Editorial
Poder sin límites
En las últimas semanas, la institución del Fonacide, que es un fondo de desarrollo creado por la Ley Nro. 4758/2012 para asignar en forma racional y eficiente los ingresos que el país recibe en concepto de compensación por la cesión de la energía de la Entidad Binacional Itaipú al Brasil, que entre otras cosas se destina a las gobernaciones y municipios para obras de infraestructura en el ámbito escolar y de la alimentación para los niños del país, fue torpedeada sin atenuantes desde sectores del poder que querían darle certificado de defunción y replantear el manejo de los fondos que se destinaban para ello. ¡Y lograron convencer a mucha gente de ello! No por gran pericia comunicativa, sino porque esta vez, muchos sintieron que no se les mentía, que, en efecto, el Fonacide fue, desde el vamos, un árbol que creció torcido y ante la imposibilidad de enderezarlo, mejor sería talarlo desde las raíces.
Son hechos, son datos, los que nos dicen que no ha cumplido su cometido, que luego de más de diez años no ha alimentado ni al 15% de niños que debía de satisfacer y que la mayor parte de los 3.000 millones de dólares han sido dilapidados por el perfecto maridaje entre la corrupción y la falta de control.
Era una buena promesa que ofrecía la posibilidad de integrar todos los programas en una sola administración que los gestione para desde allí ser destinados los fondos de acuerdo a las necesidades particulares de cada región o municipio, pero con mayores y mejores controles que faciliten la transparencia y el logro de las metas propuestas.
No quedó de otra que aplaudir la iniciativa y esperar a que se encuentre la verdadera fórmula que trasparente el uso de fondos encargados en tan altruista objetivo. Pero, ¡oh sorpresa! El pasado martes a la tarde, luego de una reunión en intramuros de un comando de un movimiento interno de la ANR, nos merendamos que esa pútrida institución del Fonacide, a la cual ya se le había dado la extremaunción, seguía y seguirá gozando de buena salud. Es decir, luego de convencernos y demostrarnos que no servía, que solo funcionaba como un botín de la clase política, ahora nos dicen que no está mal que continúe con sus funciones, pero no solo eso, incluso se le agregó una ofrenda más para que el cofre siga rebozando. Ahora se pretende premiar a todos aquellos que mal administraron los fondos del Fonacide, con un nuevo proyecto de ley para que el 100% de lo recaudado en concepto de impuesto inmobiliario sea retenido y ejecutado en los municipios.
Lo anterior de por sí ya es grave, pues el reparto de la recaudación del impuesto inmobiliario no está plasmado en una ley cualquiera, sino en la propia Constitución. Específicamente, en su artículo 169, donde se establece la forma de distribución de los fondos, fruto de ese impuesto. Es decir, para hacerlo hay que arrancarle los candados a la Carta Magna para que pueda ser cambiada. Y la inocente pregunta que se podrían hacer los políticos una vez abierta esa caja de Pandora podría ser: ya que abrimos esto… ¿No podremos también hacer otros “pequeños cambios”, como, por ejemplo: la duración de mandatos o la resistida reelección?
Tampoco hay que obviar otra cuestión. Las elecciones municipales ya no están muy lejos y no hay nada como tener con la panza y los bolsillos llenos a los intendentes que en últimas instancias siempre actúan como arietes políticos en sus respectivas zonas.
Cierran tantas cosas en este entuerto que hasta parece bien planificado.
Estamos viviendo un momento de transformación de nuestra democracia y sistema político. El Parlamento ya no es la palestra donde se debate y sanciona vía leyes el destino del país. Este se dirige desde estamentos extrainstitucionales, respondiendo a intereses ajenos a la mayoría, incluso ajenos a la propia institucionalidad. Fungiéndose en lo que podría ser un poder paralelo con su propia agenda atada a sus propios intereses.
La transformación antes citada, también está enmarcada por otro hecho, que parece no hacer tanto ruido, pero que, en el fondo, es todo un acontecimiento de características telúricas: el PLRA está sumido en los últimos estertores de su propia muerte. Independientemente, a lo merecida o inmerecida que nos pueda parecer dicha suerte para esa institución, no se puede soslayar que el Partido Liberal ha sido durante mucho tiempo la segunda fuerza política de importancia en el país, su ausencia dejará un vacío para el cual, ahora mismo, no existe otro movimiento opositor que pueda llenar y así servir de contrapeso a cualquier intentona de acaparamiento del poder.
De darse la desaparición del Partido Liberal como organismo político de oposición al Partido Colorado, sería el fin del sistema de partidos, para entrar de lleno a un régimen de partido único. Lo cual a su vez, sin el choque dialéctico de partido de gobierno versus oposición, implicaría el fin de la democracia representativa.
El nervio de nuestro sistema político y constitucional, el republicano, que debe sustentarse en la división y equilibrio de poderes y en el que se accede a los cargos en representación de los partidos políticos, de lo contrario se corre el riesgo de que el partido gobernante pierda el Contrapeso. De partido único, por más reconfortante que nos pueda parecer: “Se acabarían las trabas al gobierno de turno” dirán algunos, en verdad difícilmente este tipo de organización termina en buen puerto.
Sin otras perspectivas o visiones, sin debates, sin pluralidad de pensamientos, el único camino es el no caminar, el estancarse o peor aún, el retroceso, tanto de libertades como de transparencia por parte del gobierno. Si gran parte de la población carece de representación, sus voces no serán escuchadas e incluso, será más fácil acallarlas, sin control ajeno, sin competencia, la nueva clase política, fruto de ese mundo monopartidista, no tendrá ni la obligación, ni el incentivo de hacer bien las cosas… ni de ser honestos.
El sistema actual, con todos sus defectos, que son muchos y sobran, sigue siendo mejor que el retroceso a un sistema unipartidista que nos sumirá en muchas más sombras que las pocas luces que nos pueda dar. Porque recordémoslo, el poder corrompe y el poder absoluto, corrompe absolutamente, pero agreguémosle algo más de Waltes Bagehot: No solo corrompe a quienes lo poseen, sino también a quienes están sujetos a él.
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