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Opinión

Billy Idol y 1982

UNO

En aquel tiempo, vivía en un barrio con nombre quechua: Mangomarca. Era un suburbio mesócrata. Contaba con urbanizaciones bien definidas, en esos tempraneros años ochenta. Las casas habían sido construidas para los funcionarios del Hospital del Empleado; otro tanto, para el personal policial, sea en actividad o retiro. Una urbanización al lado de la otra. La casa, que alquiló mi viejo, tenía una mancha en la pared -en forma de sartén- testimonio fiel, de los problemas maritales, de los inquilinos anteriores. Tenía tres dormitorios, un baño, cocina- comedor, sala, tendedero, patio trasero y jardín delantero. Las calles también tenían denominaciones en el idioma nativo. La nuestra era Hatun Colla.

Los vecinos de al lado eran veinteañeros, pero abiertos y reamigables. Hubo química al instante. También conocí a coetáneos que vivían a un par de casas más arriba o a la vuelta: Memo, Kul, Fernando, Carlos, etc. Sentados -la pandilla completa- en la esquina, ocupados en hacer nada. Dándole sentido a las conversaciones triviales que se alargaban necesariamente. O jugando fulbito, hasta la medianoche, en la calle pavimentada.

Si bien la televisión ya era a color, contábamos con pocos canales. Religiosamente nos prendíamos en el canal del Estado –el Siete– para ver, a partir de las 18 horas, Disco Club. Era el único programa donde se emitían videos de los grupos más importantes de rock. Eran otros tiempos, MTV no aparecía ni de casualidad, no existía el cable en Lima. Ni rastros del mp3, YouTube, ni nada parecido. De ahí la importancia de Gerardo Manuel. Imposible que los cincuentones y cuarentones olvidemos su figura.

Pronto hice amistad con un morochito pequeño llamado Manolo. Era querendón y hablaba hasta por los codos. Teníamos la misma edad: dieciséis años. Él fue el nexo para conocer a otros del barrio. Ahí conocí a Campeón, Freddy, Carlitos, Mapo, entre otros.

Y lo más importante para un adolescente, en plena etapa de la pubertad, eran las fiestas. Y la secuela lógica: conocer chicas. Aunque, claro está, ninguna me daba bola.

DOS

En los pisos de Tokio

O en la ciudad de Londres para ir, ir

Con la selección de registros

Y el reflejo del espejo

Estoy bailando conmigo mismo

“Dancing with myself”. Billy Idol

Una especie de Sting, pero con pinta de maniaco sexual. La estética punk se traslucía. Sin embargo, en lo musical hizo un combo variopinto: hard-rock y new wave. Los tiempos habían cambiado. Eso sí, su figura trasgresora lo ponía de relieve, así como el nick name ególatra. Ídem, arete, tatuaje y una voz inconfundible. A fines de los setenta, el éxito aun le era esquivo.

No voy a ningún lado, carajo, pensó Bill.

Abandonó Londres y enfiló a Nueva York, la capital de mundo, dedujo inteligentemente, que ahí debía estar. El Sueño Americano era la meta.

Coincidió con un virtuoso guitarrista con pelo revuelto y larguísimo. Un símil de Robert Smith –look gótico- pero narizón y de baja estatura. Era Steve Stevens. Vivieron juntos esa primera etapa.

La ciudad correcta en el momento adecuado, para lanzar Bailando conmigo mismo. Justo, en agosto de 1981, cambia la escena musical. Apareció un canal que rompió las estructuras.

Bienvenidos a MTV, Music Television, el primer canal de música y videos 24 horas del mundo.

Fue la frase de bienvenida a toda América. El primer clip que se transmitió fue Video Killed The Radio Star, de The Buggles. Toda una profecía.

MTV impulsó la carrera del bad boy inglés y el éxito fue inmediato. Eran finales del ’81, Billy Idol tocaba el cielo con las manos.

TRES

Rosy está en mi pecho

Tengo a Suzy, Suzy en mis brazos ahora

Paseo por todo el mundo

Buscando un poco la charla de la Nena feliz.

“Baby Talk”. Billy Idol

El humo, incesante, inundaba la sala. Tragos y más tragos iban y venían. De fondo, la música golpeaba inmisericorde. El ritmo era atrapante y letal. Carlitos se contorneaba y era el centro de la fiesta. Fachero y encima carismático, imposible obviarlo, menos las chicas. Campeón era de esos amigos que estaban siempre al pie del cañón, infaltable. Recuerdo en una fiesta en casa, vino directo de la universidad, con sus libros y todo. No importaba nada, me estaba diciendo con su presencia.

—Estoy aquí compadre.

Freddy, con su infaltable jean, bailando, elevando el rostro, tomado de la mano con la pareja del momento; en tanto, tarareaba la letra salvaje y obscena que emanaba de los parlantes. Las noches sabatinas interminables. Imposibles de olvidar. Y la música de William Michael Albert Broad nos acompañaba inalterablemente, junto a los Stone, Pinkfloyd, Led Zeppelin y tantos otros.

Dos años después me mudé a Ventanilla, otro universo -más terrenal- pero intrínsecamente salsero. Si bien visitaba cada cierto tiempo el barrio, más tarde los ajetreos de la vida y nuevos amigos me fueron llevando a otra etapa.

La adultez.

Hace un par de meses, me enteré de la venida del -ahora sexagenario- artista británico. Abriendo nuevamente el cofre de recuerdos, que permanece inalterable. Permitiéndome esbozar una sonrisa, dentro de mi ajetreada agenda, en otro país y otra ciudad.

Dícese que solo una vez en la vida se tiene 16 años, ¿no?

Dedicado a mis primos Beto y Luis, gracias por tanto.

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