Cultura
“El chasque: Evacuación de Humaitá”. Crónica redescubierta de Adriano Matheu Aguiar
En el cruce de memoria, ficción e historia, la narrativa de Adriano Matheu Aguiar evoca episodios y personajes de la Guerra contra la Triple Alianza desde su condición de paraguayo tempranamente expatriado. “Una muralla de bronce pulido”, libro de Alberto del Pino Menck, aporta nueva información sobre la vida de este singular literato y reúne lo más relevante de su obra en verso y prosa. El siguiente texto es parte de una serie de crónicas publicadas entre 1908 y 1913 en el quincenario montevideano Rivera y nunca recopiladas hasta ahora.
Imagen de Adriano Matheu Aguiar en fragmento de contratapa
I
La guerra interminable, devastadora, se ha trasladado al Chaco, la misteriosa región descripta por los misioneros jesuitas Lozano y Guevara, sabios cronistas de la conquista: al Chaco huraño y desconocido, tan admirable como las opulentas espesuras del Nepal indú; tan impenetrable como las tupidas selvas del Alto-Amazonas; tan venerable como los bosques milenarios del continente negro: inmenso monte virgen poblado de árboles seculares, entrecortado por profundos “esteros” y cubierto de una flora exuberante, con su tejido inextricable de plantas rastreras y trepadoras, de hiedras y lianas, y sin embargo, surcado, aquí y allá, por vagos senderos, por estrechas y escabrosas vías, obscuras “picadas” que serpean, se bifurcan, se truncan ó se pierden, semiocultas en medio á una vegetación desmesurada.
Y este “chacú” de las monterías salvajes, donde el alma guaycurú vagaba armada de arco y flecha; esta patria fantástica de los pigmeos chiriguanos, donde una tradición absurda nos muestra el microscópico “Ayucá”, flechero de la Muerte, vibrando el mal de sus dardos ponzoñosos; esta región inconmensurable en la que aun flota, como poético recuerdo de un pasado maravilloso, la leyenda mocoví del “Nailladiguá”, el árbol de altura prodigiosa por cuyas ramas ascendían hasta el cielo las almas de los muertos, era la única vía por donde, con gran dificultad, aun podía comunicarse por medio de “bomberos” , mensajeros ó espías, con el formidable baluarte paraguayo que durante dos años, con una tenacidad india, había contenido el esfuerzo varonil de los ejércitos aliados.‚‚‚‚‚
Por eso, siguiendo una de las obscuras sendas de la misma selva, que abriga en el dédalo de sus espesuras, como un sombrío misterio de amor y de ferocidad, la fecundación y la muerte, y que merece por lo salvaje, por lo áspera y por lo fuerte, que se la compare con aquella en que el insigne poeta florentino tuvo su “Sviamento”: ya bien entrada la mañana del 23 de julio de 1868, un jinete que vestía uniforme militar, un “chasque” paraguayo, galopaba con rumbo al Sud, en dirección á “Timbó”.
A poco de haber alcanzado el camino pantanoso que sigue la margen occidental del río Paraguay, y después de haber atravesado una profunda ciénaga, su caballo, que había hecho este último esfuerzo, extenuado de fatiga, reventado, caía despatarrado en medio de la senda, indiferente al látigo y la espuela. Sin inmutarse por este contrario accidente, el jinete, abandonando su “montado”, continuó su carrera á pie para alcanzar el punto de su destino. En el bosque silencioso á lo largo de los tallares espinosos que formaban muro á la “picada”, casi cubierta por el espeso follaje de los árboles que sobre ella entrelazaban sus ramas, los rayos solares penetrando á su través, casi perpendicularmente, trazaban una franja amarillenta, de luz vivísima, sobre el suelo barroso de la estrecha senda; y ya promediaba el día, cuando el “chasque” llegaba jadeante al campo atrincherado de “Timbó”, donde seis mil paraguayos esperaban el momento oportuno de prestar mano fuerte, en su retirada, á la espartana guarnición que durante tanto tiempo se había resistido al enemigo en las cercadas líneas del cuadrilátero.
II
Humaitá, la Sebastopol paraguaya, agonizaba.
Los víveres, las provisiones de toda clase —hasta el charque agusanado y el maíz en fermento— estaban agotados, y, en la imposibilidad de fornecer la plaza, era preciso evacuarla. Esta gran necesidad, aspiración suprema de una guarnición hambrienta y extenuada, se imponía también, como único medio de evitar que, con desdoro del pabellón nacional, cayera en poder del enemigo por una acción de guerra, por un asalto ó por una capitulación.
Comprendiéndolo así el mariscal López, que tenía su cuartel general en la Estancia de San Fernando, sobre la línea del Tebicuary, en la tarde del 22 de julio de 1868, llamó á su presencia á uno de sus ayudantes de campo, el entonces capitán Patricio Escobar, y con ese modo seco y autoritario que le había dado la costumbre del mando absoluto; con esa claridad y concisión, con que impartía siempre sus órdenes, —que al mismo tiempo que inspiraban su propia confianza al que las recibía, no le dejaban duda de que no había otro remedio que ejecutarlas ciegamente y sin dilación— le mandó se dirigiese rápidamente, por posta, á Humaitá llevando la orden para su evacuación, é intimándole á la vez, que en el término perentorio de 24 horas, debía estar en el campamento y batería de “Timbó”, en el Chaco.
Desde allí debía procurarse los medios de introducirse en la plaza sitiada, atravesando las líneas enemigas en el más breve plazo posible.
Esto era más fácil de mandar que de ejecutar.
Pero la orden, como todas las del generalísimo paraguayo, era terminante é indiscutible. Podía expresarse, con el rigorismo militar de López de esta manera: “Morir ó saltar la zanja”.
Resuelto á ejecutarla, el capitán Escobar montó á caballo y partió inmediatamente, esa misma noche.
Para abreviar camino costeó el carrizal hasta Monte Claro, junto al riacho Recodo; cruzó en canoa el río Paraguay y desde Monte Lindo, siguiendo el camino del Chaco, vadeó el Bermejo y llegó, al espirar el plazo acordado, á “Timbó”, enterando á los jefes de este punto militar, coronel Bernardino Caballero y teniente coronel José Manuel Montiel de la difícil misión que llevaba.
Dichos jefes proporcionaron uno de sus mejores bomberos ó “espías”, el veterano sargento Machuca, que como “baqueano” le acompañó hasta Humaitá.
III
El último resplandor del crepúsculo verpertino se había extinguido y las sombras nocturnas ennegrecían ya la inmensa sábana de verdura de la selva, cuando la guarnición de “Timbó” veía alejarse con esa mezcla de afectuosa simpatía y sincera admiración que siempre inspiran los que se arrojan á una empresa temeraria, á los expedicionarios que en rápida marcha, al paso gimnástico de buenos andarines, desaparecieron muy pronto entre las altas hierbas, perdiéndose en la maraña del bosque.
A medida que avanzaban internándose en las espesuras, que cruzaban á tientas, la noche levantaba más altas y aprensivas sus voces misteriosas, como si en ella murmurasen los espíritus de la sombra: susurros de la brisa, rumores indefinidos, ruidos imprecisos unas veces y otras, claros y amenazantes, que indicaban que á favor de las tinieblas, la vida extraña y fecunda de la selva se animaba; que una fauna siniestra nadaba en los “esteros”, rampaba en el suelo cenagoso ó cruzaba las estrechas sendas de abrevadero en el interior del intrincado monte.
A lo lejos oían, como una lamentación lúgubre, reveladora de famélicas ansias, los ahullidos de los “aguarás”, y alguna vez, el grito estridente de los “yahás” vijílantes, inquietos á su paso, denunciaban que algo inusitado, como el andar cauteloso de vagas formas humanas, se movía bajo la sombra medrosa de las espesas arboledas.
Pero acostumbrados á los peligros de los escuchas en los puestos de avanzada y á las inquietas vijilias de largas marchas nocturnas, nuestros dos valientes, sin prestar mayor atención á los ecos inciertos ó precisos de la extraña lengua con que les hablaba la voz del desierto, continuaron su marcha hollando una senda que nunca habían conocido.
Estando interceptado el estrecho desfiladero de “Isla-Poí”, por el reducto artillado de los aliados en “Andaí” y cuidadosamente vigilada la laguna “Iberá”, era preciso valerse de una estratagema ó de un acto de audacia para lograr el intento de penetrar en Humaitá.
Pensando en ello y mientras andaban como ciegos, tanteando el camino, Machuca calculó mucho más fácil escapar á la vigilancia de la escuadra brasileña en el anchuroso río. Y decidido comenzó á orientarse en medio á las tinieblas que los rodeaban marchando á la izquierda, seguido por el “chasque” en busca de la margen occidental del rio que no estaba lejos.
Al cabo de un cuarto de hora de una marcha dificultosa á través del monte espesísimo, sintieron el suelo más esponjoso, más húmedo bajo sus pies. La brisa del Este, que decaía por momentos, les llegaba ahora impregnada de emanaciones acuosas y efluvios aromados, de una voluptuosa frescura, indicándoles junto con las errantes lucecillas fosfóricas de los “lampiros”, que surcaban las tinieblas en todas direcciones, la proximidad del río Paraguay.
Una vez en la margen de éste, el sargento Machuca, con una destreza pasmosa, construyó en pocos instantes un fuerte embalsado de troncos palmeros, camalotes y aguapéis, que puso á flote fácilmente allí donde las aguas del río dormían tranquilas, casi inmóviles, junto á los juncales de la orilla.
El chasque y el baqueano, Escobar y Machuca, en esta rústica ó improvisada embarcación, y despreciando los riesgos que corrían, se lanzaron á la aventura. Vaga, azulada, sobre el horizonte más claro, se perfilaba á su frente la isla Guaycurú, que forma del lado de la costa del Chaco el riacho del mismo nombre, y por su extremo Norte, que doblaron trabajosamente, bogando con las manos salieron á la corriente del río.
Luego, lenta y suavemente, la balsa, cuyo balanceo era muy débil en la ondulación tranquila de las aguas, se deslizó como un esquife sobre las ondas.
Y entonces surgió para el primero de los viajeros otra de las emocionantes peripecias del viaje.
Aguas abajo, destacándose aún más negras que las sombras de la noche, vieron las masas obscuras de tres navíos de guerra fondeados en medio del río, sobre los que brillaban los fanales blanco, rojo y verde de las luces de posición reglamentarias en los buques al ancla.
Eran el “Silvado”, el “Cabral” y el “Piahuy”, los acorazados brasileños que el día 21 de ese mes habían pasado aguas arriba, forzando las baterías de Humaitá bajo una lluvia de balas y metrallas, y que estaban fondeados entre esa plaza y “Timbó”. En torno de ellos, botes bien tripulados, con gente armada, hacían su ronda nocturna en continuo movimiento.
La balsa derivaba lentamente hacia ellos, y transcurrieron varios minutos terribles en que, más de una vez, los audaces pasajeros de ella sintieron un estremecimiento de inquietud al aproximarse, forzosamente, á los buques bloqueadores.
Pero como el que teme de más cerca teme menos, porque así se da mejor cuenta de la calidad é importancia del riesgo que corre, como también de los medios con que podría evitarlo, pronto se producía la reacción en aquellos, y desaparecía su desmayo dando lugar á esa singular entereza, á esa pasiva bravura, testaruda sin alarde, que unida á un natural indolente, de conformidad fatalista, constituían el fondo del carácter del soldado paraguayo.
Por su hábito de jugarse la vida en los azares de la guerra, no había que dudar de la conducta de los dos hombres emboscados en el boyante “camalote”, en incierta expectativa.
Hablando muy bajo y en lengua indígena, habían formado rápidamente su plan. En caso de ser descubiertos, diestros nadadores, ganarían, sumergiéndose en las aguas, la costa del Chaco, ó morirían con las armas en la mano. Pronto estuvieron sobre la línea de los barcos enemigos.
En la improvisada embarcación paraguaya se hizo un silencio solemne; ese gran silencio que provoca, todo peligro inminente.
Llegaron. Los remos de uno de los botes de ronda, que ciaba á babor para mantenerse contra la corriente y virar, rozaron por unos momentos el exótico follaje y las entrelazadas lianas que cubrían el obscuro “camalote”. Y, mientras en la bancada de popa el oficial que lo mandaba parecía adormilado en la ociosa vigilia, un hombre de proa, con un golpe de bichero apartó el obstáculo. Pero nada más.
La isla flotante, que exhalaba un fuerte vaho de perfumes agrestes, siguió mansamente su deriva, resbalando sobre las obscuras aguas con gran satisfacción de los que tendidos de barriga sobre el incómodo enjaretado de sus raíces, pudieron, al fin, respirar libremente.
Salvado el gran peligro de la escuadra brasileña, los atrevidos mensajeros llegaron al punto de su destino después de algunas horas de tranquila navegación.
Frente á la batería de la Cadena hicieron señas y llamadas, siendo recojidos por una canoa que los condujo á tierra desembarcándolos en la plaza hasta entonces inviolada, que aun hacia flamear altivamente, enhiesto sobre la torre de su iglesia de San Carlos, su heroico pabellón tricolor al alba del 24 de julio las dianas vibraban en las trincheras de Humaitá unidas á los acordes de las bandas de música militares, los vivas, baile y algazara conque la guarnición —ocultando otro propósito— festejaba el santo del mariscal López, San Francisco Solano, y la feliz llegada del capitán Escobar —que había de alcanzar después á las más altas dignidades de la República, general y Presidente.
El jefe de la plaza, el valiente coronel Francisco Martínez, tenía la orden de evacuación, que comenzó á ejecutar inmediatamente, pasando sus tropas —cerca de tres mil hombres y trescientas mujeres y criaturas— á “Isla Poi”, en el Chaco; y los deseos del mariscal López —que al dar aquella orden daba muy naturalmente por eliminadas todas las dificultades para llevarla á cabo— se habían cumplido al pie de la letra.
Porque hay que decir bien claro y muy alto, que la gloriosa plaza de Humaitá, no fue rendida ni tomada “de alta lucha”, por asalto, sino ocupada cuando, después de una resistencia épica, su heroica guarnición la hubo abandonado y quedó inerme. Y no hay gloria militar para nadie allí, donde el hambre venció a los paraguayos.
Nota de edición: Adriano Matheu Aguiar (2024). “Una muralla de bronce pulido”. Crónicas de la Guerra contra la Triple Alianza narradas por un paraguayo en Uruguay. Compilación y comentarios de Alberto del Pino Menck. Asunción: Editorial Tiempo de Historia. La obra fue presentada ayer en la Feria Internacional de Libro (FIL 2024), Asunción. Los textos de Aguiar aparecieron originalmente en Rivera – Publicación quincenal – Año II, N.o 33, Montevideo, 15 de octubre de 1908. Se ha respetado la grafía original utilizada por el autor.
* Adriano Matheu Aguiar nació el 20 de octubre de 1859 en Asunción, hijo de los españoles José Matheu y Aguiar, comerciante, y Benigna Ferrer. Era todavía un niño cuando el 16 de marzo de 1865, ya comenzada la Guerra de la Triple Alianza, abandonó el Paraguay rumbo a “los puertos de abajo” junto a su madre y tres hermanos (su padre había salido del país un mes antes). Instalado en Montevideo con su familia, se dedicó al comercio, adquirió la ciudadanía uruguaya y fue subtesorero de la Junta Económica Administrativa de la ciudad, siendo condenado por peculado a causa de un escándalo financiero ocurrido durante su gestión. Paralelamente escribió relatos, poemas y crónicas, muchos de ellos referidos al Paraguay y a la guerra. Su soneto “Patria Historia” fue incluido en la Antolojía paraguaya de José Rodríguez Alcalá, quien comentó: “puede figurar dignamente esta composición entre las mejores que los poetas nacionales han inspirado en las glorias patrias”. Sus obras en prosa incluyen los Episodios militares, una serie de cuentos publicados como folletos entre 1899 y 1903 (compilados en 1983 por Francisco Pérez Maricevich bajo el título Yatebó y otros relatos), así como las crónicas históricas aparecidas en el quincenario montevideano Rivera entre 1908 y 1913, que planeaba reunir en un libro titulado Sorpresas y emboscadas. Este proyecto quedó trunco con su muerte en Montevideo el 28 de abril de 1913.
* Alberto del Pino Menck (Montevideo, 1956) es licenciado en Historia por la Universidad Católica del Uruguay, experto en iconografía militar antigua, fotografía bélica sudamericana (siglos XIX y XX), historiografía y organización de las fuerzas enfrentadas en la Guerra de la Triple Alianza. Es miembro de número del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, presidente del Instituto de Historia y Cultura Militar “Cnel. Rolando Laguarda Trías”, miembro correspondiente de la Academia Paraguaya de la Historia y miembro honorario de la Asociación Cultural Mandu’arã. Ha expuesto en diversos encuentros internacionales de historia del Paraguay. Publicó en coautoría La Guerra del Paraguay en fotografías (Montevideo, Biblioteca Nacional, 2008) y “Relaciones entre fotografía y demás iconografía de la Guerra del Paraguay” en Folia Histórica del Nordeste N.º 25 (Resistencia, Chaco, Argentina, 2016), además de numerosos artículos de investigación.
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