Cultura
Ondulaciones de la memoria
La memoria es el núcleo central de la exposición de Adriana González Brun en la galería Viedma Arte. La muestra fue inaugurada en el marco de Pinta Sud Asu y está próxima a finalizar.
Adriana González Brun. "El acecho", 2022 (detalle de proceso). Cortesía
El recuerdo es un animal
que nunca acaba de ser domesticado.
Rubén Bareiro Saguier
La poética del archivo y la remisión a dispositivos de memoria han signado gran parte de la práctica artística contemporánea. La obra de Adriana González Brun no escapa a ese interés. Nacida bajo el régimen de Stroessner en una familia de marcada militancia disidente, abordó en su trabajo cuestiones que van de lo social y lo político a lo íntimo y privado. Su lenguaje ha sido siempre transdisciplinario y ha cruzado instalación, video, fotografía, escultura y grabado. En esta exposición, la membrana sutil de la memoria es uno de los núcleos centrales, así como la fragilidad, la vulnerabilidad y la intemperie.
A comienzos de los 2000, Adriana González Brun presentó en la Bienal del Mercosur su instalación Memorias de un archivo, referencia directa al Archivo del Terror, hallado pocos años antes cerca de Asunción y cuya aura espectral se expandía a todo el Cono Sur. La obra llegaba como una nueva reflexión sobre la situación política del país, abordada en trabajos previos como Fiel a su infortunio, instalación performática de grandes dimensiones realizada en 1998 en Galería Scappini-Lamarca, que exigía al espectador involucrarse en la obra, penetrar en ella, a modo de recorrido visceral del espacio.
Esta vez, en la galería Viedma Arte, la remisión a la historia política del Paraguay opera de manera similar. Las grandes telas impresas, leves, flexibles, inestables, generan ondulaciones que llevan y traen el pasado, lo instalan y lo transforman. Hay que tocar, entrar, caminar entre estas sublimaciones sobre gasa que reproducen nuevamente aquel archivo, el que guardaba los secretos del Plan Cóndor, el mismo archivo que hoy, ya institucionalizado, sigue incitando a la indagación artística. La obra responde a una suerte de arqueología personal de la artista que busca procesar, una vez más, nudos traumáticos de la esfera pública y privada.
La sombra del exilio recorre toda la muestra. El desarraigo y la precariedad se hacen perceptibles en Casa-Sombra, conjunto escultórico de ocho piezas en bronce a la cera perdida, presentado como instalación, y las mezzo-tintas que hacen emerger de la oscuridad los vestigios del hogar perdido. Estas obras continúan un proceso iniciado hace algunos años por la artista cuando –en el marco de la Bienal de Asunción– levantó en la sala del Centro Juan de Salazar un habitáculo de barro con los trazos elementales y estereotipados de una casa. En él también se podía entrar. Y se podía salir para encontrar, unos metros más allá, en el exterior, el “negativo” de la misma casa que, en lugar de proteger, dejaba su interior a la intemperie.
Las casas-sombra de ahora, pequeñas pero perdurables –a diferencia de las dos anteriores–, presentan huecos abismales, grietas irreversibles, divisiones tajantes, perforaciones y abolladuras. En estas cáscaras tiesas de intimidad compartida, los recuerdos irrumpen en cada vacío con rumores de convivialidad lejana. La casa, donde paredes y techo se confunden en abrazo crepuscular, arroja sombras largas que con el tiempo se disipan.
Junto a la casa, el pan. El alimento básico, cuya imagen alude al trabajo, al afecto, al milagro, incluso. Pan y abrigo, y ya somos humanos. Efímero, pues apenas dura un día, el pan ha sido ícono recurrente en el arte a través de siglos y lenguajes. Adriana González Brun transforma un producto perecedero y barato como el popular “pan trincha” en pieza de alto valor estético y simbólico cuyo aspecto –por materia, volumen y color– puede asociarse a un lingote de oro. Al margen de las reminiscencias infantiles que este pan pudo provocar en la artista, ella –que vive desde hace años en Basilea– pudo sentir el temor de Europa ante la proximidad de una crisis alimentaria desencadenada por la guerra de Ucrania, uno de los grandes proveedores de trigo del mundo. Así, sumó una nueva lectura a las ya muchas posibles.
La muestra incluye una “colección de cielos del Paraguay”. Los hay soleados, brumosos, nublados, atravesados por truenos y relámpagos. Se trata de una serie titulada Parpadeos, integrada por nueve videos en pequeño formato, registrados caseramente, que manifiestan las vacilaciones del ánimo ante circunstancias diversas, y adversas.
Finalmente, dos piezas aluden a la memoria como facultad y ejercicio. De grandes dimensiones, ambas se extienden, ligeras, orgánicas, en la fachada de la galería. En planta baja, una enorme nube blanca en fibra de vidrio (El acecho, 2022) parece condensar las expectativas y temores de una época, y en el primer piso otra nube, oscura pero traslúcida, deja ver su estructura interna, hecha de alambres y malla metálica, evidenciando su condición de constructo intencional aunque azaroso. Son dos formaciones aleatorias que dialogan entre sí, en silencio, frente al ruidoso trasiego de la calle.
La memoria, en esta exposición, es un cuerpo, una fuerza viva que se agazapa, se lanza y se retrae. Es también fantasía, ficción, apuesta. La memoria, esta memoria, sazona el recuerdo mientras la noche se pasea por la casa y con sus dedos fríos recoge el pan que se ha caído.
* Adriana Almada es crítica de arte, escritora, editora y curadora. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Internacional), de la que fue vicepresidenta, así como presidenta del capítulo paraguayo (AICA Paraguay). Es curadora de la Colección Mendonca (Paraguay) y directora del área cultural de El Nacional.
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