Cultura
“Argentina, 1985”: ¿Cómo narrar el horror sin banalizarlo?
Ricardo Darín y Peter Lanzani en "Argentina, 1985". Cortesía
Es un triste privilegio argentino el poder equiparar uno de los episodios más decisivos de su historia democrática al efecto producido por los abominables Procesos de Núremberg en la conciencia cultural de Occidente. Si bien fue un fenómeno enclavado en Sudamérica, entretejido en la herencia de un mosaico latinoamericano de incontables gobiernos autoritarios, el Juicio a las Juntas trazó una dramática línea negra que atravesó el último cuarto del siglo XX y cuyas resonancias llegan hasta hoy.
El año 1985 encontraba al país del tango y de Borges, de Maradona y Mafalda, en parte esperanzado por el reciente retorno a la democracia, pero también contraído por profundos conflictos políticos y sociales, producto de modelos enfrentados de nación, de visiones distintas de la historia, de discursos que, irreconciliables, se propinan facazos de gaucho.
De manera que la sola tentativa de Santiago Mitre de abordar un proyecto cinematográfico que explora un periodo histórico que permeó a toda la sociedad argentina es ya de por sí admirable, sobre todo considerando el hecho de que un filme de las características de Argentina, 1985 discurre entre públicos de distintas generaciones, por lo que dará cuenta de, al menos, dos niveles (si cabe tal simplificación) de registro interpretativo. Por un lado, podemos hablar de la audiencia de nuestros padres, que tuvieron, de un modo u otro, contacto con esa época sombría, por lo que no precisan que la cinta profundice en detalles explícitos, pues la información está internalizada en la memoria de manera nítida. Por otro, podríamos pensar en las generaciones posteriores, que poco conocen de aquel periodo, o lo que saben de él es genérico y superficial.
Como espectador situado en este segundo grupo, tuve reacciones encontradas. Al ver la película, me resultó inevitable recordar relatos familiares que recibí como herencia, lo cual me condujo a pensar que, al escoger Mitre un foco de dirección claramente limpio y efectivo en términos de desenvolvimiento argumental, corre el riesgo de caer en simplificaciones formales, lugares comunes, dinámicas que pueden llegar a suprimir, en virtud de la ligereza y la constante inducción a la empatía emocional, el espesor oscuro, difícilmente asimilable a un relato unívoco, de lo que fue la porción más siniestra de la historia argentina contemporánea.
Así como me resultó pertinente cualquiera de las escenas en las que se muestra a quienes denunciaron la represión cometida por el aparato de Estado durante el “Proceso de Reorganización Nacional” y a los empeñados en legitimar “la guerra sucia”, en varios momentos esta dialéctica me pareció insuficiente como representación de una realidad histórica compleja y dramática.
Aunque convencidos de sus verdades particulares, quizás sería necesario pensar a unos y otros como sujetos históricos movidos por una amalgama de motivaciones, de las cuales no todas pudieron haber sido políticas o ideológicas. Uno puede empuñar el fusil revolucionario por amor a una mujer y no tanto por Perón, así como atormentar con la picana a su víctima y, sin embargo, ejercer más tarde el rol de hermano afectuoso en casa. El caso es que siempre he pensado que la realidad humana es demasiado compleja e insondable como para reducirla a una sola línea interpretativa, por más de que esta se sitúe en un plano de rivalidad binaria. Por otra parte, esto es algo que representa un desafío para quienes desean narrar la realidad sin caer en la confección de marionetas de psicología plana.
Sin ser un experto en cine, pienso que la actuación de Ricardo Darín no solo es el esfuerzo más evidente por encarnar a un ser atravesado por las contradicciones que caracterizan a toda persona, sino que evidentemente es la base articuladora del filme. Un fiscal, sumergido en los avatares de la vida madura, que en principio busca tomar algún atajo para evitar la titánica responsabilidad de promover una imputación, ante un jurado civil, contra los intocables dictadores militares. En esas particularidades psicológicas del personaje, en sus miedos y titubeos, en sus ansiosas pitadas de fumador, descubrí una proximidad lo suficientemente humana como para ser creíble, aunque no así en otros personajes, como el fiscal adjunto, cuya caracterización me dio la impresión de ser más forzada, a pesar de que Moreno Ocampo representa, en cierto modo, la fisura de cierta conciencia de clase media argentina.
Por otra parte, al comparar (ociosamente, lo confieso) a Strassera y Moreno Ocampo, me fue inevitable pensar en ejercicios narrativos acaso mejor ejecutados, en el sentido de construir personajes pertenecientes a la cruenta época que recrea la película, como el que realiza Martín Kohan en Dos veces junio, novela en la que el protagonista, un soldadito de poca monta, participa, sin ser capaz de cobrar conciencia de ello, de la reproducción cotidiana de los mecanismos de censura, represión y persecución política. Esa pregunta acerca de cómo uno mismo puede alimentar una cultura represiva desde su propia praxis diaria, es lo que no encontré en el filme. La banalidad del mal, al decir de Hannah Arendt.
No obstante, la película transcurre con una eficacia procedimental que cala en el espectador. Logra el cometido de generar en el público un vínculo no solo con las víctimas, cuyos terroríficos testimonios intentan condensar en palabras el horror, sino también con personajes “banalizados por el mal”: ese segmento poblacional que, a raíz de la publicidad del traumático juicio, tal como sucedió con el propio Borges, fue desperezándose lentamente de una ceguera con respecto a los crímenes, secuestros, torturas y desapariciones. La película acierta en esparcir, a lo largo de su desarrollo más bien lineal, pero nunca aburrido, suficientes elementos característicos de una época que pueden hacer que comprendamos cómo, por ejemplo, la madre de Moreno, mujer católica y orgullosa de la institución militar, sufre un leve pero ya inmodificable quiebre en sus convicciones más férreas, hasta que, entre ingenua y conmocionada, le confiesa a su hijo el espanto por las revelaciones del juicio y le pide que no ceje en la causa judicial, que siga hasta el final en la búsqueda de justicia.
He leído que la película, como resultado de un dramatismo in crescendo, busca aliviar tanta tensión apelando a escenas humorísticas, perfectamente imaginables en el día a día. ¿Quién no ha sido importunado por un amigo estando ocupado en menesteres escatológicos? Sin embargo, confieso que estoy de acuerdo con esta lectura, en parte porque considero que, a pesar de la estrategia suavizadora del sufrimiento empleada por Mitre, el horror, pacientemente reconstruido con retazos testimoniales de las víctimas, una vez percibido es ya insalvable, como una mancha en la memoria. El sol ya no brilla igual para un torturado, para una mujer obligada a parir en un auto, en medio de golpes. De allí que este horror no pueda ser olvidado y deba condenarse moralmente cualquier tentativa de olvido.
Es precisamente a esa visión del infierno, siquiera desde la distancia, a la que se refirió Ernesto Sábato durante la presentación ante Raúl Alfonsín del informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). El documento, irónicamente llamado “Informe Sábato”, sistematizó miles de testimonios de tortura que carecían de registro escrito y, lejos de constituir una ficción retorcida del autor de Informe sobre ciegos, como muchos dijeron para descalificarlo, sirvió de linterna al fiscal Strassera en los oscuros pasillos de su investigación.
Volviendo a la emergencia lenta pero imborrable del horror en la historia de una sociedad, me parece que la película es respetuosa de la sensibilidad que provocan las historias que componen la pesadilla argentina, pero al mismo tiempo la evita, renuncia a explicitarla más allá de las palabras, que nunca podrán expresar experiencias de esa índole. Quizás ese sea un punto que también me hizo pensar: la denuncia de una herida colectiva cuya complejidad, sin embargo, apenas se enuncia desde una crónica judicial y que, entre sucesivas escenas de gravedad emocional y otros episodios sin duda divertidos, puede llegar a banalizarse en un sentido político concreto, como el que podrían reclamar las Madres de Plaza de Mayo.
En definitiva, el filme es un ejercicio documental, presentado en formato ligero, apto para una diversidad de públicos, pero discutible en cuanto a la óptica a través de la cual se intenta dibujar la memoria fantasmagórica de los desaparecidos y reivindicar ese dolor impronunciable que solo comprenden quienes padecieron el infierno.
* Cave Ogdon (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).
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