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Opinión

“Con Espíritu Santo y fuego”

“Como la gente estaba expectante y andaban todos pensando para sus adentros acerca de Juan, sino sería él el Cristo, declaró Juan a todos: ‘Yo os bautizo con agua. Pero está a punto de llegar alguien que es más fuerte que yo, a quien ni siguiera soy digno de desatarle la correa de sus sandalias; él os bautizará con Espíritu Santo y fuego’… Toda la gente se estaba bautizando. Jesús, ya bautizado, se hallaba en oración, cuando se abrió el cielo, bajó sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma, y llegó una voz del cielo: ‘Tú eres mi hijo; hoy te he engendrado’.

[Evangelio según san Lucas (Lc 3,15-16.21-22); Domingo, “Bautismo del Señor”].

El texto evangélico que la liturgia de la Iglesia propone para nuestra reflexión dominical comienza indicando la expectación “popular” (griego: laós)) respecto al advenimiento del Mesías. En efecto, el verbo griego prosdokáō (en participio presente activo) indica la actual “espera”, la “tensión” y el “suspenso” por la inminente aparición del largamente esperado Ungido. El autor del Evangelio, además de la expectativa, da cuenta del íntimo pensamiento de la gente porque “todos andaban pensando en sus adentros” que Juan el Bautista era el Mesías: ¿Por qué el pueblo abrigaba la idea que el hijo de Zacarías e Isabel sería el enviado prometido desde los inicios de la historia de Israel? Como el texto no lo dice, para responder es necesario recurrir al auxilio de otros pasajes de Lucas y de los demás evangelios canónicos.

Sin duda, un aspecto importante era la sensación pública que causaba la personalidad de este profeta. Adusto y sobrio, vivía según el código de una vida ascética, pues ayunaba, no comía alimento corriente ni bebía vino (Lc 7,33). Vestía un manto y una prenda tejida con piel de camello, sujeta a la cintura con un ceñidor de cuero, asemejándose así al profeta Elías. No pretendía ser otra cosa que la anónima “voz que clama en el desierto” (Mc 1,3). Otro aspecto es la calificación que el propio Jesús —describiendo su temple y su coraje— dijo a la gente de Juan: Que no vivía en los palacios sino en el desierto (ámbito de encuentro con la palabra de Dios); que no era “una caña agitada por el viento” (un pabilo vacilante), es decir, hombre firme y claro; no manipulable y de notoria sencillez. Fue el “hombre más grande nacido de mujer” (cf. M·t 11,7-15); “testigo de la verdad” (Jn 5,33); “era la lámpara que arde y alumbra” y todos quisieron disfrutar un instante de esa luz (Jn 5,35).

Con todo, para destrabar la duda y no crear falsas expectativas, Juan declaró a la gente que había alguien “más fuerte que él” (griego: ho isjuróterós mou). Por tanto, el bautismo que él practicaba era “con agua”, preparatorio, provisional. Sin embargo, aquel cuya llegada era inminente bautizará con “Espíritu Santo y fuego” (Lc 3,16), es decir, el Espíritu que será derramado, en forma de lenguas de fuego, el día de Pentecostés, que llevará a su plenitud el proceso de purificación y depuración anunciado por el Bautista. Con el fin de definir su relación con el Cristo esperado, declara su “indignidad” para cumplir —respecto a él— el más humilde de los servicios: “a quien ni siquiera soy digno de desatarle la correa de sus sandalias” (Lc 3,16).

Seguidamente, san Lucas informa que “toda la gente se estaba bautizando” y que también Jesús fue bautizado (Lc 3,21). Aunque el autor no menciona el río Jordán se lo presupone (cf. Mc 1,9). Tampoco se menciona quién bautizaba. Espontáneamente pensamos en Juan el Bautista como relata san Marcos y san Mateo (Mc 1,1-8; Mt 3,1-12), pero en Lucas, cuando la gente y Jesús se bautizaron, Juan ya estaba en prisión por orden del tetrarca Herodes Antipas (Lc 3,19-20). Esta asimetría en los relatos sinópticos se debería al propósito de cada evangelista que escriben para distintos destinatarios. Un dato también novedoso de Lucas es la mención de que Jesús cuando fue bautizado “estaba en oración”, es decir, en relación con el Padre. De hecho, los momentos relevantes de la vida y del ministerio de Jesús están marcados por la oración.

En la descripción de san Lucas, el cielo “se abre” (anoigesthai). Esta observación del evangelista, ¿nos permite inferir que el cielo estaba “cerrado”? Podríamos suponer que —de algún modo— la comunicación del pueblo (y sus autoridades) con Dios ha venido a menos. Esa apertura permitirá, principalmente, la bajada del Espíritu sobre Jesús que, según el tercer evangelista fue en “forma corporal como una paloma” (Lc 3,22). Esta indicación, propia de Lucas, invita a comprender que ese acontecimiento tuvo las notas de la visibilidad. Es decir, el descenso del Espíritu se concibe como un suceso perceptible e inteligible. La figura de la “paloma” representa la acción dinámica y la efusión del Espíritu de Dios que se “derrama” sobre Jesús. Esa apertura del cielo, además, es indicativa de que comienza una nueva etapa, de que Dios quiere reanudar la comunicación con Israel y con toda la humanidad.

En la parte conclusiva del texto, después de la efusión del Espíritu, el evangelista narra que “llegó una voz del cielo: “Tú eres mi hijo; hoy te he engendrado”, texto tomado del Sal 2,7, salmo regio que se refiere al Rey-Mesías, entronizado para establecer el Reino de Dios en el mundo. De esta manera, la declaración de la mesianidad de Jesús no proviene de un decreto humano ni de una autoproclamación, sino de la trascendencia, del ámbito propio de Dios, que señala no solo la relación de filiación de Jesús respecto a Dios sino también que ese Dios lo ha “engendrado” y lo ha constituido responsable de su proyecto salvífico.

En resumidas palabras: la finalidad principal de la escena del bautismo de Jesús, en la redacción de Lucas, consiste en una proclamación, ratificada por el cielo, de la identidad de Jesús como “Hijo” e, indirectamente, como “Siervo del Señor”. La bajada del Espíritu sobre Jesús es una preparación de su ministerio público, cuyo “comienzo” queda reseñado en el contexto inmediatamente siguiente (cf. Lc 3,23). La presencia del Espíritu, que llena a Jesús, volverá a mencionarse en Lc 4,1.14, cuando su ministerio sea sometido a prueba. El bautismo “con Espíritu Santo y fuego” que Jesús nos trae indica la trasformación total de quienes serán sus discípulos y le seguirán por el camino de la historia. Por eso, el cristiano, el auténtico creyente, deberá someterse a una “metamorfosis” completa (ideas, pensamientos, esquemas mentales, actitudes, acciones, objetivos, etc.), dejándose conducir por el Espíritu Santo. Así el bautismo conferido por Juan es una preparación, una solicitud de cambio y de conversión en preparación para un bautismo superior; y el bautismo que trae Jesús está signado por el padecimiento y la vía dolorosa que conduce al martirio como supremo testimonio de fe en Dios. En este sentido, ante su pasión, el Señor dijo: “Con un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y qué angustiado estoy hasta que se cumpla!” (Lc 12,50).

 

 

 

 

 

 

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