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Cultura

“Las penumbras del viejo brigadier”, monólogo de Gloria Muñoz Yegros

Para leer en estos días feriados, un monólogo que la autora dedica a la memoria de su tatarabuelo, el prócer de la Independencia Antonio Tomás Yegros.

Huid del país donde uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos.
Simón Bolívar

El viejo Brigadier es un hombre anciano, aunque aún fuerte y erguido, pero cansado, sus movimientos son lentos, se mueve sin prisa. Lleva un morral, uniforme militar y una silleta. Se detiene, mira a su alrededor, respira profundo, disfrutando del aire limpio.

Viejo brigadier
No podía ser más oportuno este bosquecillo, justo para el descanso a mitad de la jornada. De sombra fresca y umbrosa.

Acomoda su silleta en el piso, deja el morral a un lado, se sienta en la silleta. Abre su morral, revuelve unos papeles, toma una libreta rústica, tinta y papel. Se levanta y lee la libreta.

Si conozco yo el cabal
valor del bien por el precio,
con razón mi dicho aprecio,
padeciendo tanto mal.

(Rememora). Aquel día me apretujé en el espeso poncho de lana cruda, apoyé sobre el rústico banco en el que estaba sentado la pluma y los papeles, dejé vagar la mirada sobre el campo, los corrales y los galpones, veía a los peones ir de un lado a otro atareados, al ganado pastar sin apuro y a los chiquillos corretear sin dirección, son el sereno y rutinario cuadro bucólico de mis últimos días, sobrepaso largo los setenta, casi llegando a los ochenta. Y recordar cuanta añoranza y cuánto tiempo ingrato pasé lejos estas tierras de mi memoria más temprana, cuánto han atormentado mis horas de exilio. (Sigue leyendo).

Queda alegre el pastor, queda sereno
si el tarro de la leche encuentra lleno.

Cuando murió el dictador Rodríguez de Francia volví de mi largo exilio y me retiré a la estancia de Isla Alta, en el partido de Quyquyó. Me apliqué a remozarla y reorganizar la producción, la heredad se encontraba abandonada y derruida después de los largos años de ausencia. Mi pariente, el dictador Rodríguez de Francia, a quien estimaba y respetaba, nos acusó, a sus compañeros de lucha por los ideales de Independencia, de una absurda conspiración. Los apresó, torturó y fusiló, entre ellos a mi hermano Fulgencio. A mí y a mis otros hermanos nos persiguió encarnizadamente y todos los bienes de la familia fueron confiscados. Logré huir gracias a la fidelidad de los que fueron mis soldados cuando fui comandante del Cuartel de la Plaza, me dieron escapada y crucé a la Argentina. (Sigue leyendo la libreta).

La tristeza al soldado enajena,
si no tiñe el acero en sangre ajena.

 (Rememora). Entrado en años y con el peso del dolor de ver a mi familia destrozada y agraviada, me retiré de toda actividad política y social, rehusando las invitaciones. Mis hermanos menores, si bien sobrevivieron la dura dictadura, murieron un par de años después de retornar. Pasé largas horas reflexionando en soledad, repasaba mi vida, ensimismado, me había engañado tanto en el aprecio de la verdadera naturaleza de las personas, he confundido la dimensión de la realidad y la de los sueños y también, posiblemente, me engañé sin pensar en las consecuencias. Nacido en una ilustre familia, viví en la abundancia desde niño, no me faltaron honores, amigos, amores y diversión, acostumbrado a satisfacer todos los deseos sin importar el precio, la vida era un jardín seguro y placentero, y nuestros ideales patrióticos encendían la luz de los días venideros. Pero tan frágil y engañoso es todo cuanto se posee que puede perderse en menos tiempo del que dura un parpadeo. (Da unos pasos, se detiene, vuelve a leer su libreta).

Con riqueza a manos llenas
nadie está libre y seguro,
de aflicciones ni de penas.
Y el pobre más desdichado
en paz está regalado
con un poco de pan duro.

Regresé casi veinte años después de aquellos aciagos días, cargado de esperanzas, sin embargo, no significó sino la suma de más tribulaciones, aquellas cosas con las que soñaba en el destierro ya no estaban, y en ellas esperaba encontrar la parte de mí mismo que me habían arrancado, restañar la mutilación. La alegría del reencuentro con mis hermanos menores duró muy poco, aquellos jóvenes que dejé en la flor de la vida, pletóricos de energía y entusiasmo, estaban convertidos en hombres maduros, prematuramente envejecidos, con las llagas de un dolor sin cicatrizar en la mirada, en cada gesto y en el regusto agrio de la humillación en las palabras.

Las sombras lúgubres de la enorme cárcel en la que quedaron encerrados cargando sobre sus vidas terminaron por desplomarlos antes de tiempo. Murieron de nada sucesivamente en el mismo año. Aquel dolor se hizo soportable por el tardío y profundo amor tan inesperado floreciendo en el duelo de mi encallecido corazón. En el novenario de uno de mis hermanos, el primero en morir, conocí a la joven María Teresa de Jesús Sostoa, a quien más que doblaba en edad. Mi hermano Diego, antes de fallecer, fungiendo de mensajero del amor, arregló el pedido de mano y la celebración de la boda, terminando así con mi larga viudez. Al lado de mi esposa encontré la tan ansiada paz que perseguía mi espíritu, y los hijos que años tras años llegaron al hogar saldaron la aridez de mi vida.

En mí tengo la fuente de alegría.
Siempre la tuve, más yo no lo sabía.

Aquel día que me encontraba afuera apretujado en mi poncho de lana, doña María Teresa salió a la angosta vereda de piedra que rodeaba la casa, allí me encontraba sumido en mis cavilaciones. Anticipándome a sus recriminaciones, me tenía terminantemente prohibido salir a la intemperie, me encontraba convaleciente de una reciente enfermedad que me había dejado bastante maltrecho, me levanté con la intención de ingresar al interior de la casa para no tentar su disgusto.

Doña María Teresa, con tono serio, previendo noticias nada halagüeñas, me comunicó que un chasque llegó de la capital con un mensaje para mí. Terminé de leer el pliego y lo guardé entre mis papeles, la mirada inquisitiva de Doña Teresa me obligó a sentarme frente a ella, ya en el interior de la casa.

Estamos en guerra, le expliqué lacónico. ¿Con la Argentina? Preguntó ansiosa doña María Teresa. Con la Argentina, Brasil y el Uruguay, respondí con un dejo de humor, sonaba inverosímil.

¡Madre de Dios! No, usted está bromeando, reaccionó con estupor como era de suponer.

Vea por usted misma, respondí y le extendí el pliego. ¡Lo convocan a presentarse! No puede ser. Y a reclutar a los hombres aptos del partido. No puede presentarse, exclamó imperativa mi esposa. ¿Por qué? Pregunté. Porque está enfermo y ya no tiene edad para pelear, apeligra su vida, me respondió alterada.

Traté de responderle con mi mayor tranquilidad, mi muy amada esposa, mi vida no necesita de una guerra para estar en peligro, me queda muy poco, el peligro es ella misma.

Soy un brigadier, retirado, pero un brigadier al fin, no puedo borrar el pasado ni eludir la responsabilidad, defender la patria siempre ha sido mi deber primero por juramento, aunque ahora piense que la guerra es el peor de los males que padece el hombre.

En los días siguientes, bajo mi dirección, el negro Manuel y su primo Inocencio se dedicaron a reclutar los hombres que conformarían el contingente requerido. Hoy salimos al alba rumbo a la capital, vamos sin prisa para no cansar a los caballos. A medio día el sol pica a fuego, afortunadamente divisé a la vera del camino este montecillo de sombras espesas y oscuras.

Vamos a hacer un descanso bajo esos árboles, el camino es largo y una sombra tan hermosa no debemos desaprovechar – dije a mis hombres. Desensillaron sus caballos y los alivianaron de sus enseres para que pasten cómodos, unos se acostaron a echarse un sueño y otros se sentaron a conversar formando corros.  Busqué la sombra más umbrosa y me acomodé en este sitio para leer y escribir mientras descansaba.  Sin embargo, siento una inexplicable soñolencia, un deseo manso de descansar bajo el manto de esta extraña penumbra acogedora. (Se bambolea como si perdiera el equilibrio, mareado, se sienta lentamente, vuelve a su libreta y lee).

Feliz llamo al que es menos desdichado,
y contento al que menos ha llorado.

 La libreta cae de sus manos, la cabeza se inclina, languidece, cae lentamente al suelo, muerto.

 

Nota
Los versos son fragmentos de poemas inéditos del prócer de la Independencia Antonio Tomás Yegros.

 

Nota de edición
El presente texto, “Las penumbras del viejo brigadier (Año 1865)”, está incluido en Monólogos de medianoche, libro publicado por la editorial Arandurã que obtuvo mención de honor en el Premio Nacional de Literatura 2023.  Son escritos de tinte social que abordan, desde las vivencias personales de sus protagonistas, las tragedias vividas por el Paraguay en distintos momentos de su historia.

 

* Gloria Muñoz Yegros  (Asunción, 1949) es escritora, dramaturga y actriz. Fue fundadora y miembro del Centro de Investigación y Divulgación Teatral. Realizó versiones teatrales de obras de Augusto Roa Bastos, Víctor Hugo, Alejo Carpentier y Juan Bautista Rivarola Matto. Entre sus obras estrenadas y publicadas se encuentran La Divina Comedia de Colón, La prohibición de la Niña Francia y Cenizas desolladas. 

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