Cultura
Susana Gertopán, la literatura como catarsis
La obra de Susana Gertopán, muy marcada por el componente emocional y psicológico, se ha desarrollado en virtud de la fruición escritora que caracteriza a la autora, para quien literatura y vida se confunden en un oficio que resulta fundamentalmente catártico.
Susana Gertopán © Víctor Candia
Un repaso de sus trece novelas –muestra contemporánea y notable de un género poco cultivado en Paraguay– nos revela una primera etapa enfocada en el relato de la memoria familiar judía, sus costumbres, creencias, contradicciones, dramas y tristezas; en suma, las vivencias de migrantes en un país sudamericano en tanto seres expuestos al desarraigo y a la amenaza del olvido [1]. Barrio Palestina (1998) y El callejón oscuro (2010) son un buen ejemplo de ello. Son libros en los que la crónica social se alterna con el recuento memorioso.
Más tarde, la obra de Gertopán comienza a explorar ya no solo el fenómeno del exilio en tanto desplazamiento de un territorio a otro, sino como movimiento interior, como búsqueda de una identidad que necesita siempre hallar puntos de referencia en el pasado, no pocas veces nebuloso y desconocido, un océano de posibilidades a transitar bajo propio riesgo.
Finalmente, se podría decir que, de forma creciente, sus últimas novelas (piénsese en Primera pregunta o El señor Antúnez) han ido cobrando una característica metaficcional, un cierto procedimiento experimental en el tratamiento del relato, visible en preocupaciones explícitas de sus narradores en relación con la imaginación de los propios personajes.
Gertopán acaba de presentar su última novela. A propósito de ella, pude conversar con la escritora sobre los núcleos principales de su narrativa, a mi parecer: la memoria judía, el exilio y la escritura como preservación de una historia que siempre amenaza desvanecerse.
―Una temática que siempre me atrajo de tu obra es el judaísmo, la forma en que buscaste retratar ese complejo proceso a partir del cual comunidades judías de distintas regiones del mundo migraron a territorio sudamericano. En Barrio Palestina, precisamente, narraste las vivencias de un barrio asunceno histórico, para muchos desapercibido, habitado por inmigrantes judíos. ¿De qué modo ese “submundo cultural” influyó en la búsqueda de tu propia identidad?
―En realidad se podría hablar de las costumbres y tradiciones judaicas. En el apodado Barrio Palestina, vivían en conventillos inmigrantes judíos que llegaron poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Mi identidad la sentí desde pequeña, no necesité de una búsqueda para identificarme con ese grupo migratorio, pero sí en mi mundo de ficción e imaginario. En ese contexto, contribuyó la influencia de ese contenido histórico, social, territorial.
―¿Tuvo algo que ver eso con tu posterior dedicación a la literatura?
―No, mi dedicación a la literatura, o mejor, mi contacto y mi afición a la literatura, tienen que ver con la necesidad de indagar en mi propio ser y en el de otros.
―El drama del desarraigo judío y de sus posibilidades de representación literaria constituyen, en mi opinión, una de las tentativas más notables de tu escritura. No pocas veces la simbiosis de una cultura migrante con la local entra en conflicto en el plano de la lengua. ¿De qué manera las generaciones inmigrantes a las que perteneció tu familia pudieron ser afectadas culturalmente por el jopara paraguayo?
―Creo que no hubo una influencia del jopara en todos sus sentidos o connotaciones de idioma y cultura en mi familia. Ellos seguían hablando en yiddish y conservando las tradiciones judías. No podían permitir que eso se olvidara. Eran defensores de su identidad.
―Es interesante ver cómo en otra novela, El callejón oscuro, escribís acerca de las peripecias de un chico, hijo de inmigrantes judíos, que descubre la realidad a medida que entra en contacto con diferentes personajes del Mercado 4, en donde confluyen diversas manifestaciones culturales. ¿Ese vínculo entre diferentes culturas y realidades simultáneas sigue ejerciendo influencia en tu obra?
―Creo que ya no. Lo que sí creo es que existe un deseo de salvar del olvido ciertas costumbres. Y para ello existe la denuncia, y la mejor manera de manifestar las denuncias, el abandono, es la ficción. La ficción te permite desenredar, volver a atar, destruir y luego renacer. Es mágica. La literatura es generosa, mágica, bondadosa, catártica. Amo escribir, amo leer.
―Con un trasfondo relacionado con la represión estudiantil en tiempos de la dictadura de Alfredo Stroessner, en El fin de la memoria también se plantea la memoria, precisamente, como espacio que es necesario preservar, como canalizador de un autodescubrimiento subjetivo. ¿Cuál es, a tu parecer, el papel de la escritura en esa dialéctica de recuerdo y olvido? ¿Puede aún la palabra conjurar el pasado, testimoniar el presente, revelar indicios de porvenir?
―El papel de la escritura es catártico. La escritura es el vínculo tácito entre la memoria y el papel. Se defiende del olvido, y pelea por la memoria. Siempre la última dictadura está presente en mis escritos, como referente de una época en la que no se dejaba despertar la memoria ni ejecutar la libertad de pensamiento.
―Me atrevería a decir que la escritura de La casa de la calle 22 representa una especie de inflexión espiritual en tu trayectoria como narradora. Me refiero a que, en sus páginas, se relata un viaje a Lituania en busca de una abuela materna, pero al mismo tiempo es evidente que ocurre un viaje hacia los recovecos de la propia memoria.
―Así mismo. Primero es el recorrido interior, donde se invoca la memoria. La memoria es la principal protagonista de la historia. Definitivamente, aquel viaje vino a cerrar una búsqueda, la del lugar, la del territorio, la de la historia, lo que motivó la novela.
―Tu última obra, La mesa está puesta, se ambienta nuevamente en tiempos del stronismo. Sin embargo, aquí el exilio presenta un cariz mucho más social y político. También gran parte de la estética de la novela parece guardar relación con el disfraz y la represión, con aquello que el individuo debe ocultar para sobrevivir a un poder que vigila y castiga la disidencia. ¿A partir de qué intereses o inquietudes personales se gestó la obra? ¿Pudo haber influido el encierro que vivimos a causa de la pandemia?
―El encierro solo contribuyó a que yo dispusiera de todo el tiempo para escribir. El encierro es muy seductor y necesario para la creación. En ese terreno no hay distracción alguna. Inclusive, podría convertirse en peligroso, porque ¿cómo despertás después de ese encierro? La novela se gestó a partir de la libertad. Durante las dictaduras se vive esa represión, y no solamente por no coincidir políticamente, por ser un “subversivo”, sino en todos los aspectos. El miedo se instaura en la psiquis de las personas y limita el pensamiento.
―Cada país desarrolla con el tiempo una literatura conformada tanto por líneas de tradición, herencias y aprendizajes, pero también de rupturas, experimentos y búsquedas más riesgosas a nivel creativo. ¿Cómo ves el panorama literario actual de Paraguay en ese sentido?
―Soy optimista. Creo que se irá delicadamente cumpliendo con esta tradición. Finalmente es el trabajo del escritor: seguir, romper, innovar, experimentar estructuras, heredadas y nuevas. Tengo confianza en la nueva generación, que también explora en otros territorios, con otros formatos y lenguajes.
―Finalmente, me resulta inevitable subrayar el hecho de que buena parte de la narrativa contemporánea de Paraguay ha sido escrita por mujeres. ¿Cómo ha sido tu experiencia en ese sentido? ¿Cuáles han sido los caminos recorridos por las escritoras en nuestro país? ¿Cuáles son, en tu opinión, sus voces, sus temáticas, sus obsesiones?
―En realidad, yo no tengo en cuenta si la escritura es hecha por mujeres u hombres. Creo que hay una sola literatura, la buena, o la no buena, independientemente del género, de la temática. Quizás se debe a la difusión, o a otros temas ajenos que yo desconozco, la causa de que se denote más literatura femenina. El camino de la escritura también es uno solo y tiene que ver con el tiempo que le dedicás a este oficio, al tiempo y calidad de lectura, y al tiempo que le dediques a la labor literaria, en todos los sentidos.
Nota
[1] Sus novelas son Barrio Palestina (1998), El nombre prestado (2000), El retorno de Eva (2004), El otro exilio (2007), El equilibrista (2009), El callejón oscuro (2010), El guardián de los recuerdos (2012), El fin de la memoria (2014), El señor Antúnez (2015), Primera pregunta (2017), Todo pasó en setiembre (2019), La casa de la calle 22 (2020) y La mesa está puesta (2022).
* Cave Ogdon (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).
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