Opinión
Parábolas sobre la misericordia
1Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a él para oírle. 2Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos”. 3Entonces les dijo esta parábola: 4“¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se perdió, hasta que la encuentra? 5Cuando la encuentra, se la pone muy contento sobre los hombros 6y, llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”. 7Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión. 8“O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? 9Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas y les dice: “Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido”. 10Pues os digo que, del mismo modo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta”. 11Dijo: “Un hombre tenía dos hijos. 12El menor de ellos dijo al padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde”. Y él les repartió la hacienda. 13Pocos días después, el hijo menor lo reunió todo y se marchó a un país lejano, donde malgastó su hacienda viviendo como un libertino. 14“Cuando se lo había gastado todo, sobrevino un hambre extrema en aquel país y comenzó a pasar necesidad. 15Entonces fue y se ajustó con uno de los ciudadanos de aquel país, que le envió a sus fincas a apacentar cerdos. 16Y deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pues nadie le daba nada. 17Y entrando en sí mismo, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, mientras que yo aquí me muero de hambre! 18Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y ante ti. 19 Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. 20Y, levantándose, partió hacia su padre. “Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. 21El hijo le dijo: “Padre, pequé contra el cielo y ante ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo”22. Pero el padre dijo a sus siervos: “Daos prisa; traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. 23Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, 24porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado”. Y comenzaron la fiesta. 25“Su hijo mayor estaba en el campo y, al volver, cuando se acercó a la casa, oyó la música y las danzas; 26y, llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. 27Él le dijo: “Ha vuelto tu hermano y tu padre ha matado el novillo cebado, porque le ha recobrado sano”. 28Él se irritó y no quería entrar. Salió su padre y le rogaba. 29Pero él replicó a su padre: “Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos; 30y ¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has matado para él el novillo cebado!”. 31“Pero él le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo; 32pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”.
[Evangelio según san Lucas (Lc 15,1-32); 24º domingo del tiempo ordinario]
El extenso texto que la liturgia de la Palabra nos propone para este domingo presenta tres parábolas —de la oveja, de la moneda y del hijo, perdidos y encontrados—. Jesús se dirige a los fariseos y a los doctores de la ley con el fin de contestar a la actitud de estos personajes que le critican porque acoge a los pecadores —o incrédulos— y se sienta a comer con ellos (Lc 15,2). La primera parábola se introduce con una pregunta retórica y se completa con una aplicación de carácter práctico (v. 7). El marco narrativo de la parábola (vv. 1-2) introduce una situación dialéctica: Jesús, de camino hacia Jerusalén, se ve rodeado, por una parte, del deshecho de la sociedad palestinense contemporánea, “recaudadores e incrédulos”, que se acercan para escucharle (v. 1), y por otra, de los estratos más distinguidos de aquella misma sociedad, “los fariseos y los doctores de la ley”, que critican su cercanía a los indeseables (v. 2). La situación es semejante a la que se había producido anteriormente, con motivo del llamamiento de Leví, un publicano (Lc 5,29-32).
La parábola propiamente dicha (vv. 4-6) tiene función justificante: es una defensa del comportamiento de Jesús. El sentido fundamental de la parábola no reside exclusivamente en la iniciativa espontánea del pastor que se lanza en busca de esa oveja que se le ha perdido, sino que incluye sustancialmente la celebración jubilosa del encuentro. El entusiasmo con el que un ganadero de clase media se decide a abandonar un grupo de noventa y nueve cabezas, para ponerse en busca de la única que se le ha descarriado, es la base de la posterior alegría que se expresa en la celebración. Precioso símbolo de la misericordia de Dios, cuya iniciativa salvífica se manifiesta en el ministerio de Jesús volcado hacia los “pecadores”, “recaudadores e incrédulos” (v. 1) que son realmente los “extraviados”.
De hecho, más adelante, Jesús dirá: “el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). La aplicación de la parábola (v. 7) ensancha el horizonte estrecho del simbolismo específico para proyectarlo hacia una nueva dimensión: la “alegría” que se experimenta en el cielo. La razón de esa trascendencia no consiste precisamente en que la búsqueda ha sido fructífera, sino concretamente en la realidad de que “un pecador” —un perdido— ha llegado a la “conversión”. El hecho de la conversión no es algo automático y puramente individual, sino que se produce por la generosa y benévola iniciativa del pastor.
La segunda parábola trata de una mujer que ha perdido una moneda y se pone a buscarla con el mayor esmero. Y cuando la encuentra, también ella reúne a sus amigas y vecinas, para que compartan su satisfacción por haber encontrado lo que se le había perdido (Lc 15,8-9). También aquí, como apéndice de la parábola, se añade una aplicación de carácter práctico (v. 10). El mensaje de esta segunda parábola coincide, prácticamente, con el de la anterior. De hecho, sólo cambian los protagonistas y los respectivos objetos: en vez de un ganadero de clase media, una mujer pobre, y en lugar de las cien cabezas de ganado, una pequeña suma de diez monedas. Lo importante es que la figura de la mujer tipifica la iniciativa de Dios, que se afana insistentemente por encontrar al “incrédulo”, al pecador, como se enuncia al inicio (v. 2). La aplicación confiere a la parábola una dimensión trascendente: la alegría, la celebración, no se agota en el mero círculo de lo humano, sino que trasciende hasta “los ángeles de Dios”, es decir, hasta Dios mismo.
La tercera parábola, denominada, comúnmente, “hijo pródigo”, es una nomenclatura que se debe a la Vulgata (De filio prodigo). No es el título más adecuado porque es reductivo y unilateral en cuanto que no incluye al hermano “mayor” y observante, también sujeto del amor paterno. Es más, el acento, según parece, no se centra tanto en “los dos hijos” sino en el padre cuya apertura y “alegría” se subrayan (Lc 15,32). Si bien el vocablo “misericordia” no aparece en el texto, es obvio que la actitud del padre es la “compasión”, la “apertura” y el “perdón”. Esta parábola, más que ninguna otra obra, en la tradición evangélica, es considerada “la obra maestra” del rabino Jesús de Nazaret. Fundamentan esta consideración los diversos tipos de análisis y acercamientos a los que fue sometida: el comportamiento humano, la intensidad emotiva, el arte, el vigor poético, la libertad y la responsabilidad, la enajenación y despersonalización de la existencia, la nostalgia y el retorno, la gracia, la angustia y la reconciliación, rasgos universales de la vida humana y necesidades básicas de la persona.
Parece lógico suponer que, en labios de Jesús, el acento recaería esencialmente sobre la apertura del padre; una “apertura” que espera el libre regreso del hijo alejado, cuya conversión se aguarda. El padre está expectante a la reintegración del “menor” a la casa que ha abandonado; está pendiente de su rectificación y enmienda (cf. Lc 15,32). De hecho, se observa en el texto todo un proceso “penitencial”. En este sentido, dos aspectos caben destacar: Primero, la parábola refleja una estructura según el esquema perdido–encontrado (vv. 24.32) lo mismo que las parábolas anteriores. El final se caracteriza por la alegría de haber hallado lo perdido. Aquí toma forma de banquete festivo. Segundo, dentro del contexto de todo el capítulo, es decir incluyendo la introducción (vv. 1-3), el objeto de la parábola es dar respuesta a las observaciones críticas de los responsables de la experiencia religiosa hebrea (escribas y fariseos). Por eso, no sería desacertado decir que la actitud del “hijo mayor” caracteriza la postura de los líderes religiosos para quienes no existe la “redención” y son implacables aplicando las normativas. Para ellos no hay “conversión” que les convenza aunque ellos mismos vivan una duplicidad de vida (cf. v. 29).
Como el “hijo menor” solicita la parte de su herencia, se puede deducir que el padre es un hombre de buena posición económica, con haciendas y propiedades. El “hijo mayor” queda en segundo plano; aparecerá recién en Lc 31,25. En la parábola no se detallan otros datos sobre las características del “hijo menor”; ni del “mayor”. Como se afirma que es el “menor”, podría suponerse que se trata de un joven en la etapa de la adolescencia con el frenesí de experimentar la vida fuera de casa. Según la usanza de la época, el padre podría disponer sus bienes de dos maneras: haciendo testamento que sería efectivo a la muerte del testador (Nm 36,7-9; 27,8-11) o por medio de una donación en vida (donatio inter vivos), en beneficio de sus hijos. Esta última modalidad, desaconsejada por Eclo 33,19.23, parece haber sido práctica corriente. En todo caso, la herencia del primogénito, o la donación en vida, tenía que equivaler al doble de lo que corresponde a los demás hijos (cf. Lv 21,17). El hecho de que el padre haya repartido los bienes no significa que desde aquel momento hubiera transferido la propiedad a los dos hermanos. La decisión de asignar al “hijo menor”, en concepto de donación, un tercio de los bienes, supone que le entregó parte de la fortuna, tal vez en “metálico”. Porque en el resto de la parábola, el padre actúa como auténtico propietario: da órdenes a sus criados (v. 22), manda sacrificar el mejor ternero (v. 23) y habla sencillamente de “todo lo mío” (v. 31).
La introducción general, redactada en los tres primeros versículos (Lc 15,1-3), presenta a Jesús como un maestro que enseñaba. El evangelista distingue dos tipos de auditorio. Por un lado, los “publicanos” y “pecadores” representados, probablemente, en la figura del “hijo menor”. Estas dos clases de personas tipifican a los “marginados”, a los “escépticos” y a los “desaprensivos”; por el otro, los “fariseos” y “escribas”, agentes de la aristocracia del templo y miembros del Gran Consejo (Sanedrín), retratados en la imagen del “hijo mayor”. Los fariseos abogaban por una interpretación rígida de la ley mosaica e insistían no solo en el fiel cumplimiento de la Toráh escrita, sino también de la tradición oral, es decir, de un cúmulo de normas atribuidas a Moisés y a los antecesores. Los “doctores de la ley” (griego: nomodidaskaloi) formaban parte de un grupo específico dentro de la corporación farisea, con funciones de liderazgo. Ellos son los “escribas” (griego: grammateis) o “juristas” (griego: nomikoi) que se pierden en la maraña de la ley. El relato de la parábola encuentra su motivación en la “murmuración” de estos últimos (típico pecado del “desierto”) que critican la apertura de Jesús hacia las personas consideradas por ellos como marginales.
El “hijo menor” emigró a un país lejano, derrochó su fortuna y vivió desenfrenadamente. En Lc 15,30 se afirma que ese desenfreno se trata de una relación con prostitutas. Cuando lo gastó todo, en el marco de un hambre terrible, empezó a pasar necesidad. Entonces se puso al servicio de un pagano (“cuidar cerdos”). El cerdo se considera un animal impuro en el judaísmo. Este detalle es un indicio de la degradación moral a la que se ve sometido el muchacho. El joven desearía aplacar su hambre con la comida de los cerdos, pero sentía una repugnancia insuperable. Una presentación tan grotesca subraya el extremo de necesidad al que había llegado el “hijo menor”. A partir de aquí, el joven pone en movimiento un proceso “penitencial”:
En primer lugar, “entra en sí” (reflexiona) empujado por su precaria situación. Pero se puede decir que no se trata de una deliberación exclusivamente egoísta, sino de un verdadero remordimiento por lo que había hecho a su padre y por su propia responsabilidad. Este acto implica que ha tomado conciencia del “límite” al que ha llegado; y, por eso, ha sometido a examen su conducta errática. En realidad, se trata de los primeros pasos de su proceso de “conversión”.
En segundo lugar, después de la autoevaluación sigue la resolución. Toma la decisión de retornar. En efecto: “se dijo:…Me levantaré e iré…”. Se propone “confesar” su “caída”: “Diré: He pecado contra el cielo y ante ti”. Es digno de nota que los pecados cometidos contra el prójimo son afrentas contra Dios, pues en la ofensa que ha hecho a su padre el “hijo menor” reconoce una dimensión más profunda: el ultraje al propio Dios (“he pecado contra el cielo…”). Aquí el vocablo “cielo” sustituye el nombre de Dios. El “hijo menor” adquiere una conciencia tal que le afecta sicológicamente hasta el punto de reconocer que no merece la consideración de ser hijo de tal padre. Está dispuesto a renunciar a su status de filiación para trabajar como un jornalero más. De este modo, notamos que la parábola no idealiza al pecador. De hecho, “pecador” no es simplemente aquel que comete “pecado”, pues todos lo cometemos, sino aquel que es consciente del pecado cometido, lo reconoce, asume y busca la manera de enmendarlo.
En tercer lugar, la escena se traslada a la casa paterna en la que se “dibuja” la reacción del padre:
“Cuando todavía estaba lejos, el padre le vio y se le conmovieron las entrañas”. Acto seguido sale a su encuentro. El verbo griego splanchnizesthai tiene toda una carga afectiva tremenda (literalmente: “se le conmovieron las vísceras”). El padre corrió a su encuentro; de él parte la iniciativa. Esa reacción es la primera muestra de cariño. Más adelante tendremos toda una explosión de afecto y de alegría desbordante; lo pasado, pasado; lo único que ahora cuenta es el perdón y la reconciliación. Se le echó al cuello. Padre e hijo se funden en un abrazo. Y aquel le cubre de besos a éste que no consiste en un saludo convencional de bienvenida sino en la efusiva manifestación del perdón paterno (cf. 2Sam 14,33). Se trata de la alegría del padre por la conversión del “hijo menor”. En el encuentro, el hijo confiesa sus pecados así como se había propuesto, pero antes de hacer su petición, el padre le interrumpe y empieza a dar órdenes y disposiciones a sus criados: la mejor o primera túnica, anillos, sandalias todas nuevas, lo mejor. El ternero cebado es signo de la satisfacción del padre por haber recuperado sano y salvo a su hijo. Y se realiza el banquete.
Seguidamente, entra en escena el “hijo mayor” que, sin duda, estaba trabajando en el “campo” (griego: agros). Escucha la música y el baile. Pregunta lo que está pasando a un mozo y éste le responde. Él se indigna y se niega a entrar. El padre intenta persuadirlo. Tenemos a un padre benévolo y un hijo disgustado, a pesar de que este último siempre ha sido observante y dócil a las exigencias del padre. El “hijo mayor” reclama: habla de su acatamiento y fidelidad de tantos años. Estas expresiones hacen referencia a los críticos de Jesús, los cumplidores de la Toráh. El “hijo mayor”, en la constatación de su lealtad, deja entrever su desazón. Él interpreta que la inmoralidad se “premia” más que la probidad (cf. Lc 17,9-10). Él, sin embargo, no ha tenido ni la más mínima recompensa (“…ni un cabrito me has dado…”). El desdén del “hijo mayor” alcanza su máxima incisividad con una expresión que denota lejanía: “…ese hijo tuyo”. Su indignación le impide llamar “mi hermano” al “hijo menor”. El pronombre demostrativo “ese” tiene toda su carga peyorativa (cf. Lc 15,2; 18,11; Hch 17,18).
El “hermano mayor” acusa al “menor” de haber devorado los bienes del padre con prostitutas, lo cual es irrefutable. El vocativo “hijo mío” dirigido por el padre al “hermano mayor” encierra hacia él una manifestación de cariño. “Tú siempre estás conmigo”, le dice el padre indicando “cercanía”. Es la expresión de bondad del padre; ni un solo reproche al hermano mayor, ni un desmentido, ni un comentario sobre la fidelidad del hijo. El padre ama a ambos. Demuestra a los dos hijos su benevolencia. No obstante, es congruente afirmar que todo lo que hace el hermano mayor se supone en un hijo fiel. Ahora bien, en lo que el padre insiste, verdaderamente, es en los vínculos de filiación y fraternidad: “Tú siempre estás conmigo”, es decir, le dice que él nunca ha estado muerto ni perdido. “Todo lo mío es tuyo”, agrega. De hecho es “el mayor”, el primogénito, el heredero universal. El padre quiere justificar su alegría interna y exteriorizarla (“teníamos que hacer fiesta y alegrarnos”) y corrige las palabras de su “hijo mayor” (este hermano tuyo): No “ese” hijo tuyo sino “este” hermano tuyo. “Ese” —a más de ser peyorativo— indica separación y distancia; “este” indica proximidad. El reproche se hace suavemente: “Mira, hijo, ese que ha vuelto es tu hermano”: Estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado”. Las palabras del padre expresan, en definitiva, en cada uno de los casos, el amor y la cercanía hacia sus dos hijos, de principio a fin, en toda la parábola. Por eso, el verdadero protagonista es el padre.
En consecuencia, la parábola presenta al padre como símbolo del amor del propio Dios; un amor abierto hacia el pecador arrepentido —el “hijo menor”—, que procura enmendar su error y restablecer la justicia que ha menospreciado. Pero también se vuelca hacia el hijo crítico —el “hijo mayor”— que descalifica a su hermano por el pecado cometido. Por todo lo expuesto en precedencia, la parábola es, al mismo tiempo, una espléndida caracterización del mensaje salvífico de Jesús, el gran predicador del Reino. Si algo es claro en la mentalidad de Lucas es su insistencia en la magnanimidad de Dios, sobre todo cuando se trata de abrir de par en par las puertas del Reino a un pecador arrepentido que rectifica su opción negativa.
La parábola profundiza en la sicología y hace vibrar sus registros más sensibles en la desgarradora confesión del “hijo menor”: “Padre, he pecado contra el cielo y ante ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo” (vv. 19.21). En el conjunto del Evangelio de Lucas, la parábola es un ejemplo de la proclamación del “año de gracia del Señor” (Lc 4,19; Is 61,2ª); la misión de Jesús, su encargo de anunciar a los oprimidos la buena noticia de la liberación (cf. Lc 4,18-19) cobra su plena actualidad (cf. Lc 4,22: “Hoy se ha cumplido”). El propio Jesús lo anunciará más adelante: “El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,10). Nada podrá apartarle de su misión y, mucho menos, la actitud de los que se obstinan en su concepción personal de las relaciones con Dios y con los demás, o se empeñan en sus conceptos de “fidelidad” o de “marginalidad”, en vez de sumarse, con corazón alegre y abierto, a la celebración del perdón, a la fiesta de la comprensión, a la aceptación del descarriado que vuelve al padre.
El capítulo 15 del Evangelio de Lucas se cierra con la proclamación lapidaria de que por encima de todo, incluso del pecado más inconcebible, está la posibilidad del perdón del padre. Y así es como describe Lucas la personalidad de Jesús: como el heraldo elegido para esa proclamación salvífica. Si Jesús acoge a los “recaudadores y rechazados”, y hasta “come con ellos”, es porque Dios mismo los acepta y los quiere. La parábola no insiste en la búsqueda de lo perdido, pero parece insinuar que, en último término, el verdadero “hermano mayor” es Jesús que entra, comparte y participa de la celebración del encuentro. Por consiguiente, todo el texto está en función de un clima de “alegría” y de “celebración” gozosa porque se ha “encontrado lo que estaba perdido” (vv. 6.9.24.32). La finalidad de esta parábola consiste fundamentalmente en “una legitimación” del comportamiento de Jesús con “los pecadores”, demostrando que en su actitud de acogida se cumple la voluntad salvífica de Dios, mientras que la crítica a las autoridades religiosas consiste en que su “hermenéutica” va en contra del plan de Dios. El principio fundamental de la relación de Dios con el pecador, como lo establece Jesús en esta parábola, es que Dios ama al pecador aún en su situación de pecado, es decir, incluso antes de que se convierta; es más, en cierto modo, lo que realmente hace posible la conversión es el amor de Dios manifestado en el padre.
En conclusión, el texto no trata de “un hijo pródigo” sino de “un padre misericordioso y sus dos hijos”; uno, el “menor”, que ha emprendido el “camino” de la conversión y otro, el “mayor”, del que se espera apertura y cambio de mentalidad. La benevolencia del padre se manifiesta no solo respecto al pecador arrepentido sino también para el fiel observante que necesita cambiar sus criterios de juicio. Por un lado, el “hijo menor” no es recibido en la casa paterna por el simple hecho de ser un pecador. El pecado, en efecto, es un factor que aleja de Dios. El padre lo acoge de nuevo porque ha regresado, porque se ha convertido y ha emprendido un proceso de rectificación y de justicia con el fin de restablecer correctas relaciones familiares. El pecado entristece porque es injusto en el sentido de implicar “la ruptura de las exigencias de una correcta relación”; la conversión suscita la alegría paterna porque es lo verdaderamente “justo”. Es necesario subrayar este aspecto con el fin de no “idealizar” al pecador. Jesús, en efecto, no socializa con publicanos y pecadores para “justificar” la situación en la que estos se encuentran sino con el fin de conducirlos a la conversión. De lo contrario sería “cómplice” de ellos. Por el otro, la actitud del padre en relación con el “hijo mayor” (figura que representa a escribas y fariseos) demuestra que también los líderes religiosos están llamados a la conversión a pesar de su aparente “fidelidad”.
La mera jerarquía que ostentan los jefes del judaísmo no es garantía de estar en lo correcto. Ellos necesitan aggiornar su teología mediante la cual “juzgan” y “discriminan” basados en la imagen de un Dios implacable que busca errores y faltas para sancionar. En realidad, la teología de los líderes de la religión hebrea ha desfigurado la imagen de Yhwh reduciéndolo a un “dios”-“ídolo”, funcional a sus intereses y a su estilo de vida “teatral” y de “figuración”. En cambio, el “rostro” de Dios que presenta Jesús es, ante todo, el de un padre que espera siempre el regreso del hijo “alejado” y que motiva al hijo “observante” a trascender de sus estrechos límites conceptuales y actitudinales. En definitiva, la figura central de la parábola es la del padre, abierto al perdón y a la reconciliación.
Como apuntes finales, con el fin de evitar equívocos, señalo cuanto sigue: Primero, todo pecado es un acto de “injusticia” en cuanto que supone una “negativa” a la voluntad de Dios con repercusiones en la filiación y en la fraternidad. Segundo, el lenguaje que Jesús emplea en la parábola es de carácter “antropopático”, es decir, se atribuyen a Dios sentimientos que son propios del ser humano, como los “afectos” y “emociones” con el fin de comprender su actuación. Tercero, cuando el padre interrumpe la confesión del hijo arrepentido significa que los “pecados” han quedado atrás y que el “confesor” (el padre) no es un “curioso” que hurga en la intimidad de las personas sondeando detalles y pormenores. El retorno del “hijo menor” y su “rectificación” son suficientes.
Cuarto, en el fondo, la parábola advierte sobre cierto tipo de “fidelidad” interesada, oportunista y utilitaria que busca un “premio” por una supuesta “lealtad” que no se centra en el padre sino en el propio interés. Quinto, cuando empleamos las expresiones “marginal” u “oprimido”, hoy muy recurrentes, no se reducen a la dimensión exclusivamente sociológica sino reflejan la cosmovisión del pensamiento bíblico que distingue varios tipos de “pobreza”, social y existencial, como el caso de las “viudas”, el “huérfano”, el “forastero”, el “mendigo”, los “publicanos” y “prostitutas”. De hecho, en la presentación que hace Jesús, en este texto (Lc 15,11-32), “el padre de los dos hijos” es un “propietario”, un “hacendado” con capacidad de repartir sus bienes. Sexto, el retorno a la casa (la “conversión”) parte de la base de que hay una conciencia de que Dios es un padre que ama y espera. Por eso, el cambio de vida no se debe únicamente a la decisión de enmendarse y corregirse sino a la lapidaria revelación bíblica de que “Dios nos amó primero” (1Jn 4,19; cf. Lc 7,47). En consecuencia, se supera aquí el “voluntarismo” judío para entrar en las esferas de la “gracia” y de la “justificación” proclamadas por Cristo. Entonces, si los creyentes no ponemos en movimiento el testimonio del amor de Dios, no podremos facilitar la conversión de “publicanos”, “pecadores”, “escribas” y “fariseos” de hoy.
Séptimo, los conceptos de “amor”, “misericordia” o “benevolencia”, que se pueden entrever en el sustrato de esta parábola, no se identifican, principalmente, con las reacciones “afectivas” y “emocionales” sino con la apertura, la receptividad y las acciones concretas de ayuda y auxilio que se brindan al que pide socorro y amparo. Para el campo conceptual bíblico no se trata de meros sentimientos sino de “hechos” que pueden exteriorizarse —o no, conforme con el “temperamento”— con gestos de sensibilidad y de conmoción.
Finalmente, podemos decir que las tres parábolas insisten en la misma idea: por la predicación de Jesús, la iniciativa de la salvación y la benevolencia de Dios rebasan todas las fronteras humanas, incluso el alejamiento del pecador, al que buscan insistentemente para que se convierta. Si un pobre ser humano despliega tales energías para recobrar una pérdida de sus posesiones, ¿cuánto mayor será la actividad de Dios para recuperar lo que, por derecho, es inalienablemente suyo? Así es como, en el Evangelio según san Lucas, Jesús responde a las críticas de los fariseos y de los doctores de la ley, que le echan en cara su familiaridad con la gente de más baja ralea.
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