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Opinión

Jesús vino para salvar al mundo

Evangelio según San Juan

Evangelio según San Juan

“…y del mismo modo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo unigénito para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él  no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo unigénito de Dios. Y el juicio consiste en que la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal odia la luz y no se acerca a ella, para que nadie censure sus obras. Pero el que obra la verdad, se acerca a la luz, para que quede de manifiesto que actúa como Dios quiere”.

(Evangelio según san Juan [Jn 3,14-21]; 4º Domingo de Cuaresma)

En el “monólogo” de Jesús – en el marco del diálogo con el magistrado judeo-fariseo Nicodemo – que nos presenta hoy la Liturgia de la Palabra – se indica, en el fondo, la imposibilidad para el hombre de obtener la vida por las propias fuerzas. En Jn 3,13, en efecto, Jesús afirma: “Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo: el Hijo del hombre” (cf. Dt 30,12; Sab 9,16-18). Por tanto, él es el único que une el mundo de Dios con el mundo humano. Jesús niega toda subida al cielo (“nadie ha subido al cielo”) con el fin de oponerse, probablemente, a los “visionarios” de la tradición apocalíptica que, gracias a un viaje imaginario a las regiones celestiales, pretendían traer de allí sus “secretos”. Con todo, indica que se da una excepción: “excepto el que bajó del cielo, el Hijo del hombre”; en otras palabras, el Hijo del hombre puede revelar las epouránia, es decir, las “realidades celestiales”. Él es el único revelador autorizado.

El itinerario del Hijo del hombre se anuncia con la ayuda del giro tradicional: “es preciso”, “es necesario” (en griego: deî). “Es preciso que sea levantado”, que sea “elevado” (Jn 3,14). Para la comunidad primitiva este último término equivale a “ser glorificado” o “exaltado” a la derecha de Dios. Es lo que anunciaba la profecía de Isaías sobre el Siervo: éste “será elevado y plenamente glorificado” (Is 52,13). Tanto en Pablo como en los sinópticos, la cruz, considerada en sí misma, es sufrimiento y humillación. Aquí, el Evangelio de san Juan ofrece una aportación capital a la cristología del Nuevo Testamento: la cruz misma manifiesta a los hombres la gloria escatológica de Cristo. Es decir, la “cruz” en la que Cristo fue crucificado, instrumento pagano de suplicio, no es considerado en Juan como herramienta de tortura y de muerte sino de exaltación y ensalzamiento.

Según el relato de Nm 21, los hebreos atormentados en el desierto por el hambre y la sed se habían quejado de Dios y de Moisés; por ello habían sido castigados con la mordedura mortal de la serpiente de fuego. Pero, por orden de Yahwéh, Moisés había levantado una serpiente de bronce en un estandarte y había proclamado: “Todo el que haya sido mordido (por una serpiente) y lo mire seguirá con vida (Nm 21,8). Condición exigida: fijar la mirada en el estandarte que sería para ellos fuente de vida. A lo largo de los siglos, esta serpiente de bronce se había convertido en objeto de un culto idolátrico, por eso Ezequías ordenó destrozarla (2 Re 18,4) y el autor de la Sabiduría puso empeño en explicar que los hebreos tenían allí tan sólo un “signo” (griego: sýmbolon) de la salvación: “El que se volvía hacia ella no se salvaba por lo que miraba, sino por ti, el Salvador de todos” (Sab 16,7).

A la lectura cristiana le bastaba con dar un paso para ver en Jesús el “anti-tipo” (lo significado) de la serpiente elevada (el significante) que cura de la muerte; así en la Carta de Bernabé se dice: “Moisés modeló un tipo (týpon) de Jesús.

En el v. 15 se plantea una condición para tener la vida: “creer” (griego: pisteuō). En cierto sentido no se cree en el Hijo del hombre, sino en el Hijo de Dios. Sin embargo, importaba subrayar que ese Hijo único es un Hijo elevado en la cruz. He aquí por qué el Evangelio de san Juan explicita más tarde que la fe consiste en un “ver” al crucificado: “Verán al que traspasaron”(Jn 19,37).

Dios está en el origen del designio de salvación. En el corazón de todo, y más especialmente del papel del Hijo del hombre y de su camino hacia la cruz, se encuentra a Dios que ama al mundo. Que “Dios ame al mundo” es una expresión única que pertenece a la primera parte del cuarto evangelio; en la segunda (que comienza con el capítulo 13) no se hablará más que del amor del Padre a los discípulos. La afirmación sitúa a Dios y su amor como la realidad fundadora, absoluta. No se sugiere ninguna reciprocidad por parte del mundo. El amor lo precede todo. El Dios que ama tiene exclusivamente como designio la salvación y la vida.

Desde el “Prólogo” del Evangelio (Jn 1,1-18), el lector sabe -por lo demás- que el mundo “fue hecho por él (el Logos)” y que “el mundo no lo conoció (Jn 1,10). Sobre este trasfondo, el amor de Dios aparece como duplicado frente a la situación arriesgada del “mundo”. En realidad, el horizonte es aquí ampliado; el don del Hijo incluye toda su trayectoria en este mundo: su bajada, su ministerio en obras y palabras, su “elevación”, su presencia continuada por el Paráclito.

Los vv. 16-17 ponen de relieve la finalidad del don de Dios: en el v. 16 la vida eterna de los creyentes, en el v. 17 la salvación del mundo entendida como salvación definitiva. La frase del v. 17 que inscribe el envío del Hijo dentro de un giro negativo, muestra con claridad que el pensamiento dominante es el proyecto de Dios a favor de los hombres, a los que quiere vivificar con su propia vida. Con esta técnica literaria se quiere poner de relieve, por contraste, el carácter absoluto del lado positivo. Preparan además la alternativa por la que se indica, inmediatamente después, la consecuencia para los hombres de la presencia del Hijo en este mundo: el que cree en él “no es juzgado”, mientras que el que se niega a creer “ya está juzgado” (v. 18).

El verbo “juzgar” pertenece al lenguaje bíblico, según el cual al final de los tiempos tendrá lugar el “juicio” que se llama “final”; ese juicio decidirá el acceso a la vida o su pérdida definitiva. En nuestro texto el comportamiento del que dependen cada uno de los dos resultados consiste por entero en la respuesta del hombre frente al “Enviado de Dios”. Otra característica capital: la vida eterna y el juicio de condenación no están reservados para el final de los tiempos, sino que se realizan en el presente, desde el encuentro con Jesús. Creer en él es ya inmediatamente “tener la vida”; al revés, con la negativa a creer, el hombre se auto determina por la muerte (definitiva) que implica bíblicamente el verbo “ser juzgado”.

En resumen: Jesús vino al mundo para salvar a la humanidad. Esa es su meta, la misión que Dios le encomendó. ¿Qué debe hacer al respecto el ser humano? Y simplemente aceptar ese inmenso regalo. Y ese obsequio amoroso de Dios se acepta mediante la “fe” en Jesús; mediante la adhesión a la persona del Hijo del hombre. Por eso, no creer en él implica muerte. En suma: el resultado –vida o muerte– para la humanidad depende, por tanto, de la fe en Cristo (cf. Jn 3,19-21).

 

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