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Opinión

Los “primeros” y los “últimos”

(Jesús) atravesaba ciudades y pueblos enseñando, mientras caminaba hacia Jerusalén. Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?». Él les dijo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. «Cuando el dueño de la casa se levante y cierre la puerta, os pondréis los que estéis fuera a llamar a la puerta, diciendo: “¡Señor, ábrenos!” Y os responderá: “No sé de dónde sois”. Entonces empezaréis a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas”; y os volverá a decir: “No sé de dónde sois. ¡Retiraos de mí, todos los agentes de injusticia!” «Allí será el llanto y el rechinar de dientes, cuando veáis a Abraham, Isaac y Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, mientras a vosotros os echan fuera. Y vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios. «Y hay últimos que serán primeros, y hay primeros que serán últimos»”.

[Evangelio según san Lucas (Lc 13,22-30) — 21º domingo del tiempo ordinario]

El texto que la Iglesia nos ofrece para nuestra reflexión dominical gira en torno al Reino de los cielos. Es el tema dominante. El planteamiento se formula mediante una doble alternativa: “Admisión” o “exclusión”, es decir, quiénes, y por qué motivo, unos son admitidos y otros resultan excluidos. El criterio básico del “ingreso” o de la “eliminación” es la “justicia” o “injusticia” en las relaciones interhumanas. El contexto en el que se requiere la palabra de Jesús sobre el tema es su habitual actividad de “enseñar” (griego: didáskō), desarrollada aquí, en el camino hacia Jerusalén, cuando atravesaba “ciudades y pueblos”.

Entonces, mientras Jesús sigue de camino a Jerusalén, enseñando a la gente y a sus discípulos, un innominado le pregunta directamente por el número de los que van a experimentar la “salvación” (griego: sōzō) inherente al Reino: “¿Son pocos los que se salvan?” (Lc 13,23). El trasfondo de la pregunta es una antigua y arraigada creencia en el judaísmo: “Todo israelita, por el hecho de serlo, entrará a formar parte del Reino futuro” (San. 10,1). La respuesta del maestro no responde directamente a la pregunta planteada sino más bien se desvía hacia una advertencia de tipo práctico: hay que forcejear para entrar en el Reino, pues su única entrada es una “puerta estrecha” (Lc 13,24). Lo que le interesa a Jesús es el “esfuerzo” humano; la cuestión del número incumbe exclusivamente a Dios. Resulta preocupante la observación del Señor que afirma que “muchos intentarán entrar pero no podrán” (Lc 13,24b). Más adelante se da la clave interpretativa: intentarán entrar cuando ya sea demasiado tarde (Lc 13,25-27). Y esta situación se dará no solo por el amontonamiento de la gente, en un paso angosto y ante una puerta estrecha, sino también porque puede suceder que, al alcanzar la puerta, se compruebe que se ha cerrado antes de lo que se suponía.

Con todo, se puede notar, además, que el acceso al Reino depende también de la actitud del dueño de casa, es decir, del Señor (Lc 13,25.28). Lo que inicialmente era una “puerta estrecha” (Lc 13,24) es ahora una “puerta” que el dueño de casa puede cerrar desde el interior para dejar fuera a los desconocidos (Lc 12,25); una puerta que no solo permite entrar en el Reino sino que constituye una invitación a tomar parte en el banquete y en la celebración gozosa de la fiesta. El “dueño de casa” queda identificado, indirectamente, como el propio Jesús —y no “Dios”, como parece ser el caso de Mt 25,10-12)— porque los que se han quedado fuera se dirige al dueño como contemporáneos suyos, que han comido con él y han escuchado su enseñanza (Lc 13,26). Pero la respuesta suena, de nuevo, con la misma determinación: “No sé quiénes sois ni de dónde venís” (Lc 13,27). Las observaciones de Jesús en este pasaje aluden a la idea veterotestamentaria de que Dios conoce a los suyos, a los que él ha elegido (cf. Jr 1,5; Am 3,2; Os 5,3, etc). Más adelante, la situación se agrava; el “dueño” no solo considera extraños a esos inoportunos, sino que los excluye positivamente de su casa: “Apartaos de mí todos los que practicáis la injusticia” (Sal 6,9).

En los versículos siguientes (vv. 28-29) desaparece el tema de la “puerta” (estrecha o cerrada) y Jesús se centra en la celebración del banquete; allí están junto al dueño todos los recién admitidos, en compañía de Abrahán, Isaac, Jacob y los profetas de Israel. Los que han logrado entrar —o ser admitidos— en el Reino no son únicamente contemporáneos de Jesús que se han esforzado por abrirse paso a través de la puerta estrecha, mientras todavía estaba abierta, sino también “gente del este y del oeste, del norte y del sur” (cf. Sal 107,3). Dentro, en el Reino, banquete, fiesta y alegría; pero fuera, al otro lado de la puerta, llanto y crujir de dientes, desventura de los excluidos. Por tanto, no es cuestión de entrar o no entrar (de cualquier manera), es cuestión de “ser admitido” o quedar definitivamente “excluido”.

Podemos preguntarnos: ¿quiénes son los excluidos o expulsados? Del texto se deduce que se refiere a los cristianos que no están a la altura de su vocación. Aquellos que han decidido seguir a Jesús pero vivieron su vida a espaldas de sus enseñanzas, dejando de lado los principios fundamentales del Evangelio como la práctica de la “justicia”. Jesús es meridianamente claro al respecto: Para entrar al Reino no es suficiente mantener un simple contacto formal con el Señor, una cercanía meramente superficial (cf. Lc 13,26b). Hay que tener en cuenta las circunstancias: “una puerta estrecha” y una lucha tenaz o forcejeo para abrirse paso.

En fin: En el relato subyace una fuerte llamada a la conversión, a cambiar de vida, siguiendo las enseñanzas del maestro. Jesús echa fuera a los “agentes de injusticia” (Lc 13,27), es decir, a aquellos que son inicuos, arbitrarios y abusivos, a los prevaricadores y a quienes abusan de su poder y de su privilegio. La “injusticia” (griego: adikía) es exactamente lo contrario a la esencia de la “salvación” o “justificación” (griego: dikaiosýne). “Justicia”, en cambio, implica “rectitud”, “ecuanimidad”; se refiere a quien pone en acción la voluntad de Dios expresada en las enseñanzas de Cristo.

 

La sentencia conclusiva (Lc 13,30) enuncia la “dialéctica del Reino” que incide en el sistema de las relaciones humanas, provocando una radical inversión de los valores tradicionales: “Algunos de estos, que ahora son últimos, serán primeros, y algunos de esos, que ahora son primeros, serán últimos”. Se trata de una alteración radical de las previsiones humanas que reproduce, con nuevos acentos, la profecía del viejo Simeón sobre los efectos discriminatorios de la persona de Jesús. En su “oráculo” afirma que la actuación del niño provocará la ruina o el resurgimiento de muchos en Israel (cf. Lc 2,34). Jesús será, en efecto, “bandera discutida”, y “signo rechazado”. El ser “primero”, en este mundo presente, no es garantía de la entrada al Reino venidero; al contrario, quien —por algún motivo humano— se considera “encumbrado” (sobre todo el “injusto”) no tendrá chances de acceder a la vida eterna. Accederán quienes, en la consideración mundana, son “últimos” pero viven según la enseñanza de Jesús, sobre todo conforme con la lógica de la justicia. Estos serán admitidos y participarán del “banquete” del Reino de los cielos, figura simbólica —de tipo antropológico— de la definitiva salvación.

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