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Opinión

Codicia y necedad

13Uno de la gente le dijo (a Jesús): “Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”. 14Él le respondió: “¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros?” 15Y les dijo: “Mirad y guardaos de toda codicia, porque, aunque alguien posea abundantes riquezas, éstas no le garantizan la vida”.16Les dijo una parábola: “Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; 17y pensaba entre sí, diciendo: “¿Qué haré, pues no tengo dónde almacenar mi cosecha?” 18Y dijo: “Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, reuniré allí todo mi trigo y mis bienes 19y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea”. 20Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?” 21Así es el que atesora riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios”.

(Evangelio según san Lucas (Lc 12,13-21); 18º domingo del tiempo ordinario)

El texto del Evangelio que la Iglesia nos propone para nuestra reflexión dominical (Lc 12,13-21) aborda dos temas de eminente impronta sapiencial, en sentido negativo: la “codicia” (griego: pleonexía) y la “necedad” (griego: áfrōn).  La “codicia” (o “avaricia”) es el deseo vehemente de poseer muchas cosas, especialmente riquezas o bienes. Aparece en los “catálogos” de vicios como en Mc 7,22; Rom 1,29; 5,3; Col 3,5. En este último texto (Col 3,5), Pablo de Tarso atribuye a la “codicia” el máximo nivel de negatividad calificándola de “idolatría”. La “necedad”, por su parte, es la demostración de poca inteligencia. En la Biblia hebrea se emplean varios vocablos para señalar al “necio”: nābāl, kesîl, ba’ar, sākāl y otros. Se trata de “una persona que se niega a ajustarse al orden de las cosas enseñado por los sabios”. El “necio” rechaza y no quiere admitir su radical dependencia de Dios. Por eso, de ordinario, pronuncia palabras “vacías” y “arrogantes” y obra en consecuencia perjudicándose a sí mismo y a la comunidad. De hecho, el “necio” encarna al insensato y al estúpido.

El personaje anónimo de la parábola se caracteriza por la acumulación de bienes y el frenesí por poseer cada vez más. Estas actitudes insensatas están más allá de los límites del legítimo deseo de una vida digna y se oponen, radicalmente, al estilo de vida de un sabio, según la tradición bíblica.

Las diversas recomendaciones que Jesús ha venido haciendo “a sus discípulos” (Lc 12,1b), en presencia de una multitud enorme que se ha congregado a su alrededor (Lc 12,1ª), se ven interrumpidas repentinamente. Un individuo de entre el público se acerca a Jesús para pedirle su intervención en una disputa familiar sobre cuestiones de herencia (Lc 12,13-15). Esta interrupción del discurso y el nuevo tema que se plantea preparan el ambiente para la parábola del “rico necio”, que se narra a continuación (Lc 12,16-21). Con este tema, Jesús plantea un nuevo programa de actitudes con respecto a las posesiones materiales (Lc 12,22-34).

San Lucas nos da cuenta de la negativa del maestro a implicarse en litigios sobre una herencia familiar que provoca una llamada a ponerse en guardia contra toda forma de avaricia (v. 15) e insensatez (v. 20) frente a los bienes materiales. La contestación de Jesús a la demanda de su interlocutor afirma categóricamente que él no ha venido a dirimir cuestiones legales cuya resolución compete a los juristas de la época. Jesús rechaza todo tipo de intervención arbitral en desavenencias familiares o en cuestiones de economía doméstica. Él se mantiene al margen de toda discusión en materias de este tipo. Además, se siente particularmente molesto porque dos miembros de una misma familia, dos hermanos, se enzarcen en una discusión sobre los bienes materiales (tierras, dinero, posesiones, etc.). Lo que se necesita no es, precisamente, una resolución casuística por parte de “un maestro”, sino una convicción personal de que la raíz de las desavenencias en el seno de la familia es, concretamente, la ambición de cada individuo.

Jesús descubre con absoluta claridad cuál es la verdadera raíz de la proposición que acaban de hacerle: todo nace de la ambición. De ahí la advertencia de Jesús: “¡Cuidado!” Guardaos de toda forma de avaricia”. En realidad el vocablo griego pleonexia debería traducirse no tanto por “avaricia” sino por “codicia” de connotaciones más amplias que la simple “avaricia”. La “codicia” es la cúspide de la necedad por el deseo desmesurado de acumular bienes sobre bienes, de tener siempre más y más, prescindiendo absolutamente de la necesidad razonable. La existencia auténticamente cristiana no se puede identificar con la posesión de bienes materiales —aunque sean fruto de una herencia— y, mucho menos, cuando son sustanciosos. Lo verdaderamente importante no consiste en “tener”, en “poseer” las cosas sino en “ser”; lo que cuenta es escuchar la palabra de Dios y ponerla en práctica, y no precisamente vivir en una abundancia confortable y despreocupada.

Inmediatamente después de la “advertencia” de Jesús sobre la “codicia” (Lc 12,15), Lucas añade la parábola del “rico necio” o “insensato”, pues la “codicia” o “avaricia” se manifiesta no solo en disputas familiares por cuestiones de herencia, sino también en la desmedida ambición por procurarse mucho más de lo necesario. Amasar cuantiosas fortunas por el mero hecho de disfrutar de la dolce vita es el colmo de la insensatez, si se tiene en cuenta la responsabilidad que exige la vida misma y, sobre todo, su valoración a la luz de la muerte. El mensaje de la parábola gravita sobre la comprensión de que aquel rico que estaba a punto de colmar todas sus ambiciones en esta vida, sin preocuparse lo más mínimo de su propio futuro personal o del paradero de tantos bienes acumulados. De este modo, queda introducida en la existencia humana la idea de la muerte. Llegará un día en el que el hombre tendrá que rendir cuentas de su conducta por encima de todas sus previsiones para incrementar al máximo su propio bienestar físico. En la parábola, el “rico” es un terrateniente; pero se convierte en símbolo de cualquier ser humano seducido por “toda forma de codicia” (Lc 12,15). Y ahí entramos todos: campesinos y políticos, técnicos y juristas, clérigos y médicos, catedráticos y comerciantes, etc. Todos podemos comportarnos como verdaderos “insensatos” a los ojos de Dios.

El avaro es, en realidad, un impío; su único norte es el incremento constante de sus haberes, sin que “el temor de Dios, que es el principio de la sabiduría” (Pv 1,7; 9,10), se le pase jamás por la imaginación. La reflexión conclusiva añade una advertencia complementaria dirigida a todo el que “no es rico para con Dios”. Se remacha lapidariamente que el sentido fundamental de la vida no consiste en amontonar bienes “para sí mismo”. Podría parecer, a primera vista, que Dios es injusto, al reclamar la vida del rico precisamente en el momento en el que este llega al culmen de sus ambiciones, ya que la riqueza en sí misma es indiferente, o sea, no es intrínsecamente mala. Pero Dios no tiene la culpa de que sea “más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios” (Lc 18,25). La dificultad no radica en el hecho mismo de acumular riquezas, sino en la seducción sesgada que invariablemente comporta, y que implica una ofuscación sobre el verdadero significado de la vida.

Al finalizar, me parece oportuno recordar, a propósito de todo lo dicho en precedencia, aquello que el apóstol san Pablo afirma en su carta a Timoteo (6,10): “Porque la raíz de todos los males es el afán de dinero y algunos, por dejarse llevar de él, se extraviaron en la fe y se atormentaron con muchos sufrimientos”. Ciertamente, la plenitud de vida no se puede medir por la cantidad de posesiones, aunque sea el fruto lógico de un arduo trabajo personal. La simple posesión material no provee una vida espiritual. La verdadera riqueza consiste en atesorar lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios, es decir, los valores del Evangelio asumidos y vividos en la experiencia cotidiana, lo cual nos lleva a un adecuado uso de los bienes materiales y a compartirlos con los demás.

Dios fija su mirada en la vida del hombre, vida que es el auténtico don, y no en “graneros materiales rebosantes hasta reventar”. Cuando san Jerónimo traduce el versículo inicial del Qohelet (Eclesiastés) dice: “vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Qoh 1,1); en realidad procura hacernos comprender la expresión hebrea hăbēl hăbālîm hakkōl hābĕl que más que “vanidad” (pecado de orden moral) significa “futilidad”, “poquedad”, “insignificancia”, “soplo”. Porque, verdaderamente, la vida del ser humano es un “soplo”, un simple “aliento” pasajero. Dura poco tiempo y lleva el sello de la vulnerabilidad y la caducidad irreversibles. En efecto, el salmista dice: “¡El hombre! Como la hierba es su vida, como la flor del campo, así florece; lo azota el viento y ya no existe, ya no lo reconoce su morada” (Sal 103,15). Entonces, ¿qué sentido tiene acumular tantos bienes materiales “donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socaban y roban” (cf. Mt 6,19)? ¿Qué sentido tiene llegar a la cúspide si no acumulamos “tesoros en el cielo”? (cf. Mt 6,20).

 

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