Cultura
“Ave Lira”, o la virtud de la simulación y el juego
A propósito del último libro de Christian Kent, que acaba de aparecer. La nueva colección de cuentos ―publicada por la editorial mexicana Medusa― es una tentativa de repensar historias cuyos núcleos narrativos constituyen algo así como paradigmas del relato tradicional.
"Ave Lira" fue presentado en Casiopea Libros. Cortesía
¿Qué decir sobre Ave Lira? ¿Es una colección más de cuentos breves? ¿Son alegorías que, como diminutos árboles expuestos al tiempo, fueron despojadas de sus hojas por el invierno? ¿Es esta desnudez, que asoma en su forma no pocas veces redonda, un signo de su potencia, de eso que intuimos como poesía? ¿Es el autor de estas historias un paciente pero obstinado recreador de formas, o más bien alguien que dialoga con el espejo que, como charcos o lagos, nos revela todo lo que ya se ha escrito en literatura?
Siempre que se hacen preguntas, quizás sea preciso callar. En parte porque el libro de Kent abreva en la quietud del bosque profundo que suelen visitar los poetas. ¿Qué podría escribir entonces quien suscribe estas líneas sino una glosa, algo así como señales grabadas en los troncos de los árboles, que puedan servir de orientación para quien se aventure por la senda trazada en estos textos? Una senda, en apariencia, rebosante de claridad, concedida por la sencillez del discurso narrativo, pero enriquecida, aquí y allá, en recodos y declives del camino, con la inserción de símbolos que, una vez examinados, dan cuenta de una profundidad silenciosa. Como la del agua.
Si bien al hablar del libro en cuestión cabría referirse, antes que nada, al elemento unificador, desde el punto de vista temático, de los relatos, es decir, los pájaros ―en particular, poner el foco en el ave lira, ave carente de voz singular, pero capaz de imitar el gorjeo de cualquier otra; ave, en suma, imitadora, fingidora, enmascarada, híbrida y juguetona―, me gustaría comenzar apelando a una idea esencial que puedo observar en el espíritu que da vida a todos los cuentos, y esta es la noción de originalidad.
En cada cuento, sin excepción, se procede a un resuelto ejercicio de variación de alguna historia, parábola, fábula, mito o leyenda, desmintiendo una consigna, tantas veces sobrevalorada, de que el autor es ―o debe ser― original en la creación de sus argumentos. Kent, más cercano a ciertas consideraciones de Barthes en relación con la “originalidad” de un texto, parece tomar en sus manos un tablero cuyas fichas nos resultan familiares, pero que, de repente, con una rapidez vertiginosa que nada tiene que ver con la brusquedad o la imprudencia, son movidas de lugar, con la consiguiente resignificación alegórica que acarrea esta mudanza. Para un lector lo suficientemente sagaz, el solo sonido de las fichas al revolverse y adoptar otras combinaciones estelares, debería persuadirlo de que la originalidad, en términos de pureza creativa, no existe; la escritura de algo original, parece decirnos Kent, no es más que recreación, diálogo con el espejo siempre fluctuante del pasado ―los espejos no solo concebidos como reflejos, sino como puertas―, interpelación de lo ya nombrado por medio del símbolo.
De modo que ese chasquido de fichas que atraviesa el libro como telón de fondo, es un recordatorio de Kent acerca de que la vida es perpetuo movimiento, aun la vida aparentemente estática de los textos. Léase, por ejemplo, el cuento “Delcioso”, en el que las palabras, como en la fantasía de un Wittgenstein o un Mishima, quiebran el confinamiento del libro y salen a explorar el mundo.
Esa línea de movimiento es el rasgo más nítido de Ave Lira. En sus páginas, se ejercita, más que el ingenio narrativo ―cualidad definitoria de otras obras de Kent, en las que hizo florecer bibliografías apócrifas o tejió una madeja de fábulas personales―, el juego de manos, de dedos, la prestidigitación, acaso ya no por motivos estrictamente lúdicos o de entretenimiento, sino, a mi entender, como tentativa de repensar historias cuyos núcleos narrativos constituyen algo así como paradigmas del relato tradicional. De alguna manera, Kent emplea la figura del ave lira para que pueda orbitar en torno a piedras angulares del relato e imprimir a su rocosa superficie golpes de claridad inusuales, ocurrentes, en todo caso, destellos que puedan revelar, al menos fugazmente, una veta insospechada en el rostro de estos monolitos. Quizás el ejemplo más claro de esto sea el cuento “Eva y la serpiente”, basado en el mito judeocristiano del paraíso. El cuento de Kent, en realidad, empieza un segundo antes del clásico mito, pero la historia de la caída del primer hombre, el mordisco de la manzana, todo ello se recrea virtualmente mediante un final abierto y poético.
Hecha esta consideración inicial acerca de la forma en que Ave Lira se construye a partir de la certeza de que todo ha sido dicho y nada es completamente invención pura del autor, por lo que solo cabe la aproximación interpretativa hacia las raíces universales del relato, es inevitable reparar en el plumaje constitutivo del libro, ya que otro rasgo definitorio de muchos de los cuentos es su constante referencia a los pájaros. En buena parte del libro, de un modo u otro, las aves ocupan un espacio significativo, llegando a intervenir, en muchos casos, en el desenlace de los cuentos.
El volumen arranca con el cuento más ilustrativo al respecto: “El pueblo alado”. Se nos cuenta sobre cómo la pasión aviar de un monarca unifica a hombres y pájaros en un reino que, así, quizás resuelve sus descontentos sociales. Ignoro hasta qué punto son válidas las referencias históricas del relato; en todo caso, poco importan en el reino de la ficción. Lo interesante del cuento es la fusión de humanos con aves, de Unos con Otros, en perfecto equilibrio.
Esta imagen de extremos acercados, fundidos en un solo paisaje, será recurrente en otros cuentos, como, por ejemplo, “Florecita en el sendero amarillo”. En esta historia, una florecita amarilla exhibe, desde la inmovilidad del signo, los opuestos en que reposa el mundo, como un pájaro durmiendo el sueño del Tao.
Ya nos hemos referido a “Delcioso”, donde las letras se desperezan del sueño del grabado para ir al encuentro de las cosas, revelando al protagonista la posibilidad de aprender a leer una página en blanco.
Una analogía aviar particularmente siniestra se nos ofrece en “Rosenda”, donde Kent introduce también la imagen de la jaula, en la que el personaje imagina a la loca del pueblo, reducida a ser un espectro anacrónico. Aquí también asistimos a un movimiento de rueda, como la del destartalado colectivo en que llega el personaje a Concepción, y giramos con él hasta el episodio final en el cementerio, donde parece confirmarse aquella vieja superstición de que pensar en los muertos significa perturbar una serenidad que quizás rebasa nuestra comprensión.
En otros cuentos, Kent plantea la posibilidad de tornar visible la alegoría del misterio, aquello que asoma entre las grietas del entendimiento. “La burbuja de cristal” es uno de esos cuentos. Aunque en este texto las aves no son directamente visibles, bien podría decirse que la vieja Argironeta, mediante el lazo hipnótico de un fábula sobre la metamorfosis de una princesa, convierte a los niños oyentes en pájaros enjaulados dentro de la intriga. De este modo, la frustración infantil ante la abrupta interrupción del relato narrado por la vieja, podría interpretarse como la súbita comprensión de que han quedado confinados en la jaula, que en el cuento adquiere la forma de una burbuja deslizándose por las corrientes secretas de un pantano.
La idea recurrente de la dicotomía resuelta, de los opuestos finalmente complementados, en ocasiones está expresada en la alegoría de la otredad proyectada desde lo uno, es decir, el doble. Ejemplos de ello son los cuentos “Que los muertos entierren a los muertos” ―el lector quijotesco y el mendigo cavernícola―, “Eva y la serpiente” ―el Adán primigenio y el Cristo del futuro―, “El tocino del cocinero Tenorio” ―el astrónomo científico y el cocinero supersticioso―, y “El silbador y su doble”, este último el más extenso de los cuentos, y también el más enigmático en su resolución.
En los cuentos mencionados predomina, más que la temática aviar ―aunque siempre prevalezca cierta noción de vuelo, de deslizamiento aéreo, cierto vértigo voraz―, la inquisición por la otredad, en el sentido del umbral que atraviesa el peregrino para acceder a otras geografías como por arte de magia. Esta idea de desplazamiento de un plano a otro, que puede remitir por momentos a autores como Cortázar, Borges o Felisberto Hernández, por citar la cercana literatura rioplatense, se corresponde de manera estrecha con aquella idea de movimiento en círculo que apuntábamos antes, ya que, en cierto modo, al cabo del giro que propone cada historia, es decir, al cabo de la alteración conveniente de una situación originaria, los personajes son devueltos al punto de partida, como en una calesita, solo que visiblemente transformados. Esto sucede, por ejemplo, en “Que los muertos entierren a los muertos” y “El silbador y su doble”, donde todo termina un poco donde ha empezado.
Y así también yo, tras girar un rato en la calesita de los pájaros, regreso al furor de lo cotidiano. Pero antes, dando una última vuelta, querría apuntar lo siguiente. Toda glosa, en el fondo, es más que un aparente comentario que intenta enriquecer aquello que, con el tiempo, será “la hermenéutica del texto”, si se me permite la expresión. A veces, me gusta pensar que una glosa puede convertirse en una metáfora de algo que el texto mismo hace rebasar como el agua de los ríos sobre las ciudades. Una metáfora similar a alguna de los innumerables que pueblan este libro de cuentos. Metáforas henchidas de vida, aleteando en busca de nuevos lectores.
* Cave Ogdon (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).
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