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El amor a Dios y al prójimo como criterio de discernimiento de la Ley

“Mas los fariseos, al enterarse de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron en grupo, y uno de ellos le preguntó con ánimo de ponerle a prueba: “Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley? Él le dijo: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas”.

(Evangelio según san Mateo 22,34-40, XXX Domingo del Tiempo Ordinario)

El tema del “amor” (en griego, agápē) representa la cúspide de la enseñanza cristiana. Es importante señalar, ante todo, que solo Mateo presenta este episodio en un clima polémico. Los fariseos – representantes de la élite laica de Jerusalén -, de hecho, dándose cuenta que Jesús había refutado a los saduceos – respecto a la controversia sobre la resurrección: Mt 22,23-33), se reúnen; de entre ellos sale un portavoz, un especialista de la ley, cuya intención es poner a prueba a Jesús, motivación que frecuentemente mueve a sus adversarios a acercárseles (Mt 16,1; 19,3; 22,18). El jurista fariseo (cf. Lc 10,25) le plantea una pregunta según el esquema del debate rabínico. El término “maestro” con el que el interlocutor se dirige a Jesús, puesto en el primer evangelio casi siempre en labios de los adversarios, subraya ulteriormente de qué manera el clima del episodio resulta conflictivo.

El interrogativo concierne al problema hermenéutico de la “jerarquía” de los mandamientos, típico debate entre los expertos de la ley. Existían, de hecho, seiscientos trece preceptos, entre los cuales trescientos sesenta y cinco eran negativos y doscientos cuarenta y ocho eran positivos. Ellos creían en la necesidad de crear una jerarquía o grado en orden de importancia entre los preceptos y distinguían entre preceptos graves y leves, pequeños y grandes, generales y específicos (cf. Mt 5,19; 23,23).

El interés por la búsqueda del más grande – o más importante – de los mandamientos corresponde a la preocupación de encontrar un principio unificador de las varias formulaciones de la voluntad de Dios. Las raíces de esta búsqueda se hallan ya  en el libro del Deuteronomio y en la tradición profética (cf. Miq 6,8). A Rabí Hillel, en el año 20 d.C. (c.a.) se atribuye la siguiente sentencia: “No hagas a tu prójimo aquello que es odioso para ti, esto es toda la ley, el resto es solo explicación”. Un siglo después el rabí Akiba declara, comentando Lv 19,18: “Tú debes amar a tu prójimo como a ti mismo. Este es un grande y general principio en la Ley”. Así también se atribuye a Simón el justo la siguiente sentencia: “De tres cosas se sostiene el mundo: de la Ley, del (Templo)-servicio y de los actos de amor-bondad” (Abot I,2).

El mandamiento proclamado por Jesús como primario se refiere a Dios: “Amarás al Señor tu Dios”. Se trata de una enseñanza conservada en la tradición bíblica (Dt 6,5) que se le exigía al hebreo piadoso tenerlo presente en su memoria, el cual debía repetir dos veces al día la oración del Shema’: “Escucha Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno…Tu amarás al Señor con todo el corazón”. Las tres expresiones “con todo tu corazón”, “con toda tu alma”, “con toda tu mente”, unidas, evidencian como el mandamiento invita al amor íntegro, indiviso y total del creyente en relación con Dios. El mandamiento del amor ilimitado e incondicionado a Dios recorre todo el anuncio evangélico de Jesús que, revelando su relación íntima y profunda con el Padre (Mt 11,27), invita a sus discípulos a vivir la misma relación.

Al primer mandamiento sigue inmediatamente otro: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. También este mandamiento hunde sus raíces en la tradición bíblica, específicamente en el “Código de Santidad” (Lv 19,18). Jesús comenta este mandamiento en el discurso de la montaña proponiendo un amor no limitado exclusivamente al propio prójimo, sino extendido también a los enemigos (Mt 5,43-48). La novedad de la enseñanza de Jesús no está en haber puesto juntos estos dos mandamientos fundamentales, sino en haberlos asimilado, haciendo del primero el criterio de verificación del segundo y viceversa.

Uniendo el primer mandamiento al segundo, Jesús propone una experiencia religiosa que no se reduce a un misticismo, ni mucho menos a una forma de pragmatismo. Los dos mandamientos para Jesús son la síntesis de toda la revelación codificada en la “ley” y en los “profetas”. Esta expresión, de hecho, indica la función del Antiguo Testamento como ámbito de la revelación de la voluntad de Dios. Por tanto, con el doble mandamiento del amor Jesús no viene a abolir sino a dar cumplimiento a la Ley y a los profetas (5,17). Contra una observancia escrupulosa de las prescripciones legales practicada por los fariseos, los cuales pasan por alto los preceptos fundamentales como la justicia, la misericordia y la fidelidad (Mt 23,23), Jesús propone un criterio hermenéutico fundamental, el amor, con el objeto de poder comprender la voluntad de Dios.

Con otras palabras: La pregunta del jurista fariseo dirigida a Jesús – en tono polémico -: “¿cuál es el mandamiento mayor de la ley?, refleja el interés de este grupo por las normativas, pues sus miembros presumen de la observancia escrupulosa de la ley. El formato de la proposición del jurista corresponde al estilo de debates en las escuelas rabínicas. La intención del jurista consistía, según san Mateo, en plantear una “trampa” a Jesús esperando una respuesta equivocada para dejarlo en ridículo o con el fin de encontrar una razón para acusarle y restarle autoridad e incidencia sobre la gente.

El planteamiento es de tipo hermenéutico, de naturaleza interpretativa. La respuesta de Jesús, en pocas palabras, establece que el “amor a Dios” – que involucra a toda la persona y que se verifica en el “amor al prójimo” – aunque sea el enemigo – es el criterio de discernimiento de la ley. Se trata de una gran lección porque con este principio Jesús rechaza la interpretación de la ley según la letra (o “legalismo”) y las diversas manipulaciones que pueden provenir de interpretaciones forzadas de los juristas. Detrás de una sentencia jurídica o una formulación o resolución legal puede esconderse una gran injusticia con un ropaje y una fraseología ambigua y engañosa. Todo jurista y quien administre la ley, ante todo, debe tener presente el espíritu de la ley, atendiendo el bien de la persona en razón de la primacía del “amor a Dios y al prójimo”. Una sentencia “estrictamente” legal puede ser tremendamente injusta.

Pbro. Dr. César Nery Villagra Cantero

 

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