Opinión
Los Cassinelli y el APRA- 1985
UNO
Era 1985 y tenía 19 años. Había rebotado, por 15 puntos, mi ingreso a la Universidad Católica. Ni siquiera recuerdo por qué había elegido la carrera de Economía. Estaba perdido. No sabía lo que quería, ni tenía empleo y menos enamorada. De lo único que estaba seguro era de mi fanatismo futbolero y musical (rock y solo rock). Vivía pegado a la radio a transistores. Los finde escuchaba, religiosamente, a Pocho Rospigliosi -su Ovación, un Perú en Sintonía– y los partidos del extinto Descentralizado.
Vivía en el distrito inabarcable de Ventanilla, que estaba lejos de todo. Recuerdo que teníamos una enorme antena para la captar las señales de los canales de Lima. Con las justas, podíamos ver tres de ellos.
Mi abuela paterna vivía con nosotros. Enfermó y al poco tiempo falleció. Justo el día en que el APRA ganó las elecciones presidenciales. Odiaba ese partido, se fue como diciendo:
—¡Los detesto, prefiero la muerte antes de vivir en un gobierno aprista!
Al día siguiente de su entierro, mi viejo me indicó que su compadre quería hablar conmigo.
Como aún no teníamos teléfono en casa, fui a un teléfono público, disqué su número de laburo y pregunté por él. Al rato, una voz ronca me contestó.
—Vente a trabajar conmigo, te espero mañana.
Era don Eduardo Málaga, un compinche de mi padre desde la infancia. Se habían reencontrado hacía un tiempo y nunca más volvieron a perder el contacto. Fue una amistad de hierro que duró toda una vida. Su Compadrito –era padrino de mi hermano mayor– continuamente estuvo atento todos esos años en que mi padre estaba vivió en el exterior. En su enfermedad, también estuvo ahí, presto para cualquier cosa que necesitara su amigo.
Y a principios de mayo, comencé a laburar en la fábrica Cassinelli.
DOS
El alcalde de Lima, en aquel tiempo, era Barrantes. Y no lo hacía nada mal. Por el contrario, creó el Programa del vaso de leche. Ese fue su legado. El teniente alcalde -o sea, su mano derecha- era un joven político (promisorio) llamado Henry Pease. En tanto, en las elecciones presidenciales, Alan García mostraba su radiante carisma. Joven y verborrágico. Imposible para toda una generación de jóvenes no sentirse atraídos por el personaje. La derecha había quedado en evidencia total -ante el mal manejo de la economía- en el gobierno de Belaúnde. La mayoría pensó que era el momento del APRA. Ninguneados y satanizados por la oligarquía y militares en cuestión, a lo largo de las décadas. Huérfanos de su líder, Haya de la Torre, fue García quien tomó el cetro.
Y ganó las elecciones.
Fue como ventarrón de aire fresco. Teníamos un presidente que se ponía delante de cualquiera. Lo más importante: le creíamos. Decidió solo pagar el 10 % de la deuda externa y todos lo apoyaron, los de la izquierda miraban incrédulos. En el primer año, llegó a tener una aprobación del 90 %. La inflación bajó y el país comenzó un crecimiento económico inusitado. Como nunca.
TRES
El Chuncho Alvarado era el portero de la fábrica. Era pequeño, edad indescifrable (entre 50 y 70 años), rostro avinagrado y con un gorro, que ocultaba una incipiente calvicie. A toda consulta, contestaba con gruñidos o palabrotas. Llevaba puesto un uniforme caqui y continuamente solícito con los jefes. Al taller donde estaba, se acercaba muy raramente. Sin embargo, era imposible ignorarlo al entrar o salir de la fábrica.
La Fábrica Cassinelli era enorme. La curtiembre ocupaba el mayor espacio. Lo demás estaba dividido entre oficinas y talleres.
Don Málaga era el jefe del taller de carteras y cintos. Había un subjefe de la sección de carteras. Un voluminoso cincuentón de tez blanca y bigote mexicano. Se referían a él como Maestro Zuta. Ambos jefes elaboraban las plantillas de los modelos, que los dueños le traían de revistas de moda. Eran sumamente diestros dibujando.
Mi trabajo consistía en pintar el borde de los cintos con una máquina verde y que tenía sus años. Trataba de poder realizar mi labor sin el menor perjuicio posible, lo lograba a duras penas. Era intrínsecamente torpe para dichas labores.
Ahí conocí a Watanabe, inconfundible personaje del taller. Conspicuo bebedor y jodón de primera línea. Era una de aquellas personas que tenía la precisa en la punta de la lengua. De un metro sesenta y cinco, ojos achinados, pelo negro, bordeaba la treintena y de complexión fuerte. Lunes era típico que llegara tarde. Irremediablemente. En más de una ocasión recibió reprimendas. Sin embargo, todo cambió cuando pasó a trabajar a destajo. Si bien no llegaba a primera hora, trabajaba hasta bien tarde, para cumplir con el objetivo. Le convenía.
CUATRO
El APRA tanto había esperado para estar en el poder, que se acostumbró a ser oposición. Y si eso significaba arruinar al gobierno de turno, no había problemas. Sucedió con Bustamante y con el primer gobierno de Belaúnde. Al segundo, le llegaron a censurar cinco gabinetes. Sí, el propósito era joder a FBT. Nunca les importó que así –también- jodieran al país. Tal como haría Keiko con PPK décadas después.
Cuando le tocó gobernar, pues, no estaba preparada para tal efecto. Increíble.
El año ’87 fue el inicio del fin. Alan García se propuso privatizar los bancos y financieras, ante el asombro de todos (incluidos izquierdistas). Nunca pensó que esto ocasionaría una crisis mayúscula.
La economía es el imperio de las realidades. Tarde o temprano. Ante la decisión –demagoga- de solo pagar el 10 % de la deuda externa, pues el FMI declaró al país como inelegible. Para 1987, las reservas se estaban agotando. Y la hiperinflación esperaba agazapada.
CINCO
En una ocasión se organizó un torneo de fulbito en la fábrica. El taller participó y ganamos. Fue la única vez que salí campeón de algo. No, no era el 9 del equipo, era el arquero. Incluso, para mi suerte, llegué a atajar un penal decisivo. Teníamos buenos players: Apaza era uno de los mejores: calladito y flaco, pero fino con la pelota y diestro con la cuchilla para cortar el cuero. Otro llamado Fajardo, junto a Watanabe, eran los puntales en la ofensiva. Empero, el ídolo era Joselo, el hijo mayor del compadre Málaga.
Muchas veces al salir del trabajo, pasaba por la calle Francisco Pizarro. Y era un universo en sí mismo. Llenas de bullicio, tugurios y huariques. Donde la reina y señora era la música criolla. Miraba muchas veces curioso e intrigado al proletariado caminar presuroso; o a las prostitutas pintarrajeadas y viejas rondar, siendo vigiladas por sus cafichos; o gente de a pie, sin apuros, discutiendo o compartiendo un vaso de cerveza y jugando cartas. Los huariques ofrecían comida de las más diversas y para todos los bolsillos.
Siempre pensé que ese ’85 fue un año olvidable y dolorosamente grisáceo. Ese microcosmos terminó en mayo de 1986, cuando renuncié y tomé otros rumbos. Me costó tiempo entender que era el inicio de un aprendizaje. Estaba empezando mi vida adulta. Las vivencias iban a ser de las más diversas. En eso consiste la vida, ¿no? Cuanto mayores experiencias tiene uno, es mucho mejor. Tu aprendizaje es más completo. De ahí mi agradecimiento a don Eduardo Málaga por darme la oportunidad de trabajar junto a él. Si bien no le serví de mucha ayuda.
En ese ínterin, el país iniciaba una crisis, la cual tendría su punto más deprimente en los años 89-90. Pero el que suscribe estaba transitando una impostergable etapa de madurez.
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