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Opinión

La presencia de Jesús resucitado en medio de sus discípulos y la duda de Tomás

19Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos, se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: “La paz con vosotros.”20Dicho esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.21Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros. Como el Padre me envió, también yo os envío.”22Dicho esto, sopló y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo.23A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.”24Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Los otros discípulos le decían: “Hemos visto al Señor.”25Pero él les contestó: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado, no creeré.”26Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Se presentó Jesús en medio estando las puertas cerradas, y dijo: “La paz con vosotros.”27Luego dice a Tomás: “Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente.”28Tomás le contestó: “Señor mío y Dios mío.”29Dícele Jesús: “Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído.”30Jesús realizó en presencia de los discípulos otros muchos signos que no están escritos en este libro.31Éstos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre.

[Evangelio según san Juan (Jn 20,19-31); 2º Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia – Octava de Pascua]

El evangelio propuesto para este domingo nos presenta dos episodios: En el primero, Jesús se hace presente en medio de sus discípulos; y en el segundo, se concentra en el personaje Tomás, uno de “Doce”, “Once” en ese momento. La escena tiene lugar en Jerusalén donde los discípulos estaban reunidos, a puertas cerradas, “por miedo a los judíos”. Jesús “vino” y “se puso en pie” en medio de ellos…dice el evangelista. El verbo de movimiento “venir” y la postura “en pie” evocan la posición de triunfo sobre el estado yacente que significa la muerte. El evangelista nos da a entender que Jesús puede hacerse presente a los suyos siempre que quiera. Él les saluda con la expresión “paz a vosotros” que no coincide con el šalóm acostumbrado de los judíos, tampoco es un simple deseo que se traduciría erróneamente por “la paz esté con vosotros”; el saludo de Jesús es el don efectivo de la paz, como un don divino porque según el Antiguo Testamento el Mesías es el “Príncipe de la paz” que, según los oráculos de antaño, de Isaías y Miqueas, establecerá una paz sin fin. Por eso, la paz que concede no es como la da el mundo; es una paz suya, personal, mesiánica; signo de que comenzaba una nueva era, un tiempo nuevo.

Dicho esto, mostró sus manos y su costado, secuelas de su crucifixión; pruebas irrefutables de que no era un fantasma sino él mismo;  y entonces los discípulos se llenaron de gozo al ver al Señor. El Resucitado, a continuación, pronuncia la proclama misionera: Así como el Padre le envió a Él, el Enviado por excelencia, él envía a los suyos. Entonces, la misión viene de Dios mismo que quiere dar la vida al mundo por medio de su Hijo y a través de sus discípulos. Dicho esto “sopló sobre ellos y dijo: Recibid el Espíritu Santo” (v. 22), un gesto que reproduce el acto primordial de la creación del hombre, como se dice en Génesis 2,7: “Entonces el Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra, sopló en su nariz un hálito de vida, y el hombre se convirtió en un ser viviente”. El Creador “insufló (en el hombre) un aliento vital”, repite la Sabiduría (15,11), lo cual significa que el hombre sólo existe pendiente del soplo de Dios. Así, el acto de Jesús implica una “nueva creación”; pues Jesús glorificado comunica el Espíritu que hace renacer al hombre, dándole a compartir la comunión divina. El soplo del Resucitado es un soplo de vida eterna.

Luego Jesús declara: “A quienes perdonéis los pecados, se les perdonarán; a quienes se los retengáis, se les retendrán” (v. 23).  Con esta solemne concesión, se afirma el proceso de abolición del pecado en el mundo que debía caracterizar a la alianza definitiva. “Perdonar” o “retener” significa aquí la totalidad del poder misericordioso transmitido por el Resucitado a los discípulos. De este modo, Dios perdona en el instante que los discípulos perdonan.

A continuación, entra en escena el apóstol Tomás, un personaje notable que ha perdurado  en la memoria de los tiempos como “el que duda”; un discípulo que al no aceptar el testimonio de sus hermanos, se aferraba a sus convicciones pero ante la evidencia supo ceder lealmente. Con todo, la reacción inicial de Tomás es la del escéptico; un escepticismo natural del hombre que ante el anuncio inaudito de la victoria sobre la muerte, como los atenienses ante Pablo de Tarso, no da crédito a un anuncio de tal envergadura. Al pretender verificar mediante el tacto la realidad de un cuerpo resucitado, Tomás exige tener una experiencia de un mundo maravilloso; en claro contraste con el comportamiento meditativo y creyente del “discípulo amado” que creyó ante el sepulcro vacío y ante los lienzos abandonados (Jn 20,8). “Ocho días más tarde”, es decir, el domingo siguiente, Jesús se presenta de nuevo, “mientras estaban cerradas las puertas”. A continuación se dirige a Tomás y le ofrece satisfacer sus exigencias, pero es para invitarlo a una opción mucho más profunda. De ahí la exhortación: “¡Deja de mostrarte no creyente; más bien (muéstrate)creyente”. Entonces, Tomás proclama una confesión absoluta: “¡Señor mío, y Dios mío!” que manifiesta la profunda adhesión del discípulo que reclamaba pruebas y evidencias.

Porque me ves, crees” – le dice Jesús- y añadió: “¡Dichosos los que no han visto y han creído!”. Con esta manifestación de Jesús, queda claro que la primera frase se refiere a Tomás (“porque me ves crees), con cierto tono de reproche; y la segunda se refiere a la fe de los discípulos venideros. El texto finaliza con una reflexión del evangelista que habla de los muchos signos realizados por Jesús que no están registrados en el presente evangelio; pero respecto a los signos que están escritos, afirma que fueron registrados con el fin de suscitar la fe en Jesús, presentado aquí con dos títulos cristológicos: Mesías e Hijo de Dios. La fe depositada en el Enviado de Dios es la que permitirá tener “vida en su nombre”, culmina diciendo el autor.

Según la carta a los Hebreos, “la fe es garantía de lo que se espera; la prueba de lo que no se ve. Por ella fueron alabados nuestros mayores” (Hb 11,1). La fe es la respuesta a la propuesta de Dios, mediante Cristo. En la historia bíblica, en la historia de la Iglesia y en el mundo contemporáneo, hoy entre nosotros, hay varios grados de fe. En primer lugar, hay gente sin fe; que se niegan a creer; porque en su razonamiento afirman que Dios no existe, que Cristo no es el enviado de Dios; existen hombres y mujeres de poca fe (según el estatuto de la “oligopistía”) como los apóstoles y discípulos, que no creían en los testimonios; como santo Tomás, que necesitaba pruebas y evidencias; están también los creyentes, como muchos en el pueblo de Dios, personas que con su fe sencilla, y humilde abren sus mentes y sus corazones a la inmensidad de Dios y pide su auxilio y su ayuda para sostener sus vidas y sortear los momentos de pruebas. Están los de “gran fe”, es decir, aquellos que tienen fe madura y probada, como el Centurión romano y la mujer siro-fenicia, alabados por el mismo Cristo.

Para concluir, podemos preguntarnos, a la luz del evangelio: ¿cuál es mi grado de fe? ¿Cuál es mi nivel de adhesión al Señor Jesús resucitado? Soy como los saduceos, fariseos y escribas que no creían en Jesús?; o como algunos discípulos que tienen poca fe; ¿soy un creyente que vive adherido a Cristo en la vida cotidiana o me caracteriza una fe inconmovible, a toda prueba, como la del Centurión o la mujer cananea? Hoy en el Día de la Divina Misericordia, no sólo corresponde proclamar como Tomás: “Señor mío y Dios mío” porque nuestro Dios es magnánimo y benevolente, sino también como aquel personaje del Ev. de Marcos, padre del muchacho que tenía un “espíritu mudo” gritar a Jesús, desde el fondo de nuestro ser: “creo Señor, pero ayuda a mi poca fe” (Mc 9,24). Que el Señor lleno de misericordia, leal y siempre fiel nos otorgue mucha fe para transitar este tiempo tan particular de la Pandemia.

 

 

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