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La dura carrera de obstáculos que le espera a Lula

El vicepresidente electo, Geraldo Alckmin, junto a Lula en uno de los actos de campaña de Porto Alegre. Foto: Infobae

El vicepresidente electo, Geraldo Alckmin, junto a Lula en uno de los actos de campaña de Porto Alegre. Foto: Infobae

El presidente electo de Brasil tomará posesión del cargo en condiciones muy diferentes a las que encontró en su primer mandato hace 20 años.

Todo estaba pendiente de un hilo muy fino hasta que Bolosonaro salió de su marasmo de la derrota y recibió a los siete jueces del Tribunal Superior Federal que fueron a decirle que “o jogo acabou”. Fue cuando el presidente, muy a pesar suyo, aceptó la derrota. Prometió a los jueces que iba a hacer todo por desactivar los innumerables piquetes de sus seguidores en 17 estados y que finalmente hablaría al país. La señal de que el paquete-bomba se había desactivado la dio uno de los jueces con otro guiño futbolero a un periodista que aguardaba en los pasillos: “Bola para a frente”.

Lula da Silva había superado el primer gran obstáculo de esta carrera de fondo que ahora tiene que emprender hasta asumir la presidencia y transcurrir los primeros meses de lo que se parecerán más a un divorcio que una luna de miel. Serán meses duros. No sólo va a tener que enfrentar a la verdad de si Bolsonaro realmente quiere tener una transición ordenada como prometió a los jueces, sino que al mismo tiempo lo estarán tironeando de todos los costados. La experiencia de su anterior presidencia con festejos electorales, aumentos del poderoso Bovespa del 13% y entusiasmo sin par en las calles ya no será la misma. Lula y su Partido dos Trabalhadores son ahora apenas una parte de una gran alianza electoral con un ala derecha de enorme peso, un país quebrado en dos mitades y 33 millones de famélicos.

“Trataron de enterrarme vivo y estoy aquí”, dijo en un discurso jubiloso ante simpatizantes y periodistas el domingo por la noche, y describió la victoria como su “resurrección” política. “A partir del 1 de enero de 2023, gobernaré para los 215 millones de brasileños, no solo para los que votaron por mí. No hay dos Brasiles. Somos un país, un pueblo, una gran nación”, añadió.

Jair Bolsonaro. Foto: Infobae.

Sin embargo, sí hay dos brasiles y uno de ellos está formado por 58 millones de personas que votaron por su rival y que, de acuerdo a sus expresiones en las redes sociales, en las rutas y frente a los cuarteles, no lo quiere para nada y sólo están esperando su fracaso. La fractura en la sociedad entre dos visiones totalmente contrapuestas de cómo resolver los problemas del país no es exclusiva de Brasil, pero es uno de los países donde se cavó más profundo. “Nunca he visto nada igual”, dijo a Veja el expresidente Michel Temer, basándose en la experiencia de haber disputado ocho elecciones (seis para el Congreso y dos como vicepresidente en la candidatura de Dilma Rousseff). “En mi época se registraron algunos actos más agresivos, pero no hubo este nivel de violencia”, afirma.

La gravedad del asunto llegó a los oídos del Papa Francisco que llegó a pedir recientemente a la Virgen de Aparecida que liberara a los brasileños del odio. Nunca se vieron tantos desafíos a las autoridades electorales, que van desde la crítica a la lentitud del TSE para combatir el tsunami de noticias falsas hasta argumentos disparatados sobre la fiabilidad de las urnas electrónicas. Como reflejo de esta confusión, gran parte de los partidarios de Jair Bolsonaro y Luiz Inácio Lula da Silva se dedicaron a descalificar a los opositores, imbuidos del espíritu de guerra del bien contra el mal. Hasta el Mundial de Fútbol, que en Brasil –y buena parte del mundo- fue siempre un catalizador, también se transformó en un motivo de divisiones. La “amarelinha”, la camiseta de la selección se convirtió en una especie de uniforme de campaña de Bolsonaro y los suyos. Y hasta la estrella del equipo nacional, Neymar, se pronunció a favor del presidente y eso hizo que los petistas vean ahora a su seleccionado nacional como un instrumento de la propaganda bolsonarista.

Y como en otros países, la grieta llegó a los más profundo de las relaciones familiares. Una encuesta que hizo Quaest Pesquisa e Consultoria marca en este sentido lo que está sucediendo. Cuando le preguntaron a los encuestados cómo verían si su hija/o se casara con un simpatizante rival, el 41% de los lulistas no quería ver a un hijo casado con un bolsonarista, frente al 33% del otro bando. Para revertir esta situación se necesitarán, indudablemente, de un esfuerzo de los dos lados. No lo podrá hacer solamente Lula por más gobierno plural y dialoguista que constituya. Y ahí está la incógnita de qué hará Bolsonaro. Los analistas brasileños coinciden que una actitud suya de apoyo a la transición ordenada será suficiente como para volver a colocar la espoleta en la granada. “Bolsonaro es capaz, sí, de hacer una especie de conciliación del país. Podrá llevar a los que no son la derecha de raíz a la alineación de nuestros proyectos, porque Brasil necesita que se enfríen los ánimos para avanzar”, asegura el exministro Ricardo Salles, que acaba de ser elegido diputado federal y estuvo en el gabinete de Bolsonaro.

“La primera tarea de Lula desde el punto de vista político será la de formar `alianzas pragmáticas´ con partes del centro y la derecha que compraron la política de su predecesor. Será la única manera de avanzar en el armado de su gobierno. Y eso podría traer también bastante tranquilidad a sus rivales”, explicó Thiago Amparo, profesor de la escuela de negocios FGV de São Paulo en una entrevista con CNN. Claro que esto va a preocupar a los suyos, los auténticos del PT que lo vienen acompañando desde hace 40 años. Estos no sólo fueron a las urnas para sacarse de encima a Bolsonaro sino para regresar a los tiempos mejores de la economía durante la anterior administración de Lula. Y en este sentido es fundamental lo que vaya a suceder con los posibles cambios en la Ley de Reforma Laboral de 2017, que sometió más derechos y beneficios de los trabajadores a la negociación con los empleadores e hizo opcionales las contribuciones sindicales. Lula da Silva había dicho que revocaría la ley, pero recientemente cambió el verbo a “revisar” tras las críticas del sector privado.

Dependerá totalmente de las alianzas que logre en el Congreso a través de los aliados que fue encontrando en el camino electoral como Simone Tebet del MDB, que llegó tercera en la primera vuelta y dio todo su apoyo a Lula para la segunda ronda. Pero “muchos de los escaños que eran de la derecha tradicional ahora los ocupa la ultraderecha, que no está abierta a la negociación y no es fácil de tratar”, advierte Thiago Amparo. En las últimas elecciones, el Partido Liberal de Bolsonaro aumentó sus representantes en la Cámara Baja de 76 a 99, mientras que en el Senado duplicó de siete miembros a 14. El Partido de los Trabajadores de Lula da Silva también aumentó su número de diputados de 56 a 68 y senadores de siete a ocho, pero en general, los políticos de tendencia conservadora dominarán la próxima legislatura. “El PT de Lula tendrá que ir a una coalición con União Brasil -partido de derecha tradicional- para poder gobernar, lo que significa la negociación de ministerios y puestos clave”, de acuerdo a Camila Rocha, politóloga del centro de estudios Cebrap. En esas alianzas en el Congreso se verán, entonces, los primeros movimientos del presidente electo que darán señales de cuán fuerte será su gobierno, qué tipo de programa económico llevará a cabo y si logra bajar la efervescencia social.

Siempre tendrá al famoso Centrão, para negociar y conseguir la estabilidad necesaria. Conocido por su “flexibilidad”, el Centrão (una bancada de partidos de centro que sólo busca sus propios intereses regionales) debería moverse para negociar con el presidente electo, sea quien sea -el bloque parlamentario, conocido por su apetito de cargos y dinero, ya apoyó a Fernando Henrique Cardoso, Lula, Dilma y Temer. “El Congreso está abierto a la negociación, lo que requiere determinación, paciencia y firmeza”, dice Henrique Meirelles, que fue presidente del Banco Central en el gobierno de Lula.

Su alianza electoral ya contiene a líderes de centro y centro derecha, incluidos opositores históricos del PSDB, el Partido Socialdemócrata de Brasil. Entre estos políticos se encuentra su vicepresidente electo, el exgobernador de São Paulo, Geraldo Alckmin, quien es citado por el propio campo de Lula como garantía de moderación en su gestión.

Cientos de personas en una marcha silenciosa pidiendo justicia por la muerte de un chico negro a manos de la policía en Vila Clara, Sao Paulo. Foto: Infobae

Durante la campaña, el presidente electo se mostró reacio a delinear una estrategia económica, una tendencia que le valió duras críticas de sus competidores. Y, obviamente fue aprovechada por su rival. “¿Quién es el ministro de Economía del otro candidato? No hay uno, no dice. ¿Cuál será su ruta política y económica? ¿Más estado? ¿Menos estado? No sabemos…”, dijo Bolsonaro durante una transmisión en vivo en YouTube el 22 de octubre.

Lula sí dijo que presionará al Congreso para que apruebe una reforma tributaria que exima a las personas de bajos ingresos del pago del impuesto sobre la renta. Su relación estrecha en el último tramo de la campaña con Simone Tebet, indica que creará vínculos fuertes con el sector agrícola y la agroindustria brasileña. Tebet dijo en una conferencia de prensa el 7 de octubre que Lula da Silva y su equipo económico habían “recibido e incorporado todas las sugerencias de nuestro programa al programa de su gobierno”. También se rodeó de economistas con los mejores vínculos con el sector financiero como Arminio Fraga, expresidente del Banco Central de Brasil.

De todos modos, se enfrenta a una economía sin crecimiento, con fuerte caída del PBI la precarización de las relaciones laborales, el endeudamiento de las familias brasileñas y el aumento de la dependencia de la exportación de productos agrícolas y minerales de escaso valor añadido. Aunque tiene la suerte de que, por ahora, la inflación se mantiene dentro de los carriles de contención impuestos por el ministro bolsonarista, Paulo Guedes. La gran incógnita es cómo va a hacer para ampliar los programas sociales de ayuda como su emblemático Bolsa Família que mantuvo parcialmente Bolsonaro bajo otro nombre.

La primera señal de que Lula va a cambiar radicalmente la política hacia la conservación de la Amazonía la dará en los próximos días cuando viaje como presidente electo a la cumbre de medio ambiente, la COP27, que se realizará entre el 6 y el 18 de noviembre en Egipto. Allí, la que oficia de garante es Marina Silva, su exministra de Medio Ambiente, que se reconcilió con él y fue clave durante la campaña. Con la destrucción de la selva amazónica alcanzando niveles récord bajo la presidencia de Bolsonaro, Lula da Silva dijo repetidamente durante la campaña que buscará frenar la deforestación. Y en una conferencia con los corresponsales extranjeros en agosto, Lula llamó a “una nueva gobernanza mundial” para abordar el cambio climático y enfatizó que Brasil debería asumir un papel central en esa gobernanza, dados sus recursos naturales. Según Aloizio Mercadante, que lidera los grupos que trabajan en su plan de gobierno, buscarían crear un grupo que incluya a Brasil, Indonesia y Congo –los otros dos países con mayores selvas en el mundo- para presionar a los países más ricos para que financien la protección de los bosques, así como para delinear estrategias para el mercado global de carbono.

Después de cuatro años de ausencia de Brasil del escenario internacional, particularmente en el del medio ambiente donde Bolsonaro era un negacionista, Lula podría encontrar un liderazgo global importante que ocupar y que lo ayudaría tanto a reposicionar a su país a nivel externo como en el frente interno.

Otro reto importante de Lula será reestablecer la preponderancia del poder civil sobre las Fuerzas Armadas y alejarlas nuevamente de la política. Bolsonaro, el mismo un excapitán del Ejército, se rodeó de militares en su gobierno. Son 742, exactamente. Los uniformados ocupan más puestos en la administración pública que durante la última dictadura que sufrió Brasil, entre 1964 y 1984. Y los que no ocuparon puestos, se beneficiaron de los elevados salarios, una mayor participación en el presupuesto federal para la compra de equipos y de un fortalecimiento de su poder político. Ahora, Lula tendrá que devolverlos a los cuarteles y evitar que haya deliberaciones políticas dentro de ellos. Los analistas de Brasilia aseguran que no habrá mayores problemas con los altos mandos “más allá de algún jefe retirado díscolo que haya por ahí”. Será más difícil con los oficiales bajos, suboficiales y cadetes que recibieron una “doctrina bolsonarista”. En esos niveles el nuevo gobierno tendrá una ardua tarea.

También serán fundamentales ciertas señales claras en otros aspectos sociales que pueden ayudar a apaciguar el país. La más importante será promover la equidad racial. La mayoría de sus casi 200 millones de habitantes, el 49,6%, es negra o mulata, mientras que los blancos suponen el 49,4 %. El resto son principalmente indígenas. Y esa mitad de la población afrodescendiente no tiene las mismas oportunidades que la otra. En este sentido es clave devolverle al Ministerio de Educación la capacidad de coordinar las políticas educativas federales que le quitó Bolsonaro. La situación del sector, que ya era precaria, empeoró con la pandemia. Y hablando de Covid, tendrá el desafío de desandar un largo camino de negacionismo hacia la pandemia que lideró con cierto orgullo Bolosnaro. Una política que dejó 688.000 muertos. En el sector de la salud, el presidente electo tendrá que hacer frente a los recortes presupuestarios, a la represión de la demanda de exámenes y cirugías y a la falta de médicos y medicamentos, así como a la caída de la cobertura de vacunación.

Serán 60 días de montaña rusa con velocidad de Usain Bolt hasta la asunción y, después, tres meses de esos que antes se denominaban de “luna de miel”, en la que el nuevo gobernante tenía un margen para acomodar su gobierno. Lula no tendrá ningún tiempo de gracia. Deberá sumergirse de inmediato hasta las mayores profundidades para intentar encontrar las raíces que debe cortar y las quede dejar crecer para recomponer el tejido social roto que lo ungió nuevamente presidente tras pasar 500 días en la cárcel, atravesar el desierto, derrotar a sus adversarios y regresar. Y lo hace como en las películas donde nunca se llega al final. Siempre hay otra lucha. Lula tendrá que enfrentar más peleas que un superhéroe de Marvel en un mundo partido en mitades.

Fuente: Infobae.

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