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Cultura

¡Por favor, Roa Bastos no!

Augusto Roa Bastos, “Yo el Supremo”. Cortesía

Augusto Roa Bastos, “Yo el Supremo”. Cortesía

Un tópico común al hablar de Augusto Roa Bastos es que se trata de un escritor difícil de leer. Es algo de lo que se quejaban compañeros de colegio hace casi veinte años y de lo que es posible que se sigan quejando los jóvenes de ahora.

Pareciera que esta dificultad para leer a Roa Bastos estribara en su empleo de un vocabulario demasiado “rebuscado” en tiempos en que los lectores, por un lado, demandan una continuidad entretenida en la acción y, por el otro, los escritores persiguen a toda costa un estilo claro y sencillo, corriendo el riesgo de caer en la pobreza lingüística. Por rebuscado entiendo un vocablo con alto grado de literariedad, cuyo uso, por razones sociales o históricas, se reserva a un ámbito culto, no coloquial. De todas formas, esta literariedad, según Roman Jakobson, permite al mismo tiempo definir un texto como literario.

La máxima expresión de esta problemática que plantea la legibilidad de la narrativa roabastiana aparece al momento de enfrentarse a su monumental novela Yo el Supremo.

Si bien Roa Bastos no es uno de mis escritores predilectos, creo que debe tenerse cuidado al juzgar autores estableciendo una estricta correspondencia entre su grado de legibilidad y su grado de aceptación lectora. Podríamos citar, por ejemplo, a James Joyce, autor con una legibilidad bastante más oscura que Roa Bastos. El irlandés no solo escribe con un lenguaje recargado, combinando significados confusos, sino que no es fácil de masticar ni de digerir. Numerosos pasajes de Ulises son un ejemplo de ello. Por no mencionar Finnegans Wake, en donde Joyce lleva al extremo el experimentalismo lingüístico y la subversión de la novela, abriendo un abismo de ilegibilidad como forma de representar el mundo de la noche y del sueño.

¿Por qué muchos compañeros de colegio no podían experimentar ese “placer del texto” del que habla Roland Barthes cuando nos hacían leer Hijo de hombre? ¿Por qué no podían entenderlo? ¿Rechazo a la lectura? ¿Preferencia por narrativas más entretenidas? ¿Falta de identificación con el tema de la obra, con su estilo, con su registro lingüístico? ¿Falta de compresión lectora? ¿De vocabulario? Es probable que un poco de todo lo anterior. El resultado era siempre una queja: “¡Por favor, Roa Bastos no!”.

© Cave Ogdon

© Cave Ogdon

Ahora bien, ¿es Roa Bastos tan ilegible? Trascribo el primer párrafo de Hijo de hombre:

“Hueso y piel, doblado hacia la tierra, solía vagar por el pueblo en el sopor de las siestas calcinadas por el viento norte. Han pasado muchos años, pero de eso me acuerdo. Brotaba en cualquier parte, de alguna esquina, de algún corredor en sombras. A veces se recostaba contra un mojinete hasta no ser sino una mancha más sobre la agrietada pared de adobe. El candelazo de la resolana lo despegaba de nuevo. Echaba a andar tartaleando el camino con su bastón de tacuara, los ojos muertos, parchados por las telitas de las cataratas, los andrajos de aó-poí sobre el ya visible esqueleto, no más alto que un chico”.

El principal inconveniente que plantea la lectura de este pasaje radica en el uso de al menos tres palabras bastante poco usuales: “mojinete” (tejado), “candelazo” (resplandor) y “tartalear” (moverse con temblores). La argumentación a favor de estas palabras podría ser también triple: dar cuenta de la riqueza del español, las propias preferencias estéticas del autor y la necesidad de acentuar el rasgo literario de la obra.

Lo que resulta claro es que el pasaje arroja luz sobre el aparente problema: la distancia que puede mediar entre un escritor y un lector en términos de lenguaje. Pareciera que, en la medida en que el escritor aumente su nivel de literariedad, mayor tendrá que ser también el grado de correspondencia interpretativa del lector. No es lo mismo escribir “la calle oscura” que “la calle lóbrega”.

Lo mismo pasa a la hora de elegir entre “candelazo” o “resplandor”. Roa Bastos escribe “candelazo”, afirmando así un lenguaje literario, pero delimitando, en consecuencia, sus condiciones de lectura. Quien ignore el significado preciso del término, carezca de capacidad interpretativa o no tenga un diccionario a mano, enfrentará una oscuridad léxica.

¿Significa esto que debe privilegiarse una escritura más prosaica que retórica? Este dilema lo plantea Morelli, el trasunto de Julio Cortázar en Rayuela, al expresar su repulsión por el “lenguaje literario”. Al cabo de una vida consagrada al oficio, le resulta insoportable seguir usando palabras con una “función decorativa” que no se corresponde con el habla corriente. Incluso la noción de escritura como forma de transmitir un mensaje le parece cuestionable, ya que “no hay mensaje, hay mensajeros y eso es el mensaje”.

Lo que parece evidente es que si el lector no experimenta una conexión con el texto, si no descubre en la página un espejo, pero también una ventana, si no siente, como diría Barthes, que “el texto lo está leyendo a él”, la literatura no pasa de ser mero artificio.

Por eso Morelli reflexiona sobre la posibilidad de una literatura que haga al lector copartícipe de la experiencia que atraviesa el escritor. Él intuye el misterio tras la fachada. Le gustaría que el lector salga a buscar ese misterio, aunque nunca lo encuentre. Esto solo puede lograrse por medio de una palabra lo menos “estética” posible.

Concluyendo: Roa Bastos está en las antípodas de una escritura prosaica, vaciada de literariedad. Es ilegible en la medida en que no nos adentremos en el espesor del lenguaje literario. Es un viaje que requiere diccionario.

 

 

* Cave Ogdon (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).

1 Comment

1 Comentario

  1. Marisol Palacios

    22 de agosto de 2022 at 12:06

    La única obra un poco más rebuscada, para un lector consuetudinario, es “Yo el Supremo”, pero más bien por el uso de las palabras, por ese “juego” que que Roa hace con ellas. Por lo demás, sus otras obras son de muy fácil lectura.

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