Cultura
Memoria blanca
La Dra. Branka Susnik fue, es, una grande del Paraguay cuyo nombre rebasa nuestra cartografía cultural y se proyecta sobre el mundo. Abordar su figura en clave de representación teatral supone un desafío fuerte. Marcelo Martinessi lo encara con audacia en “Memoria Branka y el fuego”, y logra sortearlo desde la solvencia de su oficio y el apoyo del eficaz desempeño actoral de Ana Brun y Natalia Cálcena.
Natalia Cálcena y Ana Brun en "Memoria Branka y el fuego" © Dani González. Cortesía
Teatro expandido
Las diversas conformaciones del arte contemporáneo discuten sus propios límites con vistas a cruzarlos e internarse en otros ámbitos estéticos y disciplinales. Hoy, el teatro proyecta la escena más allá de la cuarta pared que lo cerraría; se vincula con el cine, el archivo y la documentación, con la música y las artes visuales. “Esta obra debería ser hecha en cine”, se oye decir al inicio de la obra. Quizá así fuera hecha en parte y transcurra desdoblada en devenires paralelos, como los que abre la memoria para enmendar sus disyunciones inevitables. Desde cierta perspectiva, se trata de una instalación en “sitio específico”, que así se llaman las propuestas estéticas visuales que dependen de las particularidades del espacio que ocupan; sin duda, las salas del Museo Etnográfico Andrés Barbero resultan fundamentales para definir el clima y contornear el perfil de los significados que esta obra pone en juego.
La porfía de las memorias
El título de la obra autoriza a que sea tomada como una clave suya la figura de la memoria, personificada en el papel de Branka joven o, al menos, más joven que quien representa el personaje ya con 70 años. Pero, este desdoblamiento cronológico resulta problemático. ¿Cuál es el tiempo actual en un transcurso que reitera situaciones de opresión y dictadura? ¿Cuál, en un devenir continuo que no puede desprenderse de las sombras que cada paso proyecta? ¿Cómo distinguir el genuino momento presente entre dos tiempos simultáneos?
Branka no puede deshacer los lazos de evocaciones dolorosas, demasiado ajustadas: no puede obviar los fantasmas que la acompañan desde Eslovenia, los que la atosigan desde el fondo de una historia recurrente y mediante la presión de una demanda ética constante. El exilio siempre instala una dualidad insalvable: duplica los hechos en cada orilla de la geografía escindida; hace resonar las voces en idiomas que una y otra vez intentan vanamente empalmar con las palabras originales. A diferencia del recuerdo, la memoria involuntaria, la nombrada por Proust, aparece cuando no es llamada; irrumpe inoportuna, revela lo que se trataba de omitir y, al burlar el cerco vigilante de la conciencia, transgrede el orden lineal del tiempo.
Nombres imposibles
La obra vincula este acoso de la memoria con el que sufren los pueblos indígenas despojados de las tradiciones que sostenían el pacto social: el asedio de los espectros de nombres y mundos perdidos. El libreto refiere el intento de suturar el tajo abierto por la mutilación de sus comunidades; en ese afán, los indígenas tratan muchas veces de remedar identidades de la sociedad colonizadora (investiduras de militares y de oficiantes cristianos), pero esos papeles postizos apenas resultan recursos de sobrevivencia: no sirven para aplacar la insistencia de la memoria. Además, dicho libreto recuerda que, a lo largo de su vida en Paraguay, Branka Susnik debió asumir el papel de kuña kuimba’e para mimetizarse en un mundo regido en cifra patriarcal y, también, para acceder a ciertos momentos reservados a los varones en el transcurso de rituales indígenas.
Circunspecta, cautelosa, ella logró reconstituir su legítima identidad ajustándola a las presiones de un medio muchas veces hostil y siempre demasiado extraño. Pero nunca logró deshacerse de las imágenes, pulsaciones y sonidos que seguían llegando, amortiguados, tal vez, desde la Eslovenia de las primeras décadas del siglo XX. Nunca pudo eludir las “punzadas de la remembranza”, en el decir de Dante, porque justamente la construcción de su identidad estaba acuñada por las formas del pasado, alimentada en silencio por un núcleo traumático y, en consecuencia, aferrada por raíces demasiado hondas que no pueden ser nombradas porque carecen de nombre.
Momentos políticos
La obra transcurre en un escenario marcadamente político, durante la noche del 2 de febrero de 1989, a inicios del golpe que tumbó la dictadura de Stroessner. Los estruendos llegan hasta el escritorio donde Branka trabaja incesante, encarada por el personaje que le acerca su propia memoria; personaje que la duplica, la desdobla, la juzga y la conforta. Una vez más, esta figura evoca otras violencias de la historia, otros disparos letales, como el que abatió a su padre del otro lado del tiempo, como el que sigue nublando su mirada penetrante.
Detractores de la Dra. Susnik (que ninguna gran figura deja de tenerlos) han rumoreado alguna vez acerca de su supuesta apoliticidad. Evidentemente, ella no fue una militante ni, mucho menos, una afiliada partidaria, pero, a pesar de su laconismo, distó mucho de una posición neutral y jamás tuvo asomo de compromiso con el régimen dictatorial. Según Rancière, el momento político se constituye con la manifestación en la esfera pública de actores invisibilizados por los intereses hegemónicos. Desde esta perspectiva, el ingente quehacer de la doctora mantiene un tajante componente político: su puesta en historia de pueblos condenados a una dimensión atemporal contradice el intento de la historia oficial de desconocer el protagonismo público de las naciones indígenas.
La Dra. Susnik legó al Paraguay un descomunal y riguroso estudio que cubre la totalidad de las familias lingüísticas asentadas en el país y, de manera general o específicamente, abarca las etnias que las integran. No se trata de meros inventarios, sino de eruditas investigaciones que alcanzan las nervaduras íntimas de las culturas étnicas y constituyen un material imprescindible para la comprensión de la antropología, la etnología, la historia, la sociología, la política, la teoría del arte y, en general, la cultura del Paraguay. Esta obra es también política no solo porque otorga presencia a sociedades omitidas por las instituciones oficiales o, al menos, no lo suficientemente reconocidas por ellas, sino porque contesta de manera contundente ciertos mitos legitimadores de la dominación colonial: las tantas idealizaciones románticas e interpretaciones simplificadas que han conducido a un burdo nacionalismo que acá no cabe nombrar. Al ambientar su argumento en la noche de la caída de Stroessner, esta pieza teatral hace justicia a la posición ético-política de la doctora Susnik.
Del fuego
La bibliografía de Branka Susnik, cuya gigantesca extensión no ocurre en mengua de la intensidad de sus análisis y la severidad de sus descripciones, permite a veces líneas de fuga que entreabren la compacta mole del pensamiento que la sostiene. Un pensamiento rigurosamente científico –y, como tal, más cercano al empirismo que a los empujes de la intuición y los juegos de la interpretación– que se encuentra a menudo ante coyunturas demandantes de explicaciones ajenas al pensamiento occidental. Pero las circunstancias extremas que plantean la situación aciaga de los pueblos indígenas, así como sus regímenes diferentes de sensibilidad, lógica y creencia, llevaron a la investigadora a dejar puntos suspensivos; es decir, la impulsaron a habilitar la posibilidad de la poesía, la imaginación mítica, el asombro estético y el delirio ritual, expedientes ubicados en las antípodas de su rigor epistemológico y la exigencia de verificar cada hipótesis suya. La saludable flexibilidad y la inevitable tolerancia abiertas por esa posibilidad, permiten lecturas diversas de sus libros y posiciones diferentes ante la inmensidad de cosmogonías desconocidas pero genuinas en sus oscuras intensidades (en algún momento del libreto teatral, ella se refiere a la cultura chamacoco como una de las más “vibrantes” que conoce).
La doctora Susnik tuvo el respeto y la honestidad intelectual de llegar hasta el punto que habilitaban sus saberes y convicciones. Después, la palabra calla, como lo hace todo verbo ante la magnificencia de lo desconocido. Entonces, el poder destructor/ regenerador del fuego, una forma ritual de la palingenesia, puede redimir la historia propia ante el límite de lo radicalmente inexplicable, ante el dintel de la muerte, ante el borde nocturno del trauma, que no puede ser comprendido ni olvidado. Quizá podría imaginarse una memoria blanca (no en blanco), capaz de asentar entrelíneas las cifras dolorosas del pasado. Acaso podría imaginarse ese espacio ideal inscribiendo tales cifras en un proyecto prodigioso que requiere el vértigo de asomarse a universos ignotos y escribir 70 libros memorables.
* Ticio Escobar es crítico de arte, curador, docente y gestor cultural. Fue presidente de la sección paraguaya de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Paraguay), director de Cultura de la Municipalidad de Asunción y ministro de la Secretaría Nacional de Cultura.
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