene paralelo ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Solo aparecen en Qumrán expresiones como “los pobres de tu redención” y “los pobres de tu gracia”. Esto se debe a un proceso de espiritualización del concepto de la pobreza. Estamos, en consecuencia, ante una pobreza como opción. La persona es pobre como resultado de la conducción del espíritu, como consecuencia de la acción del espíritu. Así, la pobreza viene a ser una actitud existencial que contrasta con la autosuficiencia humana. Implica una total dependencia de Dios y de sus dones y que se expresa a través de una pobreza material.

Un texto que forma un paralelismo antitético con la bienaventuranza de la pobreza espiritual es Ap 3,14-19: … Conozco tu conducta: no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca. Tú dices: “Soy rico; me he enriquecido; nada me falta”. Y no te das cuenta de que eres un desgraciado, digno de compasión, pobre, ciego y desnudo. Te aconsejo que me compres oro acrisolado con el fuego para que te enriquezcas, vestidos blancos para que te cubras, y no quede al descubierto la vergüenza de tu desnudez, y un colirio para que te des en los ojos y recobres la vista.

Se trata de la exaltación de la autosuficiencia, de la autonomía total, prescindente de Dios y de los demás. Es una proclamación de la independencia total del hombre respecto a Dios y a sus hermanos. Las actitudes que se perciben en la conducta del “rico” son: la indiferencia (ni frío ni caliente), la indolencia, la jactancia, la arrogancia, la autoexaltación. Por eso, el Señor resucitado lo califica de “desgraciado”, “digno de compasión”, “pobre”, “ciego” y “desnudo”.

En el otro extremo están los pobres en el espíritu que no tienen nada. Su única riqueza es Dios. Por eso, son (tiempo presente) los poseedores del Reino de los Cielos. No tienen nada; por eso, lo tienen todo. En esta línea se sitúan los pobres del profeta Sofonías: “Buscad a YHWH, vosotros, pobres (humildes) de la tierra que cumplís sus mandatos; buscad la justicia, buscad la humildad; quizás encontréis cobijo el Día de la ira de YHWH” (Sof 2,3).

Esta primera beatitud viene a ser como una portada que prepara las otras. Se trata de la actitud básica que posibilitará las demás.

En la segunda bienaventuranza, Jesús declara: “Felices los mansos (humildes) porque ellos poseerán en herencia la tierra” (Mt 5,4). A menudo los mansos se identifican con los pobres. En el Antiguo Testamento, Moisés es presentado como modelo de humildad (cf. Nm 12,3). En el Nuevo Testamento, Jesús es retratado como “manso y humilde de corazón” (cf. Mt 11,29-30). Zac 9,9 nos presenta el modelo de mansedumbre. Se trata de la figura del futuro rey Mesías calificado de “justo”, “victorioso” no por la vía de la violencia sino por la paz, montado en un asno, suprimirá los carros, los caballos y el arco de guerra, proclamará la paz. El manso es aquel que no se irrita, que desiste de la ira. Es el que no se deja llevar por la emoción ante el agresor. Tiene autodominio. Gobierna sus emociones y evita entrar en conflicto. El Sal 37,1-2. 7-8.11, en esta línea, requiere: “No te acalores por los malvados, ni envidies a los que hacen el mal, pues pronto se secan como el heno, como la hierba tierna se marchitan…Descansa en YHWH, espera en él, no te acalores contra el que prospera, contra el hombre que urde intrigas. Desiste de la ira, abandona el enojo, no te acalores que será peor, pues los malvados serán extirpados, mas los que esperan en YHWH heredarán la tierra…los humildes de la tierra gozarán de inmensa paz”.

El manso, el humilde, confía solamente en la heredad del Señor. Porque no son “dominadores” ni “dominantes”, porque no agreden ni se ponen por encima de los demás, heredarán la tierra.

En la tercera bienaventuranza, Jesús proclama: “Felices los que lloran (los afligidos) porque serán consolados” (Mt 5,5). La aflicción y el llanto en la tradición bíblica es producto del luto, de una catástrofe, o del temor, de una opresión injusta. Los afligidos forman parte del grupo de pobres que Dios promete liberar (Is 61,2). Lázaro afligido como mendigo, después de la muerte recibe consolación (cf. Lc 16,25). Los pobres en el espíritu viven la pobreza como opción porque confían plenamente en Dios. En cambio, los afligidos sufren una situación no querida, no deseada. La razón de la felicidad es la consolación de Dios.

En la cuarta bienaventuranza Jesús proclama: “Felices los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados” (Mt 5,6). Hambre y sed son necesidades espontáneas y elementales. Se trata de un deseo que requiere satisfacción inmediata. Sin esa satisfacción, en un lapso breve de tiempo, la vida del hombre se expone a la muerte. Se trata de una necesidad fuerte y natural. La justicia de la que habla Mateo no es ni legislativa ni distributiva. Se trata del proyecto de Dios, de su voluntad que actúa a través del hombre mediante el ejercicio del amor (Mt 25,37).

Hambrientos y sedientos de la justicia son aquellos que han hecho del cumplimiento de la voluntad de Dios la máxima aspiración y realización de la propia vida, hasta tal punto que su búsqueda resulta vital para ellos, para su sobrevivencia, como el comer y el beber. La recompensa consiste en la saciedad, en la comunión plena y definitiva con Dios y con los hermanos.

En la quinta declaración de felicidad, Jesús afirma: “Felices los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia” (Mt 5,7). La misericordia es una de las actitudes que en el Antiguo Testamento Dios ejerce con más frecuencia en relación con su pueblo: perdonándoles los pecados, socorriendo a los necesitados. Mateo presenta a Jesús como misericordioso, apelando al dicho de Os 6,6: “misericordia quiero y no sacrificios” (Mt 9,13). Se trata de una actitud que se opone, básicamente, al puritanismo (cf. Mt 12,7). De hecho, la religiosidad de Jesús no estaba centrada ni preocupada por una pureza cúltica sino en el amor solidario o en el amor manifestado en la solidaridad con los más necesitados. Por eso, cura a enfermos, da pan al hambriento, socorre al necesitado.

En este sentido, un ejemplo de antimisericordia se plantea en el relato que describe al siervo despiadado que fue incapaz de actuar con misericordia con su colega, al contrario del rey que tuvo misericordia de él (cf. Mt 18,21-35). De hecho, el perdón fraterno es la única condición (según el v. 35) para poder obtener también el perdón de Dios. Esto mismo plantea la oración del Padre Nuestro: “…Perdona nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores…” (Mt 6,12). Esta lógica relacional tiene su raíz en la tradición sapiencial. En efecto, en Sir 28,1-7, leemos: “El vengativo sufrirá la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de sus pecados. Perdona la ofensa a tu prójimo, y, cuando reces tus pecados te serán perdonados. Si un hombre alimenta la ira contra otro, ¿cómo puede esperar la curación del Señor? Si no se compadece de su semejante ¿cómo pide perdón de sus propios pecados? Si a él, un simple mortal, guarda rencor, ¿quién perdonará sus pecados? Piensa en tu final y deja ya de odiar, recuerda la corrupción y la muerte y sé fiel a los mandamientos. Recuerda los mandamientos y no guardes rencor a tu prójimo, recuerda la alianza del Altísimo y pasa por alto la ofensa”.

La misericordia es el amor solidario con relación al prójimo, es el criterio para recibir la misericordia de Dios.

En la sexta bienaventuranza se proclama “felices los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8). Para el Antiguo y el Nuevo Testamento, el corazón es la sede de los pensamientos, de la comprensión, de la elección de los valores, de las actitudes. El “corazón” es el centro de la vida intelectual, emocional, volitiva y espiritual. La pureza o “limpieza” es una actitud que se refiere a la interioridad del hombre cuyas consecuencias se verifican en la acción cotidiana (cf. Sal 73,13). Por tanto, los limpios de corazón son aquellos que instauran relaciones justas con los otros, fruto de una conducta íntegra, no contaminada por la malicia, el rencor y el pecado (cf. Jer 31,33).

Se les promete la visión de Dios que no consiste solamente en una percepción visual sino en la experiencia totalizante de su presencia vivida en una existencia terrena según la rectitud, la integridad y en sintonía con Dios.

En la séptima bienaventuranza Jesús anuncia que son “felices los constructores de la paz (pacificadores)” (Mt 5,9). La expresión no aparece ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Solo aquí, en Mateo. Se encuentra en el mundo helenístico como un título atribuido a los jefes políticos que eliminan los conflictos con la habilidad de la diplomacia o, a veces, con el recurso de las armas. En la tradición bíblica, la “paz” (hebreo: šalōm) no se limita a la tranquilidad o a la ausencia de guerra. Indica la vida vivida en plenitud (1Mac 14,4-15; Is 45,7; Jer 33,6-9). De esta vida plena que es la paz, los misioneros se hacen anunciadores (Mt 10,12-13).

Para el judaísmo, la obra de paz, la obra de caridad y el honor que se prestan a los progenitores son las cosas que permanecen en el mundo futuro. La paz es fruto de la justicia (Sant 3,18). Si bien la paz es un don de Dios, depende también del hombre. A un hombre que presenta su ofrenda se le recuerda que si tiene conflicto con alguien debe ir a hacer las paces para que su oferta tenga valor (Mt 5,23-24). La reconciliación es un requisito para la paz, y la paz –que supone la justa relación con el hermano– afecta las relaciones cotidianas.

Así, la paz viene a ser una vida feliz que nace de las profundas y sinceras relaciones entre las personas. Los obreros de la paz son los constructores de la paz, son los pacificadores –que no se identifican con los irenistas-. Estos son los que buscan evitar conflictos a toda costa, a cualquier precio, actitud que no los hace pacíficos sino irresponsables con sus compromisos. Los pacificadores serán llamados hijos de Dios que supone una relación íntima y profunda con Dios y revela así la conducta de Dios. La obra de paz alcanza su plenitud en el amor al enemigo.

En la octava bienaventuranza, Jesús declara “felices los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,10). No cualquier persecución hace del perseguido un bienaventurado. Solo por causa de la justicia; justicia realizada por aquel que actúa en conformidad con la voluntad de Dios. Los discípulos sufren persecución a causa de Jesús porque su actuación contraviene la lógica del mundo. Por eso, hay un paralelismo entre las dos expresiones “a causa de la justicia” y “por causa mía”. El cumplimiento de la justicia está en estrecha relación con Jesús, el revelador definitivo.

Los perseguidos por causa de la justicia se asocian a todos los mártires, desde Abel hasta Zacarías (cf. Mt 23,34-35); asimilan sus vidas al destino del crucificado. Por eso, a ellos les corresponde el Reino, la misma promesa de la primera bienaventuranza (los pobres en el espíritu). De hecho, la persecución puede tomar varias formas: insulto, maledicencia, calumnia, difamación, injusticias, etc. Jesús, al final, invita a la alegría y al regocijo porque quienes viven según la lógica de las bienaventuranzas tendrán una gran recompensa en los cielos. Los cristianos que viven con fidelidad el camino de su vida entran en la misma línea que los profetas anteriores que fueron perseguidos (Mt 5,12).

En síntesis: En las bienaventuranzas Jesús traza en gran parte el propio retrato: Él es pobre, humilde, misericordioso, puro de corazón, operador de la paz, tiene hambre y sed de justicia y ha sido perseguido. Más profundamente, en las mismas bienaventuranzas, Jesús revela el rostro de Dios. Los pobres son felices porque Jesús es pobre, pero sobre todo porque Dios es “pobre”, humilde, misericordioso, tiene hambre y sed de justicia… Y por tanto es posible contemplar el rostro del Dios de Jesucristo en las bienaventuranzas.

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