Cultura
Sueños en Off-Side
Sports in Depth
1
Me siento vivo, la vida me llena, me conmueve, me da muchas fuerzas, soy yo de nuevo, recompuesto, ileso, impecable, hermoso. Cómo no celebrar estar aquí, entre tanta gente que desde las tribunas me reconoce, me aclama, me festeja. Mi nombre en todos los carteles y banderolas fuera y dentro del estadio; no sabía cuánto mi anonimato se había transformado en un nombre prestigioso, saludado y hasta querido y venerado por doquier. Ingreso a la cancha, yo solo, sin equipo por ningún lado; eso me desconcierta, pero avanzo a paso ligero hacia el círculo central donde me esperan, sonrientes, los tres árbitros, uno con tarjeta amarilla, otro con una roja y el tercero con una verde. Todo parece fluir perfectamente: yo sigo corriendo hacia ellos mientras con un brazo alzado les hago a los hinchas unas señas complicadas que no sé muy bien qué significan. Llego por fin al punto central del campo. El de tarjeta verde me da un beso en los labios, el de la amarilla me insulta y me escupe en la cara, enseguida el tercero saca de su bolsillo trasero una Smith & Wesson y me dispara en la boca. Caigo en cámara lenta y el césped ya cubierto con mi sangre, empieza a expandirse y a crecer y crecer, de modo que no solo ahoga a la terna arbitral, sino que asciende hasta el borde mismo del estadio, de modo que también cubre a la multitud aterrada ante la hemorragia que sube rápidamente hasta la última fila e inunda las vísceras y los cuerpos de los fanáticos. Solo yo floto en esa marea roja y viscosa que empieza a rebasar por todos lados, lo que me indica que quizás esta vez no habrá partido, nadie estará gritando mis goles, los miles de goles que siempre quise hacer, pero que en realidad nunca concreté, pues nunca me ha gustado ni he practicado ese estúpido juego que se llama fútbol.
2
Duermo con constantes sobresaltos. Es noche estival. En Lima juegan Universitario, campeón peruano, versus Dínamo de Moscú. En ese momento me pregunto cómo es que Dínamo aún existe si Hitler, en 1943, había fusilado a todo el equipo ucraniano por haberse atrevido a ganarle por goleada a la escuadra de su país. Pero me equivocaba: no era el Dínamo de Kiev, tampoco el Dínamo de Zagreb, sino el Dínamo de Moscú. Entonces sí habría partido. Pero yo no estoy en el estadio, sino ante el televisor de bulbos en la casa de mi padre. Él detestaba el fútbol y yo más bien lo amaba como a nada en el mundo. Él siempre apagaba la televisión cuando pasaban un partido, por más que en el recuadro luminoso se viera los mágicos requiebros de Garrincha, los goles inenarrables de Maradona, los saltos felinos y los poderosos cabezazos de Pelé. No quería verlos mi padre y él no quería que yo los viera. Pero esa era, ni más ni menos, la noche de mi equipo de mil amores, capitaneados por el 9, el goleador Enrique Cassaretto, y eso yo no podía perderlo. Cuando inició el partido, mi padre por supuesto me apagó la TV, me dio un fuerte golpe en la cabeza, me insultó como siempre y se fue a su cuarto. Yo, en lugar de regresar al mío, fui a la cocina, abrí la puerta del aparador donde acomodaban platos y ollas, y con mis ocho años encima me metí en él con un pequeño radio que había en la casa. De alguna manera me acomodé en ese diminuto espacio y me puse a seguir el partido guiado por el locutor que narraba con vividez y emoción lo sucedido en la cancha, relato que seguramente ni era lo que el público veía en el estadio ni lo que yo imaginaba en mi escondite, maravillado con el vertiginoso relato. Pero justo cuando escuché el interminable y ronco ¡Gooooool! de mi admirado 9, se abrió de pronto la puerta del aparador y era mi padre que me gritaba, me golpeaba de nuevo y estrellaba el radio contra el suelo. Fue entonces que me pregunté si de grande yo sería futbolista o ese padre cuya imagen, por alguna razón, se me confunde con la de Cassaretto o con la de alguno de los fusilados del once del Dínamo de Kiev.
3
Me llaman los amigos desde la calle. Un partido duro con los de la pandilla de la vereda de enfrente. Salgo enseguida y me aúno a ellos pensando que seguramente el otro equipo nos va a golear una vez más, además, claro, de rompernos algunas piernas y narices. Pero el honor es lo que más vale. El campo de batalla nos espera. Ellos ya están esperándonos, intercambiando miradas y susurros cómplices. Algo se traman y nosotros lo sabemos. Algo malo entre manos y, también, entre pies. Nos miramos cara a cara. Ellos lo hacen con desprecio; nosotros, con dudas y no poco temor. Alguien grita ¡ya!, y ellos nos madrugan y con un par de pases y meten un gol. Es un mal inicio para nosotros. Seguramente nos acribillarán con muchos goles y golpes. Pero entonces sucede algo inesperado: una fuerza extraña ingresa por mi cabeza, me atraviesa el cuerpo y llega a los pies. Enseguida veo que empiezo a levitar sobre la cabeza de todos los demás y me quedo así, sin decir palabras. Luego veo que a mis amigos les pasa lo mismo y ahora todos flotamos ante el asombro y el terror de los rivales. Qué bueno sentirse así, leves, tranquilos, superiores. Nada se opondrá a nuestros deseos y voluntades. Solo seremos los campeones del barrio, de la provincia, del país y del mundo. Todo está claro y decidido. Solo el vago temor de despertarme me incomoda un poco.
* Renato Sandoval Bacigalupo (Lima, 1957) es profesor de literaturas europeas, doctor en Filología Románica y traductor. Ha publicado poesía y ensayo. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura, Perú, en 2019, mención especial en Poesía. Acaba de publicar su poesía reunida Trenos de trinos (1983-2023).
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