Connect with us

Opinión

Jesús, el “pastor auténtico”, y su verdadera identidad

“Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno”.

Evangelio según san Juan (Jn 10,27-30); 4º domingo de Pascua (domingo del “buen pastor”).

El texto evangélico que la liturgia de la Palabra nos ofrece para nuestra reflexión dominical es continuación del discurso del “pastor auténtico” (Jn 10,1-21), no pocas veces mencionado bajo el título “buen pastor” (cf. Jn 10,11.14). Particularmente prefiero emplear la expresión “pastor auténtico” por fidelidad al texto griego de san Juan que dice ho poimēn ho kalós y no dice ho poimēn ho agathósÅ. En efecto, no se emplea el vocablo griego agathós que se usa de ordinario para indicar la “bondad” como un calificativo, como si dijésemos: “Pastor clemente”, “compasivo”, “misericordioso”, “afable”, etc.

Por supuesto que Jesús es “clemente”, “compasivo” y “misericordioso”; pero esas cualidades se afirman en otros textos; en los sinópticos abunda la mención de estas notas; pero aquí no es ese el objetivo. Aquí se dice kalós, no en el sentido de “mansedumbre”, de un “pastor apacible”, “manso y humilde de corazón” como lo han popularizado los artistas en ciertas imágenes. Kalós, aquí, quiere decir “calidad”, “autenticidad”. Jesús es el “pastor auténtico” en oposición al “falso pastor”; es auténtico porque cumple su misión hasta dar la vida por las ovejas. Puede decirse que es “buen Pastor” en el sentido de ser “auténtico”, “fidedigno”, “probado”. En esta línea, el padre Juan Mateos, jesuita, biblista y filólogo, traduce: “Yo soy el Pastor ejemplar (modelo de Pastor). El “pastor ejemplar” se entrega él mismo por las ovejas. Y porque es “ejemplar” es el paradigma de todos los pastores que vendrán después de él.

Además, empleando la expresión “pastor auténtico” evitamos el equívoco de proyectar la imagen de lo “bueno” (“buen pastor”) como equivalente a “buenudo”, “ingenuo”, “permisivo” y “condescendiente” —tolerante, no pocas veces, con el mal y el pecado—, encubriendo trasgresiones a los principios evangélicos incompatibles con el programa del Reino de Dios. Es verdad que el pastor está llamado a comprender, a perdonar, a reivindicar, a buscar a la “oveja perdida”; pero estas actitudes y acciones no implican “complicidad” o “irenismo” para acallar los males y obtener una falsa paz en la comunidad cristiana. En este sentido, no hay que olvidar que el pastor es, al mismo tiempo, “maestro” y “profeta”. Jesús cuando se encuentra con los publicanos, pecadores y adúlteras no se reúne con ellos para justificar la situación en que están sino para invitarles a la conversión. Por eso, por ejemplo, dice a la mujer sorprendida en flagrante adulterio: “…Vete, y no vuelvas a pecar” (Jn 8,11c).

El breve texto que hoy se nos ofrece (Jn 10,27-30) se ambienta en Jerusalén, durante la “fiesta de la dedicación”, en “invierno” (Jn 10,22), contexto en el que las autoridades toman la decisión de matar a Jesús acusado, entre otras cosas, de “blasfemia” (Jn 9,33). Los interlocutores hostiles a Jesús son identificados como los “fariseos” y los “judíos” (Jn 8,31; 9,13.18.22.40; 10,24.31.33, etc.), referentes emblemáticos de los oponentes del rabino de Nazaret. En el marco del contexto, y de la simbolización de los personajes, por un lado, están los “fariseos”, retratados con calificativos que los impugnan como representantes de Dios. La nota que les caracteriza como “asalariados” (Jn 10,12-13) tiene que ver con el “latrocinio”, “el bandidaje” y la actitud propia del “extraño” al que no le interesa la grey sino su paga. Se presentan como los rigurosos observantes de la Ley pero se manifiestan con hipocresía y teatralidad. Por el otro, están “los judíos” que aparecen siempre bajo una sombra negativa en el Evangelio de san Juan, en probable alusión a los guías de Israel, responsables de la experiencia política y religiosa del Pueblo de Dios, representantes de la élite gobernante. Estos acusan a Jesús de situarse en el sitial de Dios (pecado de “blasfemia”): “…porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10,33). Por eso, buscaban eliminarle según la legislación bíblica que sanciona tal pecado con la lapidación (cf. Lv 24,10-16; Jn 10,31.33).

En su discurso, Jesús habla de la “escucha”, mandamiento fundamental para todo hebreo piadoso conminado no solo a prestar atención sino a disponer mente, corazón y voluntad a la palabra de Dios que se expresa mediante Moisés en los orígenes del pueblo (con el šemá‘ Israel: Dt 6,4) y, ahora, mediante Jesús, en el tiempo escatológico (Jn 10,27). Pero es preciso preguntarse: ¿Quiénes escuchan la voz del Mesías? Escuchan sus ovejas. Jesús emplea el adjetivo posesivo “las mías” (griego: ta ema) que, según la descripción que formula, cumplen con dos requisitos fundamentales: Primero: esas “ovejas” que escuchan “su voz” son “conocidas” por el pastor y, segundo”, ellas “siguen” a tal pastor.

La figura de las “ovejas”, imagen tomada del ámbito pastoril, típico de Israel, pertenece al cuadro simbólico teriomórfico y representa a los fieles, es decir, a quienes acogieron a Jesús, judíos y gentiles que aceptaron su mensaje, su programa de vida; encarna a aquellos que se abrieron a la novedad del Evangelio. Forman parte de la incipiente “grey” constituida en torno al nuevo mensaje de salvación. Por eso Jesús dice “mis ovejas”; pues no son ovejas ajenas encargadas a un administrador como “el asalariado”; al contrario, pertenecen al Mesías; son de su exclusiva propiedad del mismo modo que Israel pertenece a Yahwéh. En continuidad con esta idea, Jesús afirma que las “conoce” (verbo griego: ginōskō). Este verbo no implica, como en Occidente, un mero “conocimiento” intelectual porque “conocer” en la mentalidad bíblico-semita indica “experiencia”, es decir, el hecho de “caminar juntos”, “orar juntos”, estar en “comunión”, escuchar y ser escuchado, cambiar actitudes y conducta conforme con “lo escuchado” de tal modo que pastor y ovejas entran en sintonía trazando un itinerario de vida que se identifica con el programa evangélico de la salvación. Por eso Jesús dice que esas “ovejas” —que él “conoce”— le “siguen”. El empleo del verbo griego akolouthéō no indica únicamente “seguir” a Jesús en el sentido físico o geográfico del término sino se aplica a una realidad vocacional que supone una “llamada” y una “respuesta”, un seguimiento sicológico, físico, intelectual, moral y espiritual que involucra a la totalidad de la persona en el marco de un proceso por el cual las ovejas se adhieren a Jesús y se van configurando con él en el camino de la vida.

En el siguiente aspecto del discurso de Jesús se formula, como principio de acción, mediante el uso del verbo griego dídōmi, una “donación”, un “don” u “obsequio” que el pastor confiere a sus ovejas. Se trata de la concesión de la “vida eterna” (griego: zōē aiōnios), es decir, la vida plena en comunión con Dios y con todos los salvados. Es interesante observar que no se dice “inmortalidad” (griego: athanasía) porque, en realidad, este concepto de la “inmortalidad” no pertenece, en esencia, al pensamiento bíblico sino a la cultura greco-helenista que, en ciertas corrientes filosóficas (como el platonismo), en su visión antropológica dualista, suponía la separación del “cuerpo” y del “alma” formulando que si bien el cuerpo muere el “alma” permanecía “inmortal”. Esta idea supondría que el hombre se identifica solo con el alma; y el cuerpo es un simple “recipiente” temporal. Al mismo tiempo implicaría una grave contradicción con la misma “redención” porque si “el alma es inmortal”, es decir, capaz de subsistir por sí misma después de la muerte física, no habría necesidad de un acción divina soteriológica.

En la visión bíblica de la persona no hay separación posible de cuerpo, alma y espíritu. Los tres elementos, que conforman la realidad del individuo, son dimensiones totalizantes desde las cuales se consideran aspectos del ser humano: la corporeidad, elemento que indica “límite” y “relación”; el “alma” que subraya el aspecto del principio vital; y el “espíritu” que implica la comunión con Dios, origen y fin de la creatura humana. La vida eterna supone la muerte. Jesús muere y luego resucita. Así, el hombre debe morir (como la “semilla” que muere) para acceder —mediante la resurrección— a la vida eterna. La misma naturaleza, en este sentido, es indicativa de esta realidad, pues la semilla debe morir para que pueda germinar y dar origen a una realidad cualitativamente distinta a su estado anterior. De esta manera, es preciso observar que el empleo del verbo griego dídōmi (“regalo”) no es fortuito porque la resurrección y la vida eterna no son realidades connaturales al hombre; al contrario, son dones de Dios, obsequios que Jesús nos regala por amor para entrar en el ámbito celestial y formar parte de la familia divina. Por eso Jesús afirma respecto a sus ovejas que: “… no perecerán jamás y nadie las arrebatará de mi mano” (Jn 10,28). Es la donación más grande que puede pretender y esperar el ser humano, tan grande que mereció el sacrificio del Mesías en el madero de la cruz.

Seguidamente, en el marco de un cambio de nivel (de menor a mayor), Jesús introduce en su discurso la figura del “Padre”. Afirma tres cosas al respecto. Primero, que las ovejas les han sido dadas por el Padre. Entonces, el Padre eterno es la fuente y origen de todo “don”, de toda gracia y favor; segundo, Jesús parece subrayar la grandeza sin par del “Padre” al estar por encima de todo y de todos. Sin duda, subraya aquí, con términos sencillos, la absoluta superioridad y la excelsitud de Dios, realidades del Supremo Ser Divino que en el pensamiento humano se identificarán con la “omnisciencia” y la “omnipotencia”. Tercero, las cualidades mencionadas en precedencia explican que las ovejas entregadas por el Padre a Jesús no pueden ser sustraídas del poder del Padre porque no hay fuerza o potencia capaz de competir con él. Dicho de otro modo: Las personas que se adhieren a Cristo-Jesús tienen la garantía de la protección y la salvación del Padre eterno.

Al final de esta parte de su discurso, Jesús formula una sentencia lapidaria que confirma su identidad: “Yo y el Padre somos uno” (Jn 10,30). Con esta afirmación, Jesús no solo quiere dar a entender que tiene con el Padre un “poder común” sino deja entrever un misterio de unidad más amplio y más hondo que revela su propia identidad divina, absolutamente superior, en el mismo nivel del Padre. Eso es exactamente lo que comprendieron los “judíos”, razón por la cual trajeron piedras para lapidarlo (Jn 10,31) y le acusaron de “blasfemo” (Jn 10,33b); y ante la pregunta de Jesús que les interrogó sobre qué “obra buena” intentaban matarle, ellos respondieron: “No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia, y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios” (Jn 10,33). Para sus adversarios, con esta autoproclamación, Jesús “firmó” su sentencia de muerte porque se arrogó para sí mismo el sitial, el honor y la majestad que solo corresponden, según la Torá, al creador del universo y del género humano.

Brevemente: El texto del Evangelio propuesto por la Iglesia —para este “domingo del buen pastor” (o “pastor auténtico”)—  subraya, ante todo, la necesidad de que los pastores se configuren y se adecuen a Jesús, “modelo de pastor”, “pastor probado”, “genuino pastor” poniendo como interés principal de su ministerio a sus ovejas, a su grey, al pueblo de Dios que se le ha confiado. Esta “autenticidad” se refiere, en primer lugar, a la predicación del evangelio, al anuncio de la Buena Nueva, a tiempo y a destiempo, misión evangelizadora y profética que no pocas veces supondrá poner en riesgo la propia vida. No cabe duda de que, en segundo lugar, la misión de la predicación deberá ir acompañada por el testimonio de vida que garantice y confiera credibilidad a las enseñanzas. El pastor debe ser, en efecto, una persona creíble, “digna de crédito” y de confianza. El pastor auténtico o (“buen pastor”) tiene la certeza que le precede el único y verdadero “pastor”, Cristo muerto y resucitado, donador de la “vida eterna”.

Click para comentar

Dejá tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Los más leídos

error: Content is protected !!