Connect with us

Cultura

Un escrito sobre gustos

Bailando cumbia y reggaetón (Shutterstock)

Bailando cumbia y reggaetón (Shutterstock)

“El gusto es la facultad de enjuiciar un objeto o un modo representativo mediante un agrado o desagrado sin interés alguno. El objeto de semejante agrado se llama bello”. Kant, Crítica del juicio.

 

La dificultad de un estudio sobre el gusto radica en que no existe –como señala Wilhem Dilthey en La imaginación del poeta– ningún “tránsito conceptual para el agrado o el desagrado”. Es decir, el placer estético no surge por mediación de conceptos.

En un primer momento, lo que me aproxima al estudio de una obra artística es el gusto estético. Este siempre será mi primer juicio: me gusta, no me gusta, me perturba, me incomoda, me despierta cierto interés o no. Si bien, mediante el ejercicio analítico, puedo hallar los fundamentos para sustentar o ampliar el alcance de esta primera impresión, el motivo subyacente seguirá siendo pasional y arbitrario.

En la definición de Kant, la relación de agrado o desagrado del observador frente al objeto cancela cualquier tipo de consideración objetivista de “lo bello”. A diferencia del pensamiento estético clásico (grecolatino), que vincula lo bello con lo verdadero, el sentido de lo bello en la Crítica del juicio se acerca más a aquello que tiene que ver con la facultad apetitiva (del latín appetitus, instinto o fuerza que dirige hacia algo). Coloca en el centro de la cuestión la significación de los sentimientos en los fenómenos estéticos.

Aníbal Cardozo (El Guajhu #8) se hace la siguiente pregunta en torno al placer que despierta la música: “¿Por qué ciertas combinaciones sonoras nos placen más que otras?”. Ciertamente, una canción que puede agradar a cierto tipo de receptor significa para otros casi una ofensa para el nombre de la Música.

El director de la Orquesta Sinfónica de Asunción, Luis Szarán, declaró en cierta oportunidad que la cumbia, el reggaetón y otros géneros tropicales son populares en nuestro país debido a que “el 65% de la población es analfabeta funcional; lee y escribe, pero no razona”. Lo que nos hace ver que la construcción del gusto depende además de factores ideológicos: la “verdadera” música es aquella que está instituida como tal. Por tanto, que ella nos guste es signo de que somos razonables, cultos y de que, ciertamente, tenemos mayor hondura que aquel vulgo llano e iletrado.

Siguiendo esta misma idea, no pueden obviarse los factores –sociales, históricos, etcétera– que determinan cierta inclinación colectiva del gusto. Es posible que aquella población analfabeta funcional de la que habla Szarán disfrute de la cachaca (cumbia), en tanto que puede asociarse a los valores semánticos y rítmicos que ella representa; valores que están en contacto con determinada experiencia de la vida y sus matices. Por el contrario, sería menos probable que en las esquinas de un barrio la gente se siente alegremente en la vereda a escuchar Rachmaninoff y beber cerveza.

Es notable que la así llamada crítica especializada considere la cuestión del gusto como un terreno improductivo. El hecho de que una obra pueda gustarnos o no es irrelevante frente a la importancia que tiene, per se, la actividad hermenéutica. Sin embargo, vale decir que la fuerza primordial que nos conduce a la contemplación de las obras es un sentimiento vivo de atracción o de rechazo; como bien lo expresa Kant: “sin interés alguno”. En tanto que el arte está estrechamente vinculado con la experiencia viva, su abordaje no puede ser del todo frío, desinteresado, sino que debe estar atravesado por una suerte de compromiso sentimental.

Este enfriamiento de la recepción estética proviene de un afán cientificista que caracteriza el espíritu de cierto momento histórico. Pero no siempre fue así. En la Grecia antigua el arte estaba esencialmente cerca de presupuestos políticos; por lo mismo, incluso el placer que se siente en la poesía  –el placer de la imitación, del ritmo y la armonía según Aristóteles– correspondía al hecho de “aprender”. Es decir, en tanto que el arte produce placer, predispone al espectador a la recepción de un programa de contenidos (a la verdad) que lo enriquecerá en su carácter de ciudadano libre. Es una didascálica: una didáctica relacionada con el placer de la poesía.

Las explicaciones que da Aristóteles para el goce estético se limitan a los aspectos formales de la obra. Primero habla del placer de la imitación, lo que podría decirse también el placer de la identificación. El espectador vive las acciones del héroe como propias y mediante este proceso es capaz de rasgar la oscuridad que le condiciona y le apesadumbra (catarsis). Luego, estas acciones tienen lugar en un tempo determinado, con cambios de intensidad, en un tono y a una velocidad, con cierta asociación de palabras (eufonía o cacofonía). Esta organización determina el goce de la “armonía” y el “ritmo”.

Hamann (Aesthetica in nuce) ofrece una explicación filológica y romántica: “Poesía es el habla materna del género humano, como el canto es más antiguo que la declamación y el trueque más viejo que el comercio. Los sentidos y las pasiones no hablan ni comprenden más que por imágenes”.

En el lenguaje poético, en su oscuridad, persiste la lengua de una humanidad primitiva y vigorosa que no tenía otra forma de representar su mundo interior que a través de “imágenes”. Hoy diríamos, metáfora. Como sea, la poesía, si consideramos lo primario en ella, despierta en nosotros esa vitalidad, esa fortaleza. En palabras de Dilthey: “nos enseña a sentir y a gozar el mundo entero como vivencia: con la participación del hombre pleno, entero, sano”.

Es decir, en este sentido, y en el sentido que propone Herder en su ensayo sobre las edades del lenguaje, la poesía nos place porque reaviva en nosotros una vitalidad perdida. Trae al presente el balbuceo que expresaba el asombro de un mundo que acababa de aparecer.

Ese hombre sano, pleno, entero es el mismo que evoca Ludwig Otto cuando dice: “Yo he superado aquella escisión artificial entre arte y vida que introdujeron Goethe y Schiller y los románticos que siguieron sus huellas al separar lo estético, lo bello, de lo bueno y verdadero, convirtiendo la poesía en una Fata Morgana, en una ensoñada isla del sueño, que escinde al hombre con respecto al mundo y dentro de sí mismo, y le arrebata, junto con el sentimiento hogareño de este mundo, la fuerza activa”.

Podemos poner en duda la idea de que la humanidad ha tenido una infancia poética. Pero, aun así, estar de acuerdo con que la creación del poeta, y el goce del lector, descansan en la energía de vivir. Flaubert cuenta: “Cuando escribí cómo se envenenó Emma Bovary, tuve un gusto tan marcado de arsénico en la boca que me produjo dos indigestiones”.

Y, ciertamente, la poesía permite –como también la locura– mirar y oír más allá de la experiencia. Es un estado de conciencia que sobrepasa la experiencia, entrando en un ámbito demencial, alucinado, aunque al mismo tiempo organizado (téchnes). Tal vez por esta razón hemos caído en la práctica de glorificar la locura, de celebrar la dolorosa glorificación de Byron, por poner un ejemplo.

Esta posibilidad de exceder la realidad, de desbordarla, ciertamente produce un sentimiento vivificante que podría relacionarse también al placer. Aquí el famoso verso de Blake: “The road of excess leads to the palace of wisdom”.

Por último, de regreso a Aristóteles y el placer del ritmo, podríamos pensar que el ritmo no es sólo una cuestión formal, sino que tiene un vínculo elemental con la vida: con el movimiento rítmico de la respiración, del corazón, de las gotas de lluvia y el arrullo de la madre que hace dormir al niño. Este ritmo de la vida, este continuo ruido cósmico, encuentra sus resonancias en el material verbal de la poesía.

Lo que quiero decir es simple, en verdad: el goce de la poesía –para mí (en el gusto se ejerce una subjetividad tiránica)– se encuentra en la nuclear potencia psicológica que reside en la vivencia, en sus impulsos elementales, en las pasiones que constituyen la base auténtica de toda creación artística.

 

* Christian Kent es poeta, escritor, editor.

2 Comments

2 Comentarios

  1. Aníbal

    12 de marzo de 2023 at 13:09

    Buenísima y necesaria reflexión; pues, habitualmente, se opina según la dicotomía elemental de: lindo-feo/ bueno-malo / refinado-grosero / etc. En estos juicios habituales no existe la reflexión que profundice la relación obra-de-arte / espectador y que contemple las diferentes sensibilidades para apreciar los fenómenos artísticos y culturales. El ejemplo de la “cachaca” es significativo; pues para algunos, éso-no-es-música y se erigen como jueces poseedores de la verdad. Es más una manifestación de “poder” que de pensamiento fundamentado.

  2. Ricardo Giménez

    13 de marzo de 2023 at 16:17

    Excelente nota, como todo lo que sale de la pluma de su autor.

Dejá tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Los más leídos

error: Content is protected !!