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Cultura

“Yo el Supremo”: cinco puntos sobre el arte, la escritura y el lenguaje

Cortesía

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En esta breve exposición encaro algunos puntos de la escritura de Augusto Roa Bastos centrándome en la obra Yo el Supremo y adoptando la perspectiva del arte. Parto de una figura fundamental para adoptar esa perspectiva: la distancia. En cierto sentido, el arte es un dispositivo regulador de distancias: la de la mirada, la del objeto mirado o el hecho acontecido, la distancia impuesta por el exilio. La lejanía que supone el desarraigo obliga a estirar la mirada, forzar la imaginación y la memoria e intensificar la experiencia del lugar, de lo vivido allí, de lo extrañado de la tierra clausurada. Estos movimientos exigen un plus de creatividad; por eso dice Brecht que el exilio se vuelve productivo para los grandes. Y Roa, que por cierto lo era y lo sigue siendo, hizo de la distancia una posibilidad no sólo de aliviar el pesar del destierro, sino de inventar un espacio nuevo, regido por la ficción y el deseo, pero abierto a la posibilidad de observar y expresar la realidad desde el rodeo fecundo del arte.

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La propia complejidad del lenguaje de Yo el Supremo constituye en sí un acceso al quehacer del arte. La obra se construye a modo de un enorme montaje de diversas escrituras ensambladas en varios niveles. En el arte, dice Didi-Huberman, todo montaje supone un desmontaje, un desarmar lenguajes previos, y un remontaje, una redisposición de los textos para aparejar un nuevo acoplamiento, diferente al original e irreductible a un orden anticipado; se remonta una obra, dice el autor citado, como se remonta un río: a contracorriente. Yo el Supremo está armado con escrituras de origen diverso y formato variado: documentos públicos, cartas, crónicas, memorandos y libelos que conforman estructuras hojaldradas, enrevesadas e incompletas; espacios rizomáticos, laberintos por los que deambulan figuras confusas y resuenan ecos, murmullos, palabras extraviadas. Son parajes irreconocibles donde se levanta por momentos la palabra clara, la orden inapelable o el clamor de muchas hablas encimadas. Son escenas, ora penumbrosas, ora iluminadas, en las que se escucha la voz del propio narrador, apostado en diferentes lugares de enunciación: tomando distancia, acercándose hasta cruzar el cerco del lenguaje, hasta esfumarse en la ilusión del verbo o las trampas de la imagen.

Yo, el Supremo. Cortesía

Augusto Roa Bastos, Yo el Supremo. Siglo XXI Editores. Ejemplar con dedicatoria del autor. Cortesía

También se escucha en cualquiera de esos teatros una polifonía de voces anónimas, atribuidas a distintos personajes o a sus fantasmas: voces concertadas, en ocasiones; discordes, en otras. Por un lado la intertextualidad, que zarandea constantemente el devenir de la obra, sugiere que ésta transcurre en diversos tiempos y lugares. Por otro, trenza la palabra con imágenes y sonidos, con figuras híbridas que sobrepasan el ámbito estricto de la escritura. Pero la inmensa arquitectura que levanta Roa Bastos, lejos de constituir un montaje caótico, alcanza su cabalidad, inventa su propia unidad y coherencia y manifiesta su potencia expresiva desde los argumentos de la literatura misma. Desde ese lugar, que es el lugar del arte, remite a otros ámbitos, como el de la política, el de la historia y el de la memoria; ámbitos que se encuentran a menudo superpuestos.

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El entramado de lenguajes heterogéneos tiene un sentido político al contradecir la posibilidad de un discurso único y trastornar la retórica del poder absoluto, cerrada a la inclusión de voces disidentes. La voz omnipotente termina vencida por las duplicaciones infinitas de sus propios ecos, que levantan versiones diferentes y fuerzas paralelas. Tironeado en distintas direcciones, traicionado por sus resonancias y reiteraciones que impiden la idea de un decir original y fundante, el lenguaje se fractura. Y dañado de tal modo, desemboca de nuevo en los terrenos de la literatura que, en cuanto arte, busca contradecir el régimen cerrado del lenguaje, quebrantar el orden simbólico.

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Cierta insuficiente atención concedida a la estética de Yo el Supremo resulta comprensible: el carácter monumental de esa obra y su desconcertante armazón exigen una y otra vez abordajes minuciosos que, centrados en el lenguaje, dejan poco margen para atisbar el momento esquivo de la belleza; para acechar el breve fulgor del sentido, que moviliza expedientes sensibles e imaginarios ubicados más allá del lenguaje mismo y de los propios hechos narrados. Pero se consideran sí las consecuencias de lo estético: la incapacidad de cubrir el personaje, así como la deliberada renuncia a hacerlo, postergan la narración fiel de los hechos para intensificar mejor el sentido. La historia intenta siempre saldar la imposibilidad del registro preciso de lo ocurrido y restaurar la verdad del personaje y de su tiempo, pero la literatura trabaja propositivamente la tensión entre los hechos y las ficciones, lo real y lo imaginado, lo ya acontecido y lo que podría o no suceder. Estas fluctuaciones y juegos de la escritura acorralan el lenguaje contra su propio límite, lo transgreden e impiden que se detenga en el registro exacto de los datos. Es la gran paradoja del arte, incapaz de dar fe de lo que nombra para intensificar lo nombrado y conectarlo con otros nombres, con otras cuestiones.

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Como artista cabal, Roa Bastos buscaba abrir mundos; “mundos” en sentido heideggeriano, como ámbito de circulación de significados. Los significados potentes que moviliza el escritor nunca callan, ni encallan en una identidad establecida. Esta apertura desconcierta la interpretación realista de hechos supuestamente verificados, pero genera un haz de significaciones dispuestas a complementar los datos de la historia y complejizar la lectura de tales hechos, marcados siempre por la ficción, perseguidos por el mito. Así, en Yo el Supremo, el personaje del Dictador, que ni siquiera es nombrado, escapa a la disyunción maniquea que lo considera o bien un tirano despiadado o bien un héroe ejemplar, patrono de la soberanía nacional. Para zafar de la oposición binaria, Roa Bastos moviliza lúcidos juegos de lenguaje que impiden que la figura del Dr. Francia quede varada en cualquiera de los polos de esa oposición o que sea encasillada en cualquier otra categoría fija. Protegido por los recursos de la ficción del arte, el personaje siempre va a estar fuera de su propio contorno, más allá de todo estereotipo. Y ese desplazamiento desorienta todo intento de fijar un retrato del Supremo en una identidad inalterable. Es que, simultáneamente, su figura está abordada desde perspectivas y lugares distintos: su personaje es considerado desde conceptos opuestos relativos al poder y desde opiniones diversas sobre el alcance del disenso en situaciones de riesgo público. Esa figura se encuentra, además, tironeada entre los delirios de la ficción, el trabajo refundador y siempre subjetivo de la memoria y los esfuerzos objetivistas de la historia, considerada científicamente.

A diferencia del quehacer de la historia, el de la memoria no pretende ser imparcial: se encuentra cruzado por deseos, lastrado por traumas y espoleado por sensibilidades, factores estos que distorsionan el registro de lo acontecido con el aporte de los recuerdos diferentes. Tanto el oficio del arte como el de la memoria incorporan ficciones y componentes imaginarios, pero el cumplimiento de ambas tareas no significa pura operación de desvarío o fantasía: parte de sucesos reales asentados en formas objetivas, aunque editados por el recuerdo e interferidos por la representación. Las distorsiones del arte y de la memoria asumen que los acontecimientos involucran puntos oscuros y demasiado densos, renuentes a la simbolización, inalcanzables por el lenguaje. Ante ellos solo queda el recurso de la imaginación que, movilizada por el deseo o la creación poética, no puede descifrar esos puntos negros, pero sí hacer de ellos principio de significados nuevos, empuje de sentido. La imaginación permite avistar lo que no puede alcanzar el lenguaje.

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La escritura de Yo el Supremo se balancea entre la ficción, el mito y la realidad; entre los recuerdos confusos, pero potentes, de la memoria y los datos duros de la historia. Una historia que, a pesar de su pretensión de fidelidad verista, depende siempre de los lugares de enunciación y de los cambios de perspectiva. El sueño de una verdad histórica absoluta es un mito más que encubre la acción de las muchas historias, las hablas marginales y aun los silencios. El arte se nutre justamente de esos momentos encubiertos que son “reales” sin pretender ser definitivos. En ese sentido, el personaje del Dictador Rodríguez de Francia es real: contradictorio y confuso como todos los personajes del gran drama humano, aunque aparezca envuelto en sombras y perturbado por sus propios reflejos.

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La obra de Roa se mueve, ágil, entre el terreno de la micropolítica, nutrido por las presiones de la subjetividad, y el de la macropolítica, orientado a alterar o conservar las estructuras sociales y los esquemas del poder. Estos sobresaltos de la escritura terminan siendo más fieles al talante del acontecer histórico que las interpretaciones polarizadas que, en nombre de la verdad de los hechos, idealizan o denigran los personajes y las situaciones según juicios de valor o intereses doctrinarios e ideológicos. Empleando de nuevo conceptos de Didi-Huberman, se puede afirmar que Roa Bastos no toma partido, pero sí posición: la escritura literaria le permite acercarse o alejarse de los hechos; rodearlos, nutrirse de sus energías y sugerencias sin pretender descifrarlos ni clausurar su devenir significante. Creo que esta es la mejor forma con que la palabra puede honrar el acontecimiento y hacer de él principio fecundo de otras historias posibles, mejores, probablemente.

 

Nota de edición: El presente artículo es parte del volumen Diálogos abiertos. Augusto Roa Bastos entre lo temporal y lo eterno, publicación conjunta del Ministerio de Cultura de la República Argentina, la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), la Biblioteca del Congreso Argentino, la Universidad Autónoma de Encarnación (UNAE), la Fundación Augusto Roa Bastos y Editorial Servilibro. La edición fue realizada en el marco del proyecto audiovisual del mismo nombre, y da testimonio de las once sesiones online desarrolladas a través de la plataforma informática de la UNAE, con la participación de más de treinta figuras nacionales e internacionales de la cultura. El libro, en formato impreso, acaba de ser presentado por Nadia Czeraniuk, rectora de la universidad, en el stand de la Biblioteca del Congreso de la Nación Argentina, en la 47ª Feria del Libro de Buenos Aires, y será próximamente puesto a consideración del público español en la ciudad de Valencia, con los auspicios del Consulado Honorario del Paraguay en la Comunitat Valenciana.

 

* Ticio Escobar es crítico de arte, curador, docente y gestor cultural. Fue presidente de la sección paraguaya de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Paraguay), director de Cultura de la Municipalidad de Asunción y ministro de la Secretaría Nacional de Cultura. Es director del Centro de Artes Visuales/Museo del Barro.

 

 

 

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