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Cultura

“Rostro del ocaso”, un cuento de Guillermo Franco

De aparición reciente, “La grieta en el cielo” es el nuevo libro de Guillermo Franco, publicado por Editorial Rosalba. Aquí compartimos uno de los relatos que integran el volumen.

Imagen de portada de "La grieta en el cielo" (detalle). Cortesía

Imagen de portada de "La grieta en el cielo" (detalle). Cortesía

Frotó su medalla con los dedos que le quedaban, era una medalla plateada, tan bruñida que reflejaba hasta los detalles de uno de los capiteles del salón auditorio, que ya todos habían abandonado. Estaba con el uniforme lleno de insignias y otros adornos que le hicieron ser el centro de atención, pasaban cerca de él e inclinaban la cabeza en señal de respeto, a una distancia prudencial como si las cicatrices fueran contagiosas, como si estas pudieran reptar por brazos ajenos. Es que sí, uno sabe que va a recibir uno que otro balazo y hasta le pueden tajear la cara, pero no quedan cicatrices simétricas, sino que se hunden en los músculos y hacen que cuando te rías parezca que estás sufriendo la quemadura de un hierro candente en el estómago. Así que es mejor no reír nunca.

A pesar de que su rostro era como un escupitajo en el piso, tenía las dos piernas como las de un minotauro. Les daba pena aquellos camaradas que usaban sillas de ruedas, no podían vendarse la cara y decir que dentro de poco estarían en condiciones hasta para salir en una propaganda de pasta de dientes, no podían mentir y decir que iban a recuperar el andar si tenían las tibias como varillas oxidadas y el peso de las medallas los llevaba para adelante. Cuantas más medallas se recibía más jodido se estaba, una medalla por cada miembro u ojo, y si estabas muerto te arropaban con ellas. Así que era mejor, después de pasado todo el jolgorio de los honores, guardar distraídamente cualquier tipo de reconocimiento para que no se mida con precisión el nivel de invalidez que se tenía.

Ahora su único problema era afrontar a Sofía, por más buena que sea una persona es muy difícil que esta esté dispuesta a besar una cara que parece una mezcla de escombros. Empezó por verla al salir del trabajo, todos los días, desde la calle del frente.

Esperaba hasta que ella abordaba el bus y la seguía durante todo el trayecto. Buscó por internet a los mejores cirujanos plásticos, pero los resultados que prometían no eran definitivos; además, ningún cirujano es capaz de construir un ojo de la nada. Escarbó hasta el último recoveco de la red y encontró un clasificado que parecía burlarse de las deformidades ajenas: una máscara que prometía reconstruir su antiguo rostro mediante inteligencia artificial. Se debía cargar la mayor cantidad de fotos y videos donde se viera la cara del consumidor, para que los músculos de la máscara imitaran a la perfección cada rasgo y gesto.

El precio era irrisorio; tampoco tenía tantas fotos como para poder hacer el proceso, pero entre las pocas que tenía había una en la que salía junto a Sofía, justo antes de enrolarse y no volverla a ver. El pedido le llegaría en diez días. Quería hacer una prueba antes de eso, cruzarse con Sofía de camino a su trabajo para ver si lo reconocía, caminó fingiendo tranquilidad y las personas se apartaban de él, era como Moisés abriendo el mar, un mar de personas que podía abrir con su cara, y entre ellas estaba Sofía.

Los días que faltaban para que llegase el pedido le parecieron eternos, el tiempo pareció arrastrarse por un terreno fangoso que no le permitía avanzar. Esperó frente a la puerta hasta que el muchacho del delivery dejó el paquete, destrozó la caja con dientes y uñas y vio el producto: una masa granate que tenía pinta de un coágulo de sangre. Las instrucciones indicaban que, aparte de enviar la mayor cantidad de archivos a la memoria biodigital, la masa debía extenderse por todo el rostro y se debía gesticular para que se adaptase a los músculos de la cara.

Después de dos horas frente al espejo, lo logró. Lo que antes parecía una pared picada ahora era un lienzo; pero era un rostro sin identidad, como el de un fantasma blanco. De todas formas, la alegría lo embargó y decidió llamar a Sofía.

Le dijo “¿Qué tal, Sofía? Ha pasado tanto tiempo”, y ella lo interrumpió y no lo dejó hablar hasta que la voz se le agrietó de tanto sollozo derramado. Al otro lado del teléfono, ella estaba con los párpados irritados y cada vez que pestañeaba era como un chapoteo. Él escuchaba, con el corazón henchido de felicidad, todos los cascotazos que Sofía le tiraba por no haberla llamado antes, que ya se había cansado de haber marcado su número tantas veces y que ya lo había dado por muerto, pero que en el cementerio militar tampoco estaba su nombre y cuando ella preguntaba por él todos se hacían de los desentendidos; todo esto mientras estaba sentado frente al espejo, los rasgos de su viejo rostro se iban trazando con lentitud, pero con firmeza.

Cuando terminó la llamada, pensó que al acostarse se encontraría en sueños con Sofía, los dos tomados del brazo, bailando una canción lenta; en cambio, se encontró con el dolor de mil gusanos que penetraron sus poros hasta instalarse en sus nervios. El sueño había parecido tan real que al día siguiente sentía la cara hinchada y adolorida. En contrapartida, los rasgos se le iban definiendo cada vez más y su rostro ya no parecía de porcelana.

Pensó mucho en qué lugar se podía encontrar con Sofía, aún no tenía garantía de la funcionalidad de la máscara; los restaurantes y cines eran demasiado concurridos, así que optó por invitarla a su casa, con la esperanza de que no pareciera demasiado atrevido.

—Hasta cuando toco el timbre me da ocupado, y eso que vos me invitaste —le dijo Sofía, le pegó un par de puñetazos suaves en el pecho y lo abrazó sin darse cuenta de que era demasiado—. ¿En qué andás metido para tener un departamento así?

—Digamos que el ejército es muy considerado con sus trabajadores. Le quitó el abrigo y la guió hasta la mesa.

—¿En serio todo esto es por la guerra? Cuando te fuiste pensé que ibas a agarrar un lugar en el frente, no tenías la necesidad de irte así, como queriendo demostrar algo.

—Tenía que irme. Además, allá no hice más que papeleo: control de municiones, provisiones, de uniformes. Nunca me aburrí tanto, pero sentía que por lo menos sumaba algo en todo ese desorden.

Pasaron las horas hablando de lo que habían hecho en todo ese tiempo de ausencia, cada uno narraba sus historias con adornos y omisiones.

—¿Pasó algo mientras yo no estaba?

—Por fin me ascendieron en el banco. Prácticamente tuve que rogarle al jefe para recibir algo que hace tiempo me merecía.

Él se quedó pensativo, uno no logra sus objetivos con martillazos a un mismo sitio. Sofía levantó el dedo y lo arrastró por los labios de él, su mano cargaba con el peso del vino.

—Hay algo raro, si ahora mismo nos sacamos una foto y la comparamos con una antigua, vas a ver que vos no cambiaste nada y yo ya sumé arrugas y unas cuantas canas. Parece que te fuiste de paseo y no a la guerra.

Él no respondió, dejó que ella siguiera en lo suyo, que paseara sus dedos por cada centímetro de su cara. Se detuvo en sus pómulos y los apretó, los apretó con fruición, hasta ponerlos rojos, hasta que un pedazo de la máscara se desprendió como plastilina y dejó ver el buraco repleto de cicatrices. Sofía no dijo nada, una corriente fría recorrió su espina. Él le arrancó el pedazo de la mano y lo volvió a colocar en el lugar vacío.

—No es nada, en realidad, lo compré hace poco. Si querés te explico —dijo él.

Puso su mano sobre el hombro de Sofía. Había que tranquilizarla por su propio bien. La acompañó al armario, la arropó con el mantel para que no pudiera moverse.

—Es muy útil quedarse quietos cuando algo estresante sucede, Sofía. Cuando más quieta y callada te quedes, será mejor.

Fue al baño y se miró al espejo, el pedazo antes suelto ahora estaba firme, lo estiró y no pasó nada. Buscó las instrucciones: ante cualquier posible falla la máscara aprendía de sus imperfecciones y las enmendaba. Estiró y estiró la máscara y los filamentos del producto entraron cada vez más por sus poros.

—Ya no se va a desprender, Sofía. Es mi propia piel.

Quedó sentado frente a la puerta del armario hasta que el sol salió y la luz pasó entre las cortinas. ¿Hasta qué punto quería a Sofía? Hay cosas que no se guardan, que se cuentan a como dé lugar.

—Un segundo antes de que se me estropeara la cara pensé en vos. “Algo debe significar”, me dije, y cuando vine acá y te vi alegre por la calle, pensé “qué hija de puta”. Después me dije “pero, ¿y qué culpa tiene ella?”. Capaz no tengas la culpa, qué sé yo. Pero yo tampoco tengo la culpa y estoy con la cara hecha mierda. Hubieses pensado en eso antes de fijarte si la casa es linda o no y cuánto estaré cobrando para poder tener algo así.

Quedó un rato más sentado. Ella les contaría a todos lo que había pasado. Era mejor esperar. Ella ya no forcejeaba, se habría cansado. Por la ventana se veía la luna, el tiempo se derretía. En un parpadeo largo el sol volvió a salir, y mientras no lo miraba volvió a irse. Se dio cuenta de que tenía demasiada hambre.

—Me pasé dos horas cocinando este pollo. Ahora está frío, duro y con polvo —dijo dirigiéndose al armario.

Le dio pena comer solo y la sacó. Trató de sentarla, pero ella se obstinaba en desparramarse en el asiento. No lo miraba, miraba la mesa. Sería mejor comer en silencio. Sofía ya no sería impertinente con sus comentarios, ya no haría comentarios.

Tardó en darse cuenta de que el brazo que llevaba la comida a su boca, ya no lo sentía. La máscara se extendía por su cuerpo. Era solo la inteligencia del producto lo que decidía por él en las zonas que cubría. Pensó que sería genial que se siguiera extendiendo, que cubriera todo y que borrara toda marca y todo recuerdo. Antes de que él lo decidiera, la mano cubierta por el producto se adelantó y acarició las mejillas frías e hinchadas de Sofía.

Tal vez aún podría ser feliz.

 

* Guillermo Franco es abogado. En 2019 obtuvo el segundo premio del Concurso Nacional de Cuentos Cortos del Club Centenario. En 2022 publicó Paralelo, colección de cuentos de terror y suspenso psicológico. Ha colaborado en la revista colombiana Aparato nacional con su cuento “La grieta en el cielo”, que da nombre al volumen de 12 cuentos cortos de terror, publicado por Editorial Rosalba para su Colección Hipálage.

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