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El Código de Santidad de la Nueva Alianza

“Y le siguió una gran muchedumbre de Galilea, Decápolis, Jerusalén y Judea, y del otro lado del Jordán. Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: “Bienaventurados los pobres en el espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros”.

(Evangelio según san Mateo 4,25—5,12; XXXI Domingo del Tiempo Ordinario; Solemnidad de “todos los santos”)

Las “bienaventuranzas” – que introduce el primero de los cincos discursos de Jesús en el Evangelio de san Mateo – constituyen un conjunto de declaraciones de “dicha” y de “felicidad” de los discípulos de Cristo. “Gozo” y “alegría” por ser ciudadanos del Reino de los Cielos que, al adherirse a Cristo, cumplen la voluntad de Dios, viviendo ya según la lógica del amor, de la verdad, de la justicia, de la paz, de la misericordia y de la rectitud. En realidad, se trata del “preámbulo” de la Carta Magna del Reino, del nuevo código de la santidad porque describe y refleja la identidad de Cristo. Es el discurso programático de Jesús presentado a una muchedumbre congregado en un “monte”, signo referencial, en la tradición bíblica (Ex 19,20; Dt 4,48), del encuentro con Dios; y con un público representativo que incluye un micro-universo de judíos y paganos, creyentes y gentiles, provenientes de todas las regiones (Mt 4,25).

En la primera bienaventuranza, Jesús proclama “felices a los pobres en el Espíritu porque de ellos es el reino de los cielos”. Pobre es el que no tiene vestido, casa, pan y libertad; pero también es aquel que confía totalmente en Dios. Estamos ante una pobreza como opción en cuanto que es un estado que resulta de la conducción del Espíritu.

Así, la pobreza viene a ser una actitud existencial que contrasta con la autosuficiencia humana e implica una total dependencia de Dios y de sus dones y que se expresa a través de la pobreza material. En la misma línea están los “pobres” del profeta Sofonías que buscan la justicia y la humildad (Sof 2,3). Su única riqueza es Dios; por eso, aunque pueden no tener nada, en realidad lo tienen todo. Esta primera bienaventuranza es como la portada que prepara las siguientes. Es la declaración básica de felicidad que posibilitará las demás. En la segunda bienaventuranza se declara “felices los mansos porque ellos poseerán en herencia la tierra”.

El manso es aquel que desiste de la ira ante el agresor, el que no sigue los pasos del malvado ni se acalora contra el que prospera ni presta oídos al que urde intrigas; es como Jesús, “manso y humilde de corazón”. El manso confía solamente en la heredad del Señor. Porque no son “dominadores”, porque no agreden ni se ponen por encima de los demás, por eso heredarán la tierra.

En la tercera bienaventuranza, Jesús declara “felices los que lloran (a los afligidos) porque serán consolados. La aflicción y el llanto en la tradición bíblica son el producto del luto, de una catástrofe, o del temor, o de una opresión injusta. Los afligidos forman parte del grupo de pobres que Dios promete liberar (Is 61,2). Lázaro afligido como mendigo, después de la muerte recibe consolación (cf. Lc 16,25). La razón de la felicidad es la consolación de Dios.

En la cuarta bienaventuranza, Jesús proclama “dichosos” a los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados”. Hambre y sed son necesidades espontáneas y elementales del ser humano. Se trata de un deseo que requiere satisfacción inmediata. Sin esa satisfacción, en un lapso breve de tiempo, la vida del hombre se expone a la muerte. Es una necesidad fuerte y natural. Entonces, hambrientos y sedientos de la justicia son aquellos que han hecho del cumplimiento de la voluntad de Dios la máxima aspiración y realización de la propia vida, hasta tal punto que su búsqueda resulta vital para ellos, para su sobrevivencia, como el comer y el beber. La recompensa consiste en la saciedad, en la comunión plena y definitiva con Dios y con los hermanos. 

En la quinta bienaventuranza, Jesús declara “felices a los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia”, es decir, a aquellos que – como el buen samaritano – son capaces de socorrer y de auxiliar – con los recursos que posee – al necesitado con el que se encuentra en el camino de la vida. La misericordia no es un simple sentimiento de conmiseración; implica acción oportuna y eficaz en favor de los demás.

En la sexta bienaventuranza, Jesús declara “dichosos a los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”, es decir, a aquellos que son rectos, ecuánimes y coherentes con la fe que profesan; aquellos que instauran relaciones justas con sus hermanos como fruto de una conducta íntegra, no contaminada por la malicia, el rencor y el pecado (Jer 31,33). Se les promete la visión de Dios que  no consiste solamente en una percepción visiva sino en la experiencia totalizante de su presencia vivida en una existencia de comunión y de total sintonía con Dios.

En la séptima bienaventuranza, Jesús proclama “felices a los constructores de la paz (o pacificadores)”. Estos no son – ni hay que confundirlos con –  los “irenistas” quienes, a toda costa, procuran evitar conflictos negociando aún sus propios valores y principios. Los “constructores de la paz” tampoco se identifican con los jefes o líderes que emplean la vía diplomática para resolver conflictos. “Constructores de la paz” son aquellos que poniendo en movimiento la justicia, la caridad y la reconciliación diseñan e instauran un futuro mejor y una convivencia más fraterna entre todos. Los pacificadores “serán llamados hijos de Dios”, es decir, aquellos que están ligados a Dios por una relación íntima y profunda. La obra de paz alcanza su plenitud en el amor al enemigo.

En la octava y última bienaventuranza, Jesús declara “felices a los perseguidos por causa de la justicia porque de ellos es el Reino de los Cielos. No cualquier persecución hace del perseguido un bienaventurado. Solo por causa de la justicia; justicia realizada por aquel que actúa en conformidad con la voluntad de Dios. Los discípulos sufren persecución a causa de Jesús porque su actuación contraviene la lógica del mundo. El cumplimiento de la justicia está en estrecha relación con Jesús, el revelador definitivo.

Los perseguidos por causa de la justicia se asocian a todos los mártires, desde Abel hasta Zacarías (cf. Mt 23,34-35); ellos se hermanan al destino del crucificado. Por eso, les corresponde el Reino, la misma promesa de la primera bienaventuranza (“los pobres en el espíritu”). La persecución no se reduce, únicamente, a la extrema modalidad de la muerte violenta; pues puede tomar varias formas: insulto, maledicencia, difamación, calumnia, opresión, etc.

Brevemente: Las bienaventuranzas, estado de felicidad de quienes viven el proyecto de santidad de la Nueva Alianza, se puede sintetizar con el amor- agápē, es decir, con el amor oblativo y desinteresado con relación al hermano, al prójimo, incluido el enemigo, o cualquiera con el que uno se encuentra en el camino de la vida. Los valores que concretan el proyecto de santidad de Jesús pueden manifestarse en los diversos motivos por los cuales el Señor proclama dichoso a un discípulo: Humildad, mansedumbre, justicia superior, misericordia, rectitud de conducta, servicio a la causa de la paz; persecución por causa de la justicia. El que asume y vive estos valores es santo, ciudadano del Reino de los Cielos.

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