Cultura
Retroiluminación
Lapachos en la Plaza Uruguaya (detalle)©Fotociclo
Ahora el espacio tiene otros ojos que lo miren. Escalas son reconocidas como si nunca te hubiese sido dado palpar el mundo para situarte. El tiempo está contrito y te mantiene separado de cosas como besar/oler. Pensás en la palabra hetũ, que en guaraní designa ambas acciones:
— Mba’éicha piko aipo abuela mba’e nohetũmo’ãi i-nieto? — cuestionaba tu abuela, insistiendo en su necesidad de besar/oler, pese a la separación, abierta en un invisible entre dos deseos de abrazo.
El calor cede, por fin, al alivio que proporcionan escasas semanas nubladas. Pero bajo la piel restalla el arrebato que maceran los pacientes, como una fiebre que no es. La constante de una urgencia tras otra entrena para resistir todos los infiernos del día. Entonces el otro calor también quiere ceder. Y cede.
Ya florecieron los primeros lapachos. Te resulta más extraño que de costumbre volver a verlos. Florecen todos los años, y siguen siendo apariciones incongruentes, inesperadas incluso. Los tajy están lo suficientemente elevados del suelo para separar su intensidad de los días de tráfico congestionado; de alternancia entre espera y apremio que estresa a peatones; o de olor confuso de alimentos ofrecidos por vendedores ambulantes. A veces, flores rosadas se dejan llover, y borran fugaces la basura que sobrevuela a ras de suelo.
El bautismo rosado posa su contraste incluso sobre carpas negras. Son refugios que indígenas ava guaraní, exiliados de sus tierras, improvisaron en la galería de la vieja estación del ferrocarril, junto a la plaza Uruguaya, en la capital. Rosa sobre negro. Aquí, la extrañeza de que todo esté sumergido en flores se agudiza: había más coherencia cuando el tiempo adverso coincidía con el humo que, meses antes, había llegado de incendios forestales y de pastizales afectados por la sequía.
Ciertas materias no son susceptibles de disimulación. Los lapachos, antes bien, las destacan con su resplandor incesantemente florido. Antes había algo triste y secreto; ahora es triste, secreto y florido. Solo la visión de lapachos es un bien común, compartido incluso con quienes se ocupan de afearlo todo. Edificios reemplazan en los barrios las casas con patios y desdibujan las escalas de las ciudades en sus ejes financieros. Esta arquitectura especulativa exhibe sus exteriores espejados y brillantes, pero está deshabitada: es un resplandor hueco.
Mientras, bosques retroceden ante el avance de tendencias horizontales. Los campos de soja o las pasturas para el ganado pertenecen a la misma tendencia acumuladora que extiende su dominio sobre todos los terrenos de la vida, deforestando.
Entraste en la pieza de tu abuela. Sus polvos, ungüentos y colonias conformaron en el centro de tu recuerdo una presencia olfativa tan fuerte que te sobresaltó. Saliste pronto. En la sala, el televisor prendido mostraba las noticias: informaban acerca de la deforestación y sobre nuevos avistamientos de pájaros silvestres en la ciudad. Recordaste aquella vez que, en las inmediaciones del Lago de la República, en Ciudad del Este, viste el resplandor fugaz de los ojos de un puma.
*Damián Cabrera es escritor, investigador, docente, gestor cultural y curador. Su trabajo se desarrolla en las áreas de lengua, literatura, fronteras, arte, política y cultura. Es miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte Capítulo Paraguay, y de los colectivos Ediciones de la Ura y Red de Conceptualismos del Sur.
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