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Opinión

El Cordero de Dios, el Elegido

29 Al día siguiente, al ver a Jesús venir hacia él, dijo: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. 30Este es de quien yo dije: “Detrás de mí viene un hombre, que se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo. 31Yo no lo conocía, pero he venido a bautizar con agua para que él sea manifestado a Israel”.

32Y Juan dio testimonio diciendo “He visto el Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él. 33Yo no le conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo. 34Yo le he visto y doy testimonio de que ese es el Elegido de Dios”.

[Evangelio según san Juan (Jn 1,29-34) — 2º domingo del tiempo ordinario] El Evangelio que la liturgia de la Palabra nos propone para este 2º domingo del tiempo ordinario nos presenta un texto de san Juan que se refiere a un acontecimiento capital de los inicios del ministerio de Jesús: La presentación del Mesías por medio de Juan el Bautista (Jn 1,29-34). Todo el relato se centra en el enviado de Dios que recibe aquí dos títulos particulares: “Cordero de Dios” y “Elegido de Dios” (Jn 1,29.34).

Juan comienza su narración con la frase “al día siguiente”, una expresión temporal que sirve de límite respecto al texto precedente (Jn 1,19-28) que se ocupaba del testimonio de Juan el Bautista en Bethabara, al otro lado del Jordán, donde estaba bautizando (Jn 1,28). Hasta allí fueron “sacerdotes y levitas” enviados por “los judíos”, es decir, las “autoridades religiosas hostiles a Jesús” (Jn 1,19 BJ +). Aquellos se acercaron al Bautista con el fin de hacer averiguaciones sobre su identidad (Jn 1,19b-27).

Según nuestro texto, es Juan el Bautista el que “ve a Jesús venir hacia él” (Jn 1,29b). A diferencia de los Sinópticos, que informan que Jesús se encuentra con Juan para someterse al bautismo (cf. Mt 3,13-15; Lc 3,21-22), el cuarto evangelista no informa sobre este hecho; al menos, no lo afirma explícitamente. Tal vez se podría presuponer, pero no consta en el texto joánico. Espontáneamente, surge la siguiente pregunta: ¿A quién o a quiénes anuncia Juan que Jesús es el “Cordero de Dios?”: “He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29b). En el texto no se habla de un público determinado. Aquí ya no se puede presuponer los protagonistas del texto anterior (“sacerdotes y levitas”) (Jn 1,19) porque, previamente, se había indicado una separación temporal de un día (“al día siguiente”, en Jn 1,29). Entonces, es posible pensar que la “ausencia” de destinatarios específicos indique que el Bautista se dirige a toda la humanidad anunciando que Jesús es “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Jn1,29b).

¿Pero, qué significa “Cordero de Dios”? Evidentemente es un recurso simbólico, extraído del grupo de figuras teriomórficas (“animales”), que el autor aplica a Jesús con el fin de transmitir un determinado mensaje. La imagen del “cordero” (griego: amnos) recorre varias páginas del Viejo Testamento: el “cordero pascual” del Éxodo (Ex 12,5), el “siervo sufriente” que es llevado “como cordero al degüello” (Is 53,7); algunos señalan también el animal que Abrahán sacrifica en vez de su hijo Isaac (Gn 22,13). En el libro del Apocalipsis aparece la figura de un “Cordero con siete cuernos y siete ojos” (Ap 5,6) con características de guerrero (Ap 17,14). Más allá de las simetrías y asimetrías con estas imágenes, puede decirse que este símbolo joánico tiene como trasfondo todo un expediente literario que permite al autor transmitir su significado con una singularidad propia, como un título mesiánico específico: Un “Cordero que quita el pecado del mundo” (Jn1,29), sobre el que se posa el Espíritu (Jn 33b), y que es “el Elegido de Dios” (Jn 1,34b).

La expresión “Cordero de Dios” está construida, desde el punto de vista gramatical, en genitivo, no siempre fácil de interpretar en la lengua griega koiné: ¿Se trata de un cordero que pertenece a Dios, como si fuese una posesión suya? ¿Es un cordero que viene de parte de Dios? O ¿un cordero que es Dios? (Jn 1,18). Según el contexto, nos parece más razonable hablar de un cordero enviado por Dios, elegido por él para cumplir una misión determinada. Este “Cordero de Dios” tiene la misión de “quitar el pecado del mundo” (Jn 1,29b). El evangelista no habla de “pecados”, en plural, sino de “pecado”, en singular, y con artículo determinativo (el). En consecuencia, se plantea que su misión consiste en “quitar” (griego: aírō) el pecado por excelencia, la base de todos los pecados, podríamos decir. ¿De qué pecado se trata? El “pecado” (griego: hamartía), básicamente, en nuestro texto, se refiere a la “incredulidad hacia Jesús, el divino Revelador”. Esa incredulidad puede llegar al “odio contra Jesús y su Padre, y también en odio contra la comunidad”. “Es el pecado del mundo, para el que no hay ninguna disculpa” (P. Fiedler).

Moisés, en la experiencia del éxodo, por mandato de Yahwéh, también tuvo la misión de “quitar” a Israel de la esclavitud de Egipto. Allí, el pueblo vivía oprimido y sufría bajo el poder del faraón (Ex 3,7). La acción de Moisés facilitó una nueva relación de Dios con su pueblo. Este dejó de ser propiedad del amo del mundo de aquella época, dejó la servidumbre y se constituyó en pueblo libre con el fin de servir al verdadero Señor. Así, mediante la fe, y la paulatina creación de instituciones políticas, religiosas y culturales, Israel fue, poco a poco, entrando en el marco de un sistema de relaciones con Dios. La experiencia del éxodo fue fundamental en la historia de la salvación. Según este antecedente, podemos decir que Jesús ha venido, como “Cordero de Dios”, con el fin de erradicar la causal de una esclavitud mucho más profunda que aquella antigua opresión que no permitía el contacto fluido entre Dios y su pueblo. En este sentido, Jesús es el “Cordero de Dios” que viene con el objeto de iniciar un nuevo éxodo, es decir, viene a “quitar” el pecado del mundo que tiraniza como antes lo hacía el faraón. De este modo, el “pecado” es un nuevo “amo” que oprime y doblega, pues “…todo el que comete pecado es un esclavo” del pecado (Jn 8,34).

En la “primera conclusión” de su obra, el evangelista afirma cuanto sigue: “Estos (signos) han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31). El objetivo de este Evangelio, en consecuencia, consiste en suscitar la fe en Jesús; erradicar la incredulidad que desconecta al hombre con Dios, su origen y fin. Solo mediante la fe en el “Cordero de Dios” se puede entrar en la lógica de la vida verdadera, la vida eterna, punto de llegada de la vocación humana.

Después de señalar la misión del “Cordero de Dios”, el evangelista avanza en el delineamiento del “perfil” del Mesías añadiendo notas que lo caracterizan. En primer lugar, afirma que, según la perspectiva histórica, el “Elegido de Dios” (Jn 1,34) calificado también como “hombre” o “varón” (griego: anēr) (Jn 1,30), hace su aparición pública después del ministerio de Juan el Bautista; sin embargo, pasó después “delante de él”. Es decir, ocupó, ante el mundo, la primacía que le correspondía. La razón de este cambio se debe a la preexistencia de Jesús (griego: prōtos… ēn), el “Cordero de Dios”, pues como dice el Bautista: “…existía antes que yo” (Jn 1,30c). La expresión inicial “este es de quien yo dije” (Jn 1,30a) se refiere a las declaraciones iniciales del “prólogo” del Evangelio que se refiere, en parte, a la preexistencia: “En el principio existía la Palabra; la Palabra estaba de frente a Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1,1). En efecto, según san Juan, el origen de Jesús hay que buscarlo en el “antetiempo”, antes de la creación del mundo (cf. Jn 8,58).

El Bautista admite dos veces que “no le conocía” (Jn 1,31a.33a), pero su ministerio bautismal sirvió para que el Mesías se manifestara a Israel. De hecho, según las tradiciones judías, el Mesías debía permanecer oculto hasta el día de su aparición pública (cf. Jn 1,31 + BJ). En segundo lugar, sigue la sección testimonial: “Y Juan dio testimonio diciendo: ‘He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y se quedaba sobre él” (Jn 1,32). El verbo “ver” (griego: oīda) indica, no necesariamente, una visualización física sino, según la mentalidad bíblica, se refiere más bien a la inteligencia del acontecimiento que permite capturar y comprender, en su real dimensión, el significado de la acción del Espíritu en Jesús. La figura  simbólica, teriomórfica, de la “paloma” denota “cariño”, “amor”. Según parece, se establece una comparación entre el ave que se posa en su nido (junto a sus polluelos) para traer alimento, lo cual implica “cuidado”, “solicitud”, “ternura”. Y como en el texto se habla de un “movimiento”, pues el Espíritu se “posa” sobre Jesús, y se indica “bajada” podría pensarse en el acto creacional del Génesis cuando el “Espíritu de Dios” aleteaba sobre las aguas. La antigua exégesis rabínica (Ben Zoma, ca. 90 d.C.), compara el “cernirse del Espíritu de Dios sobre las aguas primordiales al revolotear de la paloma sobre su nidada” (J. Mateos – J. Barreto). Las palabras del Revelador (Dios) confirman lo anunciado por Juan: “Aquel a quien veas que baja el Espíritu y se queda sobre él, ese es que bautiza con Espíritu Santo” (Jn 1,33). Del Bautismo con agua se pasa al bautismo con Espíritu Santo, acción propia del Mesías que detenta la fuerza y la potencia de Dios. “Al residir en él el Espíritu, el Cordero podía comunicarlo a los demás” (Jn 1,33 + BJ).

El versículo conclusivo, en coherencia con lo que precede, subraya el testimonio personal del Bautista: “Yo le he visto y doy testimonio de que ese es el Elegido de Dios” (Jn 1,34). A la “visión” o inteligencia de la revelación acompaña la acción testimonial: El anuncio de lo que el testigo ha visto.

El presente texto evangélico (Jn 1,29-34) merece la siguiente reflexión final: Juan da testimonio de lo que ha visto, de lo que Dios le ha revelado. Su misión consiste en presentar al mundo al Mesías prometido desde antaño; él es su testigo, uno de los garantes que señala la identidad del Cristo; y el que describe su rol: Suscitar la fe; combatir el pecado de la incredulidad, bautizar con Espíritu Santo.

La incredulidad es un mal tan antiguo como nuevo. El hombre siempre ha pretendido desligarse de Dios y construir una cultura “sin Dios” (a-theos), es decir, diseñar una sociedad, un mundo encerrado en sí mismo, autogestionado y autorreferenciado. El peligro de este “diseño” es la cerrazón a toda trascendencia, pretendiendo que la razón humana es el único medio de conocimiento de las cosas. La razón que enaltece y ennoblece al hombre, sin embargo, también puede ser factor de ruina y de oscuridad como lo demuestra la historia de la civilización ante tantos proyectos cerrados a la fe. La razón necesita de la fe, de una iluminación trascendente; y la fe necesita de la razón porque como dice san Pedro: “Hay que dar razón de nuestra fe” (1Pe 3,15). La fe, de hecho, no es irracional; muestra verdades a las que la razón humana limitada no puede acceder. Y la razón ayuda para que esa fe no devenga en mera credulidad (cf. Fides et Ratio).

No incluir a Dios en la planificación del mundo corre, por lo antedicho, el peligro de caer en la constitución de sistemas totalitarios que amenazan no solo la dignidad humana sino su propia existencia. Solo Dios puede liberarnos auténticamente. Por eso, urge potenciar la evangelización, creando espacios de diálogo y discernimiento, escuelas de escucha y de aprendizaje de la Palabra de Dios que nos muestren la verdadera vocación de la humanidad a la vida verdadera. La “sinodalidad”, en este sentido, es una gran oportunidad.

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