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Cultura

Una canoa a la deriva en el Paraná

En adelanto exclusivo, compartimos aquí el primer capítulo del libro “Dos hombres junto al río”, de Andrés Colmán Gutiérrez, ganador del Premio de Novela Inédita Augusto Roa Bastos 2022. La obra, publicada por Servilibro, pone en conversación a dos grandes figuras en la historia del Paraguay: Rafael Barrett y Moisés Bertoni. Asimismo, ofrece un crudo cuadro de época, deslizándose con destreza entre el documento y la ficción.

Luna Paiva, “Paiva Paraná Paiva”, 2011. Cortesía

Luna Paiva, “Paiva Paraná Paiva”, 2011. Cortesía

—¡Avemariapurísima…! Karai Bertoni! Aikotevê nderehe!

El grito distante y sofocado llegó envuelto en la espesa niebla de la mañana y el fuerte rumor de la correntada. Mosè Giacomo Bertoni ya se encontraba levantado y tomaba mate, sentado en su gran sillón de mimbre, en el corredor de la planta alta de la rústica casona de madera, construida en lo alto de un barranco, en medio de la vegetación, desde donde le encantaba mirar el frenético flujo del río Paraná abriéndose paso entre piedras y árboles. El martes gris de un marzo otoñal recién comenzaba a despertar, con un viento frío que llegaba desde el sureste y le estremecía los huesos y el alma, todavía temblorosos de oscuridad, pero él ya sabía que con el correr de las horas el sol se encargaría de espantar las sombras y los miedos, convirtiendo el día en un derroche de luz y calor.

A Bertoni le gustaba disfrutar de la cálida soledad de ese amplio caserón, principalmente a esa hora en que los restos de la noche todavía se negaban a retirarse, mientras su esposa Eugenia y sus numerosos hijos y nietos llevaban días haciendo compras y visitando a amigos en Foz de Yguazú, en el lado brasileño, aguas arriba. Él había preferido quedarse allí, en su paraíso familiar de 12.500 hectáreas de huertos, chacras, invernaderos, selva y río, prosiguiendo con sus investigaciones meteorológicas y botánicas, acompañado de sus empleados y amigos indígenas mbya guaraní, quienes se mantenían cercanos, pero a la vez distantes, puestos de acuerdo en no molestar al gran patrón blanco, pero siempre solícitos para cumplir sus instrucciones ante el primer llamado.

Luna Paiva, “Paiva Paraná Paiva”, 2011. Cortesía

Luna Paiva, Paiva Paraná Paiva, 2011. Cortesía

Fue el tamói Silvio Flores, Kuarahy, anciano y principal líder espiritual de la comunidad, quien acudió primero al embarcadero, al escuchar el grito que llegaba desde lo hondo del río brumoso.

—Ejumína, karai Bertoni! —avisó— ¡Alguien se aproxima en una canoa y está pidiendo socorro!

El científico dejó la pava y el mate, se levantó presuroso y descendió las escaleras, intrigado. No era muy frecuente recibir a visitantes en Puerto Bertoni y menos a horas tan tempranas. Caminó con pasos rápidos los casi doscientos metros del sendero entre la casona y el río. Silvio ya estaba allí, junto con Romualdo y Martina, una joven pareja de la comunidad mbya, todos atentos al sordo chapoteo que se aproximaba en medio de la espesa neblina que cubría la superficie del agua. Entre las nubes algodonosas que se iban disipando con el ventarrón, alcanzaron a ver la fantasmal silueta de un hombre sentado en la popa de una gran canoa, que se aproximaba dando golpes de remo para que la correntada no lo aparte de la costa. El nombre Marcia se alcanzaba a leer en la proa de la embarcación. Adentro, acostado sobre un ovecha pire o piel de oveja, tapado con un blanco chal de mujer, yacía el cuerpo de un hombre.

—Che pytyvômína…! —pidió el canoero, lanzando una gruesa y oscura soga de fibra vegetal a Silvio, quien la atrapó con destreza y tiró de ella, acercando el bote hasta el muelle.

—Es José Barboza, el contrabandista —le informó Martina a Bertoni—. Suele traer las provisiones desde Foz de Yguazú, pero esta vez parece que acarrea un contrabando humano.

—¿A quién tienes allí…? —preguntó Bertoni, señalando el bulto acostado en el fondo de la canoa.

El remero hizo un gesto con la mano, pidiendo que le ayuden a incorporar al desfallecido pasajero, que apenas se movía, mostrando que aún estaba vivo. Bertoni auxilió a los indígenas y al canoero a traerlo a tierra. Era un hombre joven, de unos treinta y tantos años, blanco y de pelo claro, con una barba tupida y sucia de sangre. Tenía escoriaciones y moretones en el rostro, una herida en la cabeza con coágulos entre los mechones de cabello. Vestía un pantalón de lienzo crudo con camisa de faena, con desgarrones en varias partes, cubiertos de tierra. Llevaba un zapatón de cuero y medias. Intentaba mantenerse lúcido, pero le fallaban las fuerzas y a ratos parecía desmayarse de nuevo.

—Con cuidado. Está en muy grave estado. Es un gringo que se metió a las propiedades de la Industrial Paraguaya, en Itakyry, haciendo preguntas sobre la situación de los mensú —relató el canoero, mientras hacían acostar al hombre sobre el muelle—. Dijo que es un comerciante español llamado Juan Antonio Roa, pero ese no es su verdadero nombre. Alguien lo delató y los capangas lo agarraron. Le dieron una tremenda paliza y lo dejaron tirado para que muriera. Me compadecí de él, lo liberé a escondidas con ayuda de unos mensúes y conseguí sacarlo de Takuru Puku en esta canoa, en medio de la oscuridad de la noche, pero los pistoleros se dieron cuenta y me están siguiendo. No sé en cuánto tiempo más podrían llegar aquí.

—Es peligroso que lo hayas traído —le recriminó el tamói Silvio—. Es mejor llevarlo a un lugar más seguro, con los militares de Ñacunday.

—¡No! Los militares están todos a sueldo de La Industrial y de seguro lo entregarán a los hombres de la compañía —dijo Bertoni—. Además, este hombre parece más muerto que vivo, no puede seguir viajando en estas condiciones. Necesitamos esconderlo y curarlo. ¡Llévenlo arriba y hagan desaparecer la canoa!

—Usted no se preocupe por la canoa, don Moisés —respondió Barboza—. Si no le molesta, les voy a dejar al hombre a su cuidado, con ustedes estará mucho mejor. Yo voy a cruzar a la Argentina y me quedaré allí un buen tiempo, hasta que se aquieten las aguas. Por favor, no se descuiden. Esos pistoleros de La Industrial son muy jodidos, matan a la gente sin pestañear. Es muy posible que lleguen aquí, buscando a este desconocido, dispuestos a acabar lo que empezaron, para no dejar testigos.

Bertoni miró cómo los mbya guaraní se llevaban con mucha delicadeza al desconocido hacia la casa.

—Estoy acostumbrado a lidiar con los bandidos. Que vengan, si quieren —dijo—. Mantendremos oculto y bien cuidado a este hombre, hasta que se pueda curar. Has cumplido una buena acción, Barboza. Aunque tú también seas un bandido de la frontera, hay nobleza en tu alma y eso es algo que admiro. ¡Siempre serás bienvenido en Puerto Bertoni!

—¡Muchas gracias, don Moisés! Yo también le tengo una gran admiración y respeto, por todo lo que usted está haciendo.

—¿Este hombre tenía consigo algún documento? ¿Algo que nos pueda ayudar a conocer su verdadera identidad?

—No. Me rebusqué en todos sus bolsillos y no encontré nada. Seguramente, los capangas ya le quitaron todo lo que tenía. También le pregunté varias veces por su verdadero nombre, pero no me pudo contestar, porque apenas respiraba. Es un milagro que siga vivo.

—Hmmm… su rostro me resulta conocido. Creo haberlo visto antes, en algún lugar o en algún retrato. No importa… ya averiguaré de quién se trata. ¡Ándate rápido y que no te encuentren!

—¡Hasta la próxima, karai Bertoni!

Luna Paiva, “Paiva Paraná Paiva”, 2011. Cortesía

Luna Paiva, Paiva Paraná Paiva, 2011. Cortesía

Barboza empujó la canoa al agua y saltó adentro, con agilidad. Con ayuda del remo, dirigió la embarcación hacia el medio del río, tratando de no chocar de costado con la correntada principal, aproximándose poco a poco a la costa argentina.

Bertoni se quedó mirándolo navegar con habilidad durante un largo rato, hasta que el canoero también se disolvió en el luminoso espejo de las oleadas. El sol empezaba a asomar por encima de los árboles, arrancando destellos dorados a los remolinos del Paraná, borrando los últimos pedazos de niebla.

Empezó a caminar de vuelta por el sendero, hacia el caserón que asomaba en lo alto del barranco. Subió las escaleras y fue hasta su estudio, una amplia habitación en donde un escritorio de madera labrada dominaba el recinto. Se veían varios estantes junto a las paredes, en los que se acumulaban libros, cuadernos, papeles, frascos con pruebas de laboratorio, cráneos de animales, plantas disecadas, entre muchos otros objetos.

Abrió un armario, en cuyo interior estaban apilados varios ejemplares de periódicos y revistas. Revisó afanosamente hasta hallar un ejemplar de El Diario, de Asunción. Recorrió las páginas. En un recuadro pequeño estaba la foto del mismo hombre que minutos antes habían recogido de la canoa a la deriva en el río Paraná, y que ahora reposaba en una habitación contigua.

Era la imagen de un hombre adusto, que evitaba sonreír, pero se lo veía lucir un traje con elegancia europea y una barba cuidada.

El artículo decía:

Intelectual anarquista dará conferencia a obreros.

El periodista y activista social español Rafael Ángel Barrett y Álvarez de Toledo, quien reside en nuestro país desde hace algunos años, animoso militante entre los círculos del anarquismo internacional, colaborador de nuestro periódico, dictará mañana a la noche una conferencia dirigida a los obreros asuncenos en el Teatro Nacional, en donde abordará temas como el derecho a la huelga y la importancia de organizarse para reclamar los derechos laborales.

Desde que llegó al Paraguay en 1904, Barrett es reconocido por sus interesantes publicaciones en periódicos y revistas, incluyendo sus artículos en El Diario, en donde comparte agudas reflexiones sobre los acontecimientos de actualidad, con una mirada crítica y una clara postura de denuncia ante las situaciones de injusticia, motivando la acción organizada de los trabajadores.

Barrett, quien se unió al movimiento revolucionario liberal del general Benigno Ferreira en 1904, tras llegar como enviado del periódico argentino El Tiempo, decidió quedarse en el país y ejerció en 1905 un puesto de responsabilidad en la Oficina General de Estadística, pero quedó cesante tras algunas diferencias con sus empleadores. A fines de 1905 fue nombrado secretario general del Ferrocarril Nacional, puesto al que renunció para protestar contra el maltrato de la compañía hacia sus empleados. Desde entonces vive de sus colaboraciones en los periódicos. Está casado con la paraguaya Francisca López Maíz, con quien tienen un hijo.

En los últimos años, Barrett ha abrazado con pasión el credo libertario anarquista y sus conferencias apuntan a consolidar la organización de los obreros en el marco del anarquismo.

Tras terminar la lectura, Bertoni dobló cuidadosamente el periódico y lo guardó de nuevo, mientras esbozaba una sonrisa.

—Quién lo diría. ¡Bienvenido a la colonia Guillermo Tell, señor Rafael Barrett!

Luna Paiva, “Paiva Paraná Paiva”, 2011. Cortesía

Luna Paiva, Paiva Paraná Paiva, 2011. Cortesía

* * *

El vapor Edelira, de la compañía Domingo Barthe, que bajaba transportando pasajeros y cargas de yerba mate, se detuvo en medio del Paraná, en la desembocadura del río Monday. Una canoa fue descendida desde cubierta, a través de un sistema de cuerdas y poleas, hasta quedar liberada sobre el agua. A bordo estaban ocho hombres armados con revólveres y rifles. Llevaban ajados sombreros piri y de lona, con una expresión taciturna y amenazadora. Con golpes de remos se aproximaron a la costa, mientras el vapor levantaba otra vez sus anclas y proseguía viaje, aguas abajo.

La canoa llegó hasta el pequeño puerto, en donde había una pintoresca cabaña. Allí funcionaba un precario almacén que ofrecía mercaderías, comidas y bebidas a los viajeros. Más al fondo estaba la comisaría policial de Puerto Monday, una casa con habitaciones hechas de troncos de palmas, donde un oficial y dos soldaditos eran los únicos custodios de la soberanía nacional en ese remoto paso fronterizo.

Los hombres descendieron de la canoa y se dirigieron al almacén, donde atendía un tipo petiso y gordo, junto a una mujer prematuramente anciana que fritaba tortillas de harina y cebolla en una ennegrecida paila, sobre un fogón de leñas. Dos hombres morenos bebían vasos de aguardiente mientras comían trozos de carne frita con mandioca.

—¡Buen día! Mba’éichapa —saludó el que encabezaba el grupo de recién llegados. Era un hombre tuerto y corpulento, picado de viruelas, con un rifle Winchester en sus manos y un revólver 45 en la cintura. El almacenero lo reconoció enseguida. Era Juan de la Cruz Chaparro, más conocido como “Kurusu”, el siniestro capataz principal de los yerbales de La Industrial Paraguaya.

—Buenos días, señor Chaparro —dijo el dueño de casa—. Mba’éiko pe mandami?

—Dame una botella de cachasa y algunos vasos —pidió Kurusu—. Estamos buscando a dos bandidos que huyeron anoche de Takuru Puku, a bordo de una canoa. Uno de ellos está muy malherido. Seguramente habrán bajado aquí o al menos pasaron por este lugar.

—La verdad es que no —respondió el almacenero, como si estuviera acostumbrado a informar sobre situaciones similares—. Hoy nos hemos levantado un poco tarde con mi mujer y no hemos visto a nadie que haya llegado por aquí. Solamente estos dos señores rapais son los que llegaron hace un rato, pero ellos son nuestros amigos conocidos de Foz de Yguazú. Además, hasta hace poco el río estaba totalmente cubierto de niebla y no se podía percibir absolutamente nada. Si alguien pasó navegando a la madrugada, hubiese sido imposible verlos. Les puedo asegurar que al menos aquí no se bajaron, porque los habríamos sentido, pero también les pueden preguntar a los soldaditos de la comisaría. Uno de ellos estuvo de guardia durante toda la noche.

—Si es que no se bajaron aquí… ¿en dónde más podrían haber desembarcado? —preguntó Kurusu, mientras se servía el aguardiente en uno de los vasos y les indicaba a sus hombres que también lo hagan.

—Del lado brasileño y argentino existen varios puertos, pero del lado paraguayo solamente se encuentra este, en todo el sector. Un poco más abajo está el establecimiento del sabio Moisés Santiago Bertoni. Y mucho más abajo ya está Ñacunday, que es también un puerto controlado por La Industrial Paraguaya. Si realmente esos bandidos están huyendo, no creo que se hayan animado a bajarse allí. Tendrían que haberse refugiado en el medio del monte, pero así no van a llegar muy lejos y menos todavía si uno de ellos está malherido.

—¿Cómo podemos llegar hasta el puerto de los Bertoni?

—Se pueden ir en la canoa, pero la correntada es muy peligrosa. Lo más seguro para ustedes es ir por tierra, pero van a tener que caminar cerca de seis leguas. Puede que por allí encuentren a sus juidos, pero tengan mucho cuidado, porque hay indios salvajes en toda la zona.

Chaparro le mostró su Winchester, con una sonrisa de dientes dorados. Su único ojo también resplandecía con la luz que entraba desde el este fronterizo.

—Iremos a pie. Por los indios no se preocupe, sabemos bien cómo tratarlos. Dígale a su mujer que nos prepare un avío bien suculento, para llevar. Tenemos un trabajo pendiente y no vamos a regresar hasta haber cumplido. Ya saben lo que manda la ley del Alto Paraná: ¡Ningún juido se escapa con vida del yerbal!

 

Nota de edición: Andrés Colmán Gutiérrez (2022). Dos hombres junto al río, Asunción: Servilibro, pp. 13-23. El texto que aquí compartimos, titulado “Una canoa a la deriva en el Paraná”, es el primer capítulo del libro ganador del primer premio en el Concurso de Novela Inédita Augusto Roa Bastos, organizado por la Fundación Roa Bastos, la Embajada de España en Paraguay, el Centro Cultural de España Juan de Salazar y la editorial Servilibro.

Las imágenes que acompañan el texto son stills del video Paiva Paraná Paiva. Miradas sobre el río (2011), realizado por la artista Luna Paiva a partir de la célebre serie fotográfica de su padre, Roland Paiva, sobre el río Paraná.

Andrés Colmán Gutiérrez es periodista, escritor, guionista. Es presidente de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP).

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