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Cultura

De lo posible a pesar de todo

Divagaciones acerca de la obra teatral “Veinticinco”, escrita y dirigida por Julio de Torres e interpretada por Julio Petrovich, Erik Gehre y Mónica Airaldi. Música, Juan Pablo González. Escenografía, Carlo Spatuzza. Diseño de iluminación, Martín Pizzichini.

Julio Petrovich y Erik Gehre en “Veinticinco” © Fernando Cabrera

Julio Petrovich y Erik Gehre en “Veinticinco” © Fernando Cabrera

El olor del descampado

“Salí del encierro oliendo a intemperie” reza un conocido aforismo de Augusto Roa Bastos. Esta breve frase resulta inquietante porque presenta una contradicción: el encierro es lo opuesto al descampado. Pero la sentencia no debería ser considerada en cifra de contrasentido lógico, sino en clave de paradoja, en el sentido contemporáneo del término: la oposición enriquece el enunciado poniendo en tensión sus figuras enfrentadas. Por un lado, en el encierro anida la intemperie del desamparo; por otro, afuera, se cierne la amenaza de una libertad adulterada. Guillermo y Ernesto, los personajes de la obra Veinticinco, se encuentran enclaustrados en un pequeño refugio sin ventanas y, simultáneamente, guarecidos del encierro que aguarda en el exterior.

La convivencia en aislamiento configura una situación-límite, una experiencia radical que intensifica rasgos propios de la situación humana y traza un eje entre la libertad y la soledad (y, al mismo tiempo, entre el miedo y el deseo de cada uno de esos términos). Tensadas entre las puntas de ese eje, las personas que comparten una esfera clausurada revelan momentos extremos de su temperamento, su historia y su proyecto ético. La subjetividad queda crispada ante situaciones sin salida. Hay sí aperturas escénicas, pero ellas conducen a dimensiones sujetas a un régimen más sofocante aún que el del tugurio que cobija y recluye a los personajes. Por eso, todas las opciones son drásticas. Ambos refugiados se encuentran acorralados entre la culpa y el deseo de construir un mundo alternativo a la sociedad que desprecian y temen. Guillermo: “Somos vos y yo contra el mundo. Ellos (los otros, los habitantes de ese mundo) están en sus órbitas girando y girando hacia cualquier lado”. [1] ¿Es posible construir una dimensión diferente en un tiempo acotado; en un tiempo una y otra vez remarcado en su finitud, abreviado en su plazo impostergable?

© Fernando Cabrera. Cortesía

© Fernando Cabrera. Cortesía

Un inventario posible

Guillermo y Ernesto consideran algunas posibilidades que deberían ser cumplidas en el brevísimo lapso disponible, en la mínima brecha que parece entreabrir la trampa fatal. En primer lugar, la música, entidad ideal que logra, en cuanto imposible de ser corporizada, ubicarse más allá del destino trágico. Luego, la filosofía; la más grave, la jugada sobre el linde del abismo: el pensamiento último que roza el nihilismo y desafía el orden de la Razón. Otra posibilidad: la muerte. La muerte propia y la de los otros, que tendría una doble versión. Ernesto: “La segunda muerte los acompaña. Porque ya están muertos”. Al revés de la figura lacaniana de la “segunda muerte” –referida a una muerte simbólica que sucedería a una real–, en esta obra la muerte real llegaría después de la simbólica. Por eso el homicidio no sería, en rigor, un crimen: cometerlo sólo estaría refrendando o reafirmando lo ya sucedido en el orden de los símbolos.

Otra posibilidad es la introspección. Ernesto: “Ya estamos en la mierda. Necesitamos entrar en nosotros ahora”. Esa vuelta sobre sí supone una tarea difícil, pues ambos mantienen una relación simbiótica que permite poco margen de autonomía subjetiva. Por eso, otra salida posible radica en la consecución del equilibrio entre uno y otro, que parecen estar soldados entre sí y precisan desprenderse para respirar bocanadas de aire propio. En ese contexto, la autoconciencia se vuelve problemática y exige una continua puja dialéctica entre la identidad y la alteridad, litigio que no tiene conciliación posible y anima todo el desarrollo de la obra asumiendo configuraciones distintas. Éstas conforman momentos dolorosos de un personaje desdoblado que debe asumir la diferencia como principio ético primero. Y debe hacerlo no solo buscando autoafirmarse, sino intentando prepararse para una definitiva separación preestablecida. Una separación determinada por los dioses, como en la tragedia clásica; fijada por el destino de todo humano que muere solo aunque se encuentre acompañado en el trance final. “El amor (todo tipo de amor) es la búsqueda anhelante de la mitad que falta” hace decir Platón a Diotima. Pero hacerse cargo de constituir una mitad y de buscar la otra sin sacrificar la identidad de cada parte está en la base de la responsabilidad con uno mismo y con el prójimo; responsabilidad que, en última instancia, es condición de todo genuino vínculo humano.

© Fernando Cabrera. Cortesía

© Fernando Cabrera. Cortesía

El séptimo círculo de Dante

Pero las relaciones humanas también se encuentran expuestas a la trampa de ese vínculo, cuya trama adulterada acosa el derrotero humano. Ítalo Calvino dice que, cuando el mundo se vuelve un infierno, debe levantarse un espacio que sea un no-infierno, y cuidarlo. La obra Veinticinco plantea un espacio que, ante el infierno circundante, trata de construir un no-infierno, pero éste, a su vez, deviene infierno en cuanto reproduce las horrendas condiciones externas. Voz en off de ambos: “Y lo peor es que, cuando el mundo externo irrumpe en el silencio de nuestra culpa, el dolor sacude nuestras almas”.

Sucede que, según Sartre, el infierno son los otros: es la mirada ajena lo que instaura el averno. Su obra teatral A puerta cerrada se centra en la repercusión determinante que, en situaciones de encierro (tal el caso de la obra sartreana), tiene la mirada de cada quien sobre el otro que lo acompaña. Es una mirada que persigue y juzga de manera constante, pues en el encierro de los círculos infernales no transcurre el tiempo. Ni siquiera se lograría escapar de la mirada extraña refugiándose en el propio ámbito interno, pues no se puede dejar de mirar a quien tan cerca se tiene. Ernesto: “Cuando uno de los dos pase a otra (órbita)… yo no voy a dejar de observarte”. El juego especular de las miradas se vuelve más angustiante si se considera que los reflejos que produce ocurren de manera distorsionada. Yo veo al otro de manera diferente a cómo el otro se ve a sí, y viceversa, claro. Esa mutua tergiversación es la causa de todos los malentendidos. Pero también, la garantía de la diferencia: si la mirada pudiera transparentar completamente fulminaría la singularidad del mirado y no habría posibilidad de que fuera éste respetado en cuanto sujeto autónomo. Por eso Guillermo y Ernesto tanto se aman fraternalmente como se detestan con fuerza. Y esa oscilación compromete el equilibrio y arriesga el contrapeso entre la necesidad de compañía y la de espacio propio. Ernesto: “A veces extraño la soledad. Cuando busco la soledad, la encuentro en vos. Y cuando no la busco, igual estás vos”.

© Fernando Cabrera. Cortesía

© Fernando Cabrera. Cortesía

Órbitas

Otra salida más: refugiarse no sólo en un espacio físico diferente, sino en una dimensión, digamos ontológica, diferente, paralela. La misma escenografía de la obra distingue el plano real y el ficticio, accesible a través de la imaginación poética, el vuelo consolador del “porro” y del vino, la ilusión del juego. El parlamento transcurre cruzando continuamente el linde que separa uno y otro plano, o se mantiene en suspenso entre ambos. Nada permanece estable más que la figura de la muerte, y aun ésta se disuelve apenas consumada: no hay memoria de la propia muerte. Sí la hay de la muerte ajena, movida por el fantasma recurrente del crimen fundacional.

Pero el propio discurrir del parlamento acerca otras salidas, fuera de sí mismo. El teatro contemporáneo sacude la lógica argumental no tanto desde la ruptura innovadora, la experimentación lingüístico-formal o la poética del absurdo, como lo hace el teatro moderno. Actúa más bien a través de sobresaltos de la temporalidad lineal, así como mediante intersecciones de tiempos, disciplinas y géneros (la música como elemento estructural de la obra, la literatura, la cita del cine; la escenografía como propuesta visual, como instalación y la filosofía, en general, como horizonte, como abismo). Estas anacronías y cruces borran los límites estilísticos y disciplinales, obligan a la escena a expandir sus alcances y fuerzan al libreto a perder su unidad siguiendo líneas de fuga indóciles al régimen de la representación establecida. Entreabierta la cuarta pared del teatro, la escena desborda el proscenio y se proyecta hacia pragmáticas sociopolíticas diversas. Me refiero a dos cuestiones ineludibles en el tratamiento del encierro: la prisión política y la cuarentena.

El cautiverio en calabozo trazó, especialmente durante la dictadura militar de Alfredo Stroessner, marcas brutales en la memoria: en muchos casos, demasiados, los presos políticos eran confinados y aislados en mazmorras sofocantes que generaban daños físicos y psicológicos. Los complejos traumas que configuraban el llamado “síndrome del encierro compartido” producían casos de heroica sobrevivencia y de camaradería ejemplar o eventos de degradación anímica y deterioro de las relaciones interpersonales; todos ellos liberados de la lógica del tiempo y la garantía de la razón. En la obra, el momento siniestro aparece reforzado por la representación de la tortura, en modo de juego, pero siempre feroz.

La cuarentena global producida por la pandemia del Covid-19 reveló otras formas de convivencia forzada, impensables hasta entonces. Salvando las grandes diferencias, la misma sintomatología que la causada por el cautiverio ha promovido consecuencias equiparables. La habitación cerrada, el miedo a lo que ocurre afuera y se sufre adentro, tanto promovieron la resistencia y la solidaridad como ocasionaron oscuras alteraciones síquicas y trastornos en los vínculos intersubjetivos. En esos casos, el ser humano se enfrenta, como lo hacen los personajes de Veinticinco, a situaciones radicales que ponen a prueba no solo su resiliencia, sino su capacidad de fantasía para encontrar o inventar salidas alternativas, reales o ficticias, posibles al menos. No otra cosa puede hacer el teatro, como el arte en general, que habilitar la dimensión de lo posible, su ámbito más genuino y fructífero.

La pieza desemboca en una extraña escena de idealización, de utopía; tal vez de ironía. En cualquier caso, se trata de una apuesta por una creencia desesperada para enfrentar el desatino del final. La corporización de Euterpe, la musa de la música, el arquetipo mítico inalcanzable, solo es posible mediante la imaginación, capaz de sortear la distancia de la Cosa irrepresentable. La obra se cierra con la visión del personaje parnasiano radiante de aura y provisto de los atributos de la iconografía clásica. Presentar lo imposible es otra forma de invocar lo posible; la última carta que se reserva el arte. La más cabal quizá.

 

 

[1] Los textos entrecomillados corresponden a citas literales del libreto dramatúrgico.

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