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Cultura

Un francés en el Paraguay de la posguerra

En 1872, poco después de finalizada la Guerra contra la Triple Alianza, el comerciante francés Louis Forgues visitó el Paraguay, aún ocupado por los ejércitos de Argentina y Brasil. Su relato de viaje apareció originalmente en 1874 en el periódico ilustrado francés “Le Tour du Monde: nouveau journal des voyages”, junto a numerosos grabados basados en croquis del autor. Estos textos fueron recopilados en el libro “El viaje por el Paraguay de 1872”, con traducción y prefacio de Margarita Balansa de Ocampos, cuya segunda edición —a cargo de Editorial Y y Editorial Tiempo de Historia— se presentó esta semana. La obra incluye una presentación de Lorraine Ocampos Balansa que reproducimos aquí, junto a algunos fragmentos del relato de Forgues.

Relato ilustrado de L. M. Forgues en "Le Tour du Monde", París, 1874. Cortesía

Relato ilustrado de L. M. Forgues en "Le Tour du Monde", París, 1874. Cortesía

Presentación
Lorraine Ocampos Balansa

En uno de sus últimos viajes a Francia, Margarita Balansa encontró en un anticuario de Montpellier estas crónicas de viaje de Louis Forgues, publicadas en Le Tour du Monde. Nouveau Journal de Voyage en 1874. Esta misma revista había publicado, una década antes, los Fragmentos de un viaje al Paraguay de Alfred Demersay (1844-1847).

Louis Forgues llegó al Paraguay poco después del final de la Guerra de la Triple Alianza (1865-1870), encontrando un país devastado y aún ocupado por fuerzas aliadas del Brasil y la Argentina. Observador sagaz y escritor ameno, Forgues relató diversas anécdotas de sus viajes con una dosis de sutil humor francés cuando la ocasión lo permitía.

A Margarita Balansa le cautivó la mirada fresca de este comerciante francés y decidió traducir sus crónicas para publicarlas. Esta edición es también un homenaje a ella, quien amó profundamente al país donde nació y vivió la mayor parte de su vida. Como parte de la tercera generación de una familia francesa asentada en el Paraguay desde 1884, Margarita fue educada en Francia desde los nueve años hasta culminar sus estudios en la Facultad de Letras de Toulouse, en 1946. Siempre mostró un espíritu tolerante, abierto y agudo, observando la sociedad paraguaya con una perspectiva crítica e inteligente, y aplicando un toque de humor cuando lo consideraba necesario. Lo hizo con un profundo respeto y sin arrogancia, tal como Forgues al escribir sobre sus experiencias en este país.

Asimismo, es importante recordar a su bisabuelo, Benjamín Balansa, un botánico que llegó al Paraguay en un primer viaje exploratorio entre 1874 y 1877, aproximadamente me­dio siglo después de Aimé Bonpland y casi al mismo tiempo que Forgues. Ambos encontraron un país en circunstancias similares, aunque lo observaron de forma diferente: Forgues, con la mirada de un comerciante aventurero; Balansa, con la de un botánico explorador, cuya misión era descubrir y recolectar especies exóticas en las selvas del Guairá y Caaguazú, tal como lo había hecho en Nueva Caledonia, Asia Menor e Indochina, donde falleció en Hanoi en 1891. Las muestras que Balansa recolectó fueron enviadas cuidadosamente a museos de historia natural de París y Ginebra, así como al Jardín Botánico de Nueva York, donde aún se conservan y son consideradas de gran valor científico.

Cabe destacar que tanto Bonpland, Forgues, como Balansa —al igual que otros europeos que se aventuraron en estas tierras— quedaron fascinados por la biodiversidad de la flo­ra y fauna de los vastos bosques del país, los cuales lamen­tablemente hoy subsisten de manera fragmentada y escasa.

Esperamos que disfruten de esta publicación, un valioso rescate histórico que, a su vez, rinde homenaje a quienes han dedicado parte de sus vidas al Paraguay.

El viaje por el Paraguay de 1872 (fragmentos)

 3 de septiembre [Villa Occidental]

Me levanto con las primeras luces del alba. Delante de mi puerta, desfilan silenciosamente las mujeres de la colonia que van a buscar agua al río con grandes cántaros de arcilla roja como las culatas de las pipas árabes; los llevan sobre la cabeza. Cuando estos cántaros están vacíos, las mujeres tienen una manera pintoresca de llevarlos ladeados como nuestros soldados llevan sus kepis. Su caminar tiene un aire de soltura e indolencia extremadamente gracioso. Drapeadas de una manera encantadora en una tela blanca (el rebozo) escrupulosamente limpia que realza su piel bronceada, van una detrás de la otra, con el paso elástico propio de los pies descalzos. Su traje se compone de una camisa de algodón, bordada alrededor del cuello y de las sisas con lana negra. Esta camisa cae hasta media pierna y está atada alrededor del talle por una cuerda de algodón que sirve de cinto y de corsé. La camisa muy escotada, deja desnuda la parte alta del pecho y sirve de bolsillo para los cigarros, la plata y todo lo que nosotros guardamos en nuestros bolsillos. Todos esos objetos entran por el escote, bajan hacia la cintura donde los retiene la cuerda que aprieta el talle. Por encima de esta camisa, cubriendo la cabeza y los hombros, usan el rebozo de algodón blanco, echado sobre el hombro izquierdo. Pero desgraciadas mujeres, verdaderos adefesios, empiezan ya a reemplazar el rebozo blanco por un chal de cocinera impre­so con flores de colores chillones.

Relato ilustrado de L. M. Forgues en Le Tour du Monde, 1874. Cortesía

Relato ilustrado de L. M. Forgues en “Le Tour du Monde”, París, 1874. Cortesía

Nada hay más gracioso que este desfile silencioso de mujeres descalzas en el traje que acabo de describir con el cántaro coquetamente ladeado sobre la cabeza. Parecen un bajo-relieve antiguo. Las mujeres guaraníes caminan siempre una detrás de la otra con un paso rápido que da enseguida buena opinión de su actividad.

Algunas tienen cuerpos admirablemente proporcionados y, casi todas, lindos dientes; sin embargo, según nuestro punto de vista, el tipo de raza es feo, a causa de la prominencia de los pómulos y de la forma cuadrada del mentón. Grandes ojos negros, sombreados por espesas cejas, cabellos negros como alas de cuervo, pero extremadamente gruesos, a pesar de los cuidados constantes que le dan a su cabellera; estos son los rasgos principales de la paraguaya. Añada a todo esto un andar de diosa que les da un torso graciosamente cimbreante; pero, malogrando el conjunto, un enorme cigarro en la boca, pues las mujeres acá fuman más que cualquier veterano de nuestro ejército. Es asombroso ver mujeres y aun niños de cinco, seis años, con cigarros largos de veinte centímetros, echar bocanadas de humo blanco. Sólo los niños de pecho se abstienen de tabaco; sin embargo, recuerdo haber visto una mujer guaraní, su niño a horcajadas sobre la cadera, procurar apaciguar los gritos del pequeño, poniéndole entre labios, no el seno materno, sino el extremo medio mascullado de su horrible cigarro.

Me citan como cualidades de la mujer paraguaya su fidelidad al compañero que eligió y con el cual muy raras veces está unida por los vínculos sagrados del matrimonio. Destacan también otras cualidades: su gran parquedad de palabras, su limpieza meticulosa, su actividad y su inteligencia. Desgraciadamente, la salud de la paraguaya es deplorable, y toda la población posee por lo menos un germen de enfermedad, controlada, es cierto, por el clima del país, pero que causa terribles accidentes entre los extranjeros.

[…] 22 de septiembre

Esta mañana, a las siete, me encontraba en la estación de ferrocarril de la Asunción, bastante linda construcción, hormigueante de gente a la hora de la partida del tren. Nada más raro que esta gente de aspecto salvaje empujándose alrededor de los vagones y de las locomotoras, máquinas de una extrema civilización.

Ver subir tranquilamente en vagones como los nuestros a mujeres en camisa (el typói) que se sientan frente a usted con el aire más natural del mundo, es un espectáculo muy extraño para un europeo. Cuando digo que los vagones son como los nuestros, desacredito a los paraguayos, ya que estos últimos son más cómodos y más elegantes. Son largos cars norteamericanos que trajeron acá; anchas ventanas dejan ver el paisaje. Doble cielo raso y chimeneas de ventilación dan un suplemento de frescura; si no fuera por las sacudidas que produce la mala colocación de los rieles, uno se creería en uno de los trenes franceses tales como serán sin duda en el año 2000. Otro aporte paraguayo es el agregado, a cada tren, de dos plataformas exclusivamente reservadas a los pobres. Ahí cada cual es admitido gratuitamente con la carga que puede llevar. Un número extraordinario de gente las llenan y cuelgan de ellas tantas piernas que las plataformas desaparecen enteras bajo su carga.

Relato ilustrado de L. M. Forgues en "Le Tour du Monde", París, 1874. Cortesía

Relato ilustrado de L. M. Forgues en “Le Tour du Monde”, París, 1874. Cortesía

Recuerdo un detalle bastante curioso: para impedir que la gente entre antes de la hora, un ingenioso jefe de estación, en vez de puertas y barreras por encima de las cuales la gente treparía a su gusto, dispuso pinceles embadurnados con brea negra y viscosa, que deja manchas horrendas sobre los trajes blancos de las paraguayas; se alejan de ellos como del fuego, pues la limpieza más meticulosa es, como saben, una de sus virtudes cardinales.

Partimos y dejamos detrás de nosotros, sucesivamente, la estación de Trinidad y muchas otras cuyos nombres se me olvidaron. Las estaciones son pequeños ranchos cubiertos de tejas cuya administración no es muy complicada ya que sube y baja muy poca gente y el control se hace durante la marcha. Luque, adonde llegamos hacia las ocho, es un punto bastante importante. Nuestra locomotora carga agua y leña. Los viajeros paran también allí para comer algo. Unas mujeres se agarran a las portezuelas y nos ofrecen bordados de su invención sobre tul europeo o sobre una red especial; botellas de leche bien fresca; y chipá, especie de pan de mandioca elaborado con almidón y huevos. Por el chipá, Luque tiene fama como en nuestro país, Dijon, por el pan de especias y mostaza.

Incidente: el mecánico se apeó de la locomotora para charlar con un amigo sobre el andén; como la conversación se prolonga, los viajeros se impacientan; el mecánico no se inmuta, los viajeros bajan, lo colman de injurias, él no hace caso; es un inglés que sabe ser necesario a la marcha del tren y no le importa absolutamente la tormenta que lo rodea. En fin, cuando charla a sus anchas, mira su reloj, trepa sobre su máquina, da un silbido y ¡adelante! Es claro que, salvo el atraso que nos causó, su impuntualidad no puede tener ningún inconveniente grave: la línea tiene una sola vía y un solo tren sale todas las mañanas de la Asunción; llega a Paraguarí, entre las once horas de la mañana y la una de la tarde, según le plazca al mecánico jefe del tren. Luego regresa uno de Paraguarí a las tres horas de la tarde y llega a la Asunción cuando le plazca a Dios. Es muy cierto que los encuentros son imposibles; vamos a la velocidad media de seis leguas por hora, en medio de un paisaje encantador, desgraciadamente casi completamente desierto. En los alrededores de las estaciones, se agrupan casas de apariencia variada que pertenecen a simples habitantes. Si son antiguas estancias de López, presentan siempre en su construcción, un sello de solidez especial. Fuera de estos pueblitos, la campaña está despoblada y no ofrece para alegrar la mirada los hatos de ganado que son tan lindos de ver en el campo de la República Argentina.

[…] 29 de septiembre

Asistí esta mañana a la salida de misa de la Iglesia de Villarrica. ¡Qué lindo cuadro el de todas las mujeres envueltas en velos blancos, sobre polleras blancas y cortas que dejan ver bellas piernas bronceadas! Mientras dibujo, el jefe político viene a invitarme a almorzar al mediodía. No hay manera de rehusar esta amable invitación.

Salida de la Iglesia de Villarrica. Relato ilustrado de L. M. Forgues en "Le Tour du Monde", París, 1874. Cortesía

Salida de la Iglesia de Villarrica. Relato ilustrado de L. M. Forgues en “Le Tour du Monde”, París, 1874. Cortesía

Esperando la hora solemne, asisto a una pelea de gallos en un lindo circo de madera donde se apretujan cincuenta espectadores singularmente excitados por el horrible espectáculo. Todos los americanos del sur son excesivamente aficionados a este divertimiento bárbaro.

Salvas de petardos chinos me anuncian que mi anfitrión termina los preparativos de su recepción; me dirijo pues hacia la gobernación. Una gran sala de baile precede al comedor y está llena de sillas que esperan a los convidados. Cada cual se sienta a medida que entra en la sala y recibe inmediatamente de las manos del jefe mismo un gran vaso de caña (el ron del país). En fin, entramos en el comedor adornado con flores. Bajo la mesa, duerme un lindo tapir, muy manso que, por su tamaño, se parece a un gran chancho en nuestro país. Sobre el mantel hay platos y cubiertos de asta, grandes vasos para beber un vino de España, seco y áspero. La dueña de casa y su hermana sirven a los comensales, con la ayuda de los guardias paraguayos que componen la escolta del gobernador. Después de varios toasts (brindis), me levanto y en lengua hispano guaraní, bebo a la salud de las lindas niñas de Villa­rrica. Las pocas palabras en guaraní que pronuncio levantan hurras de entusiasmo; además mi brindis sostiene nuestra antigua fama de galantería francesa. Pero ¿qué oigo? En medio del retumbar de un tambor frenético, un clarinetista, después de haber puesto en su boca el contenido de un vaso de caña que escupe en el pabellón de su instrumento para darle fuerzas, empieza a tocar. Adivinen… ¡Una música francesa! La deliciosa melodía “Ah Zut alors ¡Si Nadar est malade…!”

Mientras tanto uno de los convidados deshoja los pétalos de las rosas que adornan la mesa y, a manos llenas, los esparce sobre mi cabeza, deseándome toda suerte de prosperidades. Pasamos entonces a la sala de baile donde, enseguida, se forman parejas que se disponen a bailar habaneras. Las bailarinas como los caballeros fuman enormes cigarros y de tiempo a otro uno de los caballeros deja su pareja para escupir por encima de la cabeza de los asistentes.

[…] 4 de octubre [Mbujapey]

Al amanecer, nos despertamos con el ruido que hacen unos mita’i cuyas cabezas aparecen en la reja de nuestra ventana como calabazas sobre el mostrador de un frutero. Bruscamente, se abre la puerta, es el juez de paz que viene a pedirnos en castellano nuestros pasaportes y los pasaportes de nuestros caballos. La discusión empezada entre mi compañero y el funcionario se vuelve agria. Yo desabrocho el bolsillo donde está mi revólver, sin sacarlo de su funda, me acerco al juez y le digo: «Sepa que somos franceses y no perros paraguayos arrodillados delante del dictador. No necesitamos pasaporte para viajar por el país y no se nos detiene así, en ruta, sin peligro». Inmediatamente, su tono cambia; se confunde en disculpas, diciendo que pedía nuestros papeles únicamente porque tenía orden de hacerlo, y que se da cuenta perfectamente de que somos gente distinguida que no necesita pasaporte.

Desayunamos con huevos duros que nos venden a un peso cada uno y nos vamos, acompañados por las sonrisas del juez y las miradas estupefactas de los escolares; en efecto, hay una escuela en este pueblo perdido y casi desierto.

Atravesamos el arroyo Mbujapey, a cuarto de legua de la capilla (pueblo) y dos leguas más allá paramos en la casa de un buen hombre que a toda costa quiere que durmamos ahí; consentimos a eso para no parecer maleducados y tengo que aceptar su cama mientras que él duerme en el suelo. No sé lo que hubiéramos comido si yo no hubiera matado, en un gran bosque vecino, unas palomas y algunos loros con los que compongo un asado de lo más delicado.

Pudieron los lectores, por los extractos que preceden, tener una idea muy exacta de lo que actualmente es un viaje en el interior del Paraguay. Procurarse un pedazo de pan es un problema; pero hacer quince leguas a caballo en un solo trecho o amenazar a alguien de quemarle los sesos, son cosas que suceden diariamente. Lo que se hace, lo que se ve, es a menudo monstruoso, comparado con nuestras costumbres europeas, y sin embargo no choca ahí donde se lo hace, ahí donde se lo ve.

 

Nota de edición

M. L. Forgues, El viaje por el Paraguay de 1872, prefacio y traducción de Margarita Balansa de Ocampos, Editorial Y/Editorial Tiempo de Historia, Asunción, 2024, 142 páginas.

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