Cultura
Guerra del 70: “Hasta Dios peleó contra los paraguayos”
En vísperas de un nuevo aniversario del trágico final de la Guerra de la Triple Alianza, compartimos un par de fragmentos de “Diagonal de sangre”, novela histórica de Juan Bautista Rivarola Matto cuyo título alude a la línea imaginaria que describe la retirada del Mariscal López hasta Cerro Corá, donde moriría el 1 de marzo de 1870.
Alfredo Quiroz, "En mal de muerte, no hay médico que acierte". Fotografía analógica, 2018. Cortesía
En su monografía Literatura y sociedad. La narrativa paraguaya actual (1980-1995), José Vicente Peiró explica que el título de la novela de Juan Bautista Rivarola Matto, Diagonal de sangre, es una alusión a la línea imaginaria que describe la retirada del Mariscal López hasta Cerro Corá.
La novela empieza con la historia de James Manlove, un veterano sudista de la guerra de secesión en Estados Unidos, que organiza una flota de corsarios de bandera paraguaya para servir bajo el mando de Francisco Solano López en la Guerra contra la Triple Alianza.
Se ambienta en diversos lugares. Se suceden escenarios de París, Londres, Maryland, Washington, Nueva York, México, el Lejano Oriente, los países sudamericanos del Pacífico, Bolivia, Río de Janeiro, Uruguayana, Corumbá, Montevideo, Buenos Aires, Paraná, Corrientes, Asunción, las aldeas, campamentos y campos de batalla. Este fresco histórico, por momentos de tono documental, permite al autor contextualizar la guerra en el marco de una civilización europea que va ingresando de manera dramática en la modernidad.
En cuanto al protagonista, Manlove es un testigo comprometido con el drama de Paraguay, que identifica como una “guerra total”, desigual y sangrienta, en la que “hasta Dios peleó contra los paraguayos”.
A continuación, y en vísperas de un nuevo aniversario del trágico fin de la guerra, reproducimos dos fragmentos de la segunda parte de la novela.
Diagonal de sangre, de Juan Bautista Rivarola Matto
Capítulo X (Fragmento)
Desde que el país fue invadido el espíritu de las tropas había cambiado por completo. Las deserciones eran rarísimas, no se entregaban prisioneros salvo que estuviesen malheridos, y en cuanto se aliviaban se evadían para regresar entre los suyos y volver a combatir.
López dirige una mirada cavilosa a los hombres que, bajo el naranjal, indiferentes al bombardeo, charlan, se hacen bromas pesadas, tallan y celebran con gritos y carcajadas las agudezas que se cruzan. Son vigorosos, infatigables, duros e incorruptibles como el curupay. Heridos, no se quejan. Los cirujanos ingleses no acaban de ponderar el estoicismo con que soportan operaciones atrozmente dolorosas. No temen a los castigos. “Si mi padre me azota ―dicen burlonamente―, es porque me quiere bien”. Son endiabladamente astutos e inclinados a hacer travesuras. El Mariscal ha dispuesto que el soldado incumplidor en el servicio no participara en los combates. Fue un santo remedio, porque son muy delicados.
López está orgulloso de ellos, pero no las tiene todas consigo. Se diría que le estiman y respetan, y hasta es posible que le amen, pero en sus coplas no le aluden para nada. El Supremo Dictador no toleraba la adulación, y estos rústicos taimados aún veneran su memoria. Son sus soldados, pero no le pertenecen. Guardan siempre para sí una parte de sí mismos, escéptica, irónica, intransferible, impenetrable. No es dueño de sus espíritus, y el Mariscal se pregunta si no estarán adueñándose del suyo. Hasta ahora han sido disciplinados y obedientes. Sin embargo, son temibles. ¿Cómo dominar a individuos a los que no les arredran ni el dolor ni la muerte? ¿Hasta cuándo le seguirán? Si la guerra se prolonga habrá que encontrar el modo de contrarrestar el cansancio que inevitablemente hará vacilar a los más débiles. Es preciso descubrir algo que les atemorice. Sea lo que fuere, no le temblará la mano para usarlo.
Francisco Solano López es una creación de don Carlos, el Creador. Ha sido educado por su padre y en ninguna otra escuela. Recuerda de memoria lo que le dijo el viejo López acerca del general José María Paz, durante la campaña de Corrientes, en 1845:
“No te mortifiques mucho por penetrar los misterios de las operaciones del general en jefe. Es materia delicadísima. ¿Quién sabe si él mismo habrá formado ya su plan? ¿Cuántas veces tendrá acaso que variarlo? Todo esto es menester que por ahora sólo él sepa, porque en ello va el prestigio de la fama que forma la importancia de un general; si llegan a fallar las ideas o esperanzas de sus comisiones o empresas parciales, también convendrá que sólo él esté al cabo de los pormenores. Sobre todo, el peligro de que llegue a transmitirse al enemigo, cualquiera de esas disposiciones, justifica altamente la mayor reserva posible. No quieras creer que sus oficiales estén al alcance de esos misterios”.
El Mariscal no confía a nadie sus planes de guerra. Es el único que conoce en detalle el efectivo del ejército, el despliegue de las tropas, los informes que llegan acerca del enemigo. Está terminantemente prohibido tanto a jefes como a soldados hablar de cuestiones de servicio, por insignificantes que estas sean. Las penas por faltar a este precepto son severísimas, y alcanzan no sólo a los indiscretos, sino también a los que oyéndolos no los denuncien en el acto. La reserva se ha hecho carne en el ejército paraguayo; nadie sabe ni quiere saber nada. Los aliados se admiran de la escasa información que pueden conseguir de prisioneros y pasados.
Capítulo XVIII (fragmento)
El ejército debía iniciar su peregrinaje en los desiertos, acosado y hambriento. López cree que el menor signo de debilidad hará que se desintegre. Pero, ¿qué persigue este hombre? ¿Adónde quiere llegar? ¿O es que realmente está loco?
Es lo que todos se preguntan en su fuero más íntimo, porque no se lo confiarían ni a la propia madre.
Se producen muchos combates parciales, pero ya no batallas. El enemigo persigue con extremada cautela: aquellos desesperados siguen siendo temibles. “¿Qué estamos haciendo? ―piensan los soldados―. ¿Por qué no jugarse el todo por el todo y acabar de una vez? Juntos podríamos dar todavía una buena paliza a los cambá. Así nos vamos desgranando como las cuentas de un rosario roto. Cada vez somos menos, estamos más hambrientos, inermes, extenuados. ¿Será cierto que el Mariscal piensa escapar a Bolivia con la Madama y sus hijos?”.
A pesar de que muchas veces se les ha mandado que no lo hicieran, sigue al ejército una multitud famélica de mujeres y niños. ¿Por qué lo hacen? No temen a los brasileños, que salvo episodios aislados no maltratan a los prisioneros ni a la población civil. Nadie ha podido explicarlo. La abuela de este evocador fue una de aquellas residentas, como se las llamaba. Hasta su muerte, setenta años después, Emerenciana Bogarín se sintió orgullosa de haberlo hecho y nunca reconoció que el Paraguay perdió la guerra.
López sufre atroces dolores de muelas. Se enjuaga continuamente la boca con coñac para aliviarse. Desconfía de todos. Parece haberse apoderado de él una insaciable sed de sangre. La más ligera falta, o la simple sospecha, es castigada con la muerte. Cuando empiezan a escasear municiones, se ejecuta a lanzazos. El ejército que se desplaza maniobrando para eludir al enemigo, va dejando una estela de cadáveres insepultos.
Sus hombres quieren acompañar hasta el fin al Mariscal: se han identificado con su destino; pero algunos no pueden soportar la constante amenaza que pende sobre ellos de ser injustamente ejecutados como traidores. Cada día son más los que desertan.
A fines de diciembre de 1869 López abandona Panadero, la última población, y se interna para siempre en los bosques de la cordillera del Amambay. La División Delvalle cubre la retirada. Lleva 40 carretas cargadas de monedas de oro y joyas del Tesoro Nacional, y lienzos y sedas que habían quedado olvidados en los Almacenes del Estado. El 2 de enero le da alcance la vanguardia enemiga en el río Verde y Cambasyvá. La División Delvalle lucha con fiereza y la rechaza. El enemigo, asustado, se repliega: concentrará 15.000 hombres para atacar el último campamento del Mariscal.
“A medida que avanzábamos hacia Cerro Corá ―recuerda el coronel Centurión―, iban siendo frecuentes las deserciones en grupos de ocho y diez. Muchos, sin embargo, se perdieron extraviados en aquellos inmensos y silenciosos bosques donde penetraban con sus oficiales las compañías a buscar algo con qué apaciguar el hambre. Pero, por desgracia, aquellas vastas soledades pobladas de una variedad de gigantescos árboles, con su imponente y sordo murmullo producido por las gotas cristalinas del rocío o de la lluvia o que desprendiéndose de unas hojas caían sobre otras, eran tan ingratas que exceptuando algunas frutas silvestres como la naranja agria, la piña del ybira, el yacaratia, el amambay y el pindó, no se encontraban en ella aves o cuadrúpedos de caza de importancia, tales como puercos cimarrones que abundan tanto en otros montes del Paraguay, el venado, el tapir, el coatí, el tigre, etc. De los vegetales de que en esa ocasión se hicieron uso para alimentarse, los más apetecidos y sabrosos eran el cogollo tierno del yataí y el corazón del arbusto llamado amambay. Este último y la piña del ybira había que sancocharlos para comerse, porque crudos pican hasta sacar sangre”.
El ejército acampa para descansar. Un caserío surge como por encanto. Al teniente coronel Centurión se le escapan dos presos confiados a su custodia. Arrebatado de cólera, el Mariscal no puede contenerse y grita a sus ayudantes: “―¡Llévenlo y péguenle cuatro balazos!”
Centurión ya marchaba al suplicio, cuando de una de las puertas del rancho asoma Madame Lynch, diciendo con voz humilde, suplicatoria: “―¡Señor, señor…!”
López vuelve en sí y ordena: “―¡Déjenlo!”
Algunos días después le hace llamar de nuevo. Centurión se presenta con un tremendo susto. Encuentra a López y Madame Lynch que le aguardan junto a una mesa en la que hay servidas tres copas de coñac: “―¡A la salud del coronel Juan Crisóstomo Centurión!”.
Ha sido ascendido.
Hay deficiencias en la cocina del regimiento de caballería del coronel Manuel Bernal:“―Señor, se quemó un poquitito la polenta, okái imí la mbaipy” ―explica el célebre sableador de Estero Bellaco, Tuyutí, Acayuasá, Abay, Itá Ybaté e incontables encuentros y escaramuzas, cuyo solo nombre hace temblar de espanto al enemigo.
“―¡Mba’e okái la mbaipy piko! ¡Cómo que se quemó la polenta! ¡Lo que pasa es que eres un bandido! ¡Sáquenle la espada!”
Le llevan preso. Bernal pide a sus guardias que le permitan sacar su poncho de la gurupa de su caballo. Monta de un salto y escapa al galope. A una legua del campamento, deja el caballo y continúa a pie: no privará a sus camaradas de tan valioso elemento. Sobrevivió a la guerra.
El mayor Ascurra, segundo de Centurión, deserta; pero al día siguiente es capturado. El Mariscal habla con él, y enseguida, sin más trámites, lo manda lancear. Sale después a sentarse bajo una enramada, donde se encuentran varios jefes y oficiales. Tiene el rostro sombrío, demudado, contraído por el dolor de muelas. De pronto, fija su mirada en Centurión: “―¡Y tú también veo que estás teniendo mala cara!”.
“―Señor, estaré firme hasta el último en el cumplimiento de mi deber”.
Está presente el presbítero Fidel Maíz. Es un hombre de frases. Ocho años antes, cuando se echaban a vuelo las campanas de la capital celebrando la elección de Francisco Solano López a la presidencia de la República, exclamó: “¡Para cuántos serán dobles estos repiques!”. Ahora dice, entre dientes: “―Cuncta ferit, dum cuncta timet”.
“―¿Qué ha dicho usted?” ―pregunta el Mariscal.
El padre Maíz junta religiosamente las manos, inclina la cabeza y responde en un tono veladamente irónico: “―Invocaba, señor, al Dios de las Naciones, para que bendiga a las armas de Vuestra Excelencia”.
López se echa a reír y le aconseja: “―Sería mejor que lo hiciera en castellano o guaraní. Supongo que Él entenderá… y nosotros también”.
Si López tiene temores, no los exterioriza. Juega con sus hijos pequeños, los de Madame Lynch y los de Juanita Pesoa, que también le acompaña. Suele ir a pescar con ellos en los ríos y arroyos que encuentran a su paso. Lo hace generalmente desarmado y sin escolta.
Dicho sea de paso, Madame Lynch trata como una hermana a Juanita Pesoa. La llevará consigo en su viaje de regreso a Europa; pero, al hacer escala en Buenos Aires, Juanita contrae matrimonio con el coronel Hermosa, uno de los lugartenientes del Mariscal.
Un buen día López tiene una ocurrencia que más parece una humorada o un acto de insania, que es, por añadidura, legalmente nulo. En su carácter de presidente de la República transfiere a Madame Lynch una inmensa extensión de tierras públicas, la mayor parte de las cuales están situadas en territorio en disputa con el Brasil. Se cumple, ante testigos, una curiosa y antigua ceremonia. Madame Lynch, vestida con sus mejores galas, toma posesión de sus tierras arrancando puñados de hierba y lanzándolas al viento. Después de la guerra litigará por ellas, hasta llegar a la instancia del parlamento brasileño contra la Mate Laranjeira, que las usurpa.
Se acerca el enemigo. Continúa la marcha. El ejército paraguayo cruzará dos veces la cordillera del Amambay. Viene a retaguardia la División Delvalle. López se le ha adelantado varias leguas. Los hombres que le quedan se muestran animosos. Se producen escenas de jocunda, de sobrehumana alegría. López chancea con los soldados. Mientras estos descansan, jefes y oficiales construyen un puente al que jocosamente llaman “Puente Galón”. Más adelante, López se desnuda y cruza a nado un río correntoso entre los vítores y carcajadas de la tropa.
La División Delvalle, con la impedimenta de las pesadas carretas, encuentra que el puente sobre el río Amambay ha sido llevado por las aguas. Se detiene. No puede hacer otra cosa. Le acompañan centenares de mujeres y niños que no han querido quedarse en Panadero, ocupado por el invasor.
López también se ha detenido. Acampa en Cerro Corá. Le quedan 400 soldados. En el campamento hay además una cantidad de funcionarios, lisiados fuera de servicio, heridos y enfermos, y una multitud de mujeres y niños. El hambre hace estragos. Había sido descubierta una última conspiración. En la Picada del Chirigüelo se ha ejecutado a lanzazos a varias mujeres de alta sociedad, estrechamente vinculadas a López y su familia. La madre y las hermanas del Mariscal están nuevamente sometidas a proceso. Se ha autorizado a los fiscales a tratarlas sin contemplaciones. Inocencia, para no delatar, se ha llenado la boca de carbones encendidos. Su hermano Venancio, también preso, ha fallecido en el camino en condiciones miserables. El coronel Aveiro, durante los interrogatorios, alcanza a dar unos cuantos cintarazos a doña Juana Carrillo de López, madre del Mariscal.
López envía un mensaje a la División Delvalle para que acuda a reunirse con él. Se acabó la retirada. Ha completado la diagonal de sangre. Ha encontrado un lugar para morir. El 25 de febrero de 1870 otorga a los sobrevivientes que le han seguido hasta allí la Medalla del Amambay, con la leyenda “Venció penurias y fatigas”. Han ganado, les dice, una victoria del espíritu que los hará inmortales.
López rechaza y agradece el ofrecimiento que le hacen los indios cayguá de ocultarlo en lugares inaccesibles, fuera del alcance de sus enemigos. Espera tranquilamente el desenlace inevitable yendo a pescar todos los días en un remanso del arroyo Aquidabán, en compañía de sus hijos pequeños. Por las noches, charla con sus oficiales, que sentados en la gramilla, forman un semicírculo. Uno de ellos comenta:
“―Será difícil, si no imposible, escribir la historia de esta guerra, porque todos ignoramos las disposiciones que dieron lugar a la producción de los hechos”.
“―¡Y sobre todo la historia filosófica!” ―declara el joven coronel Juan Crisóstomo Centurión, que ha estudiado leyes en Europa, becado por el gobierno.
“―¡Y sobre todo si tú la escribes, yo no la leeré!”― le dice el Mariscal.
Entretanto ha llegado el mensaje a la División Delvalle. Los oficiales se reúnen a discutir la orden. Lo hacen con extrema cautela. Desconfían unos de otros. No saben cuál será la reacción de los soldados. Se realizan tres reuniones. En la última deciden desobedecer. No irán a Cerro Corá, donde les espera, aunque ellos no lo saben, la Medalla del Amambay.
El sargento mayor José León no está de acuerdo. Aunque sea solo, cumplirá la orden del Mariscal. Abandona el consejo y rumbea al monte. Le siguen y le matan.
Nota de edición: Juan Bautista Rivarola Matto (1986). Diagonal de sangre. Asunción: NAPA. Los dos fragmentos aquí reproducidos fueron extraídos de esta primera edición. Las imágenes que acompañan a estos textos corresponden a la serie Reflexiones nocturnas (2018), de Alfredo Quiroz, obra que aborda la Guerra de la Triple Alianza como un cruce de memoria histórica y dispositivos de problematización de la imagen fotográfica.
Juan Bautista Rivarola Matto (Asunción, 1933-1991) fue periodista, narrador, ensayista y dramaturgo. Entre sus obras más destacadas se encuentran De cuando Carai Rey jugó a las escondidas, San Lamuerte, Yvypóra, El Niño Santo, Vidas y muerte de Chirito Aldama, La abuela del bosque, El santo de guatambú e Isla sin mar, entre otras. La novela Diagonal de sangre (1986), subtitulada “La historia y sus alternativas en la Guerra del Paraguay”, explora el escenario socioeconómico, ideológico y político de la Guerra de la Triple Alianza. Rivarola Matto fue también editor. En 1980 fundó NAPA, sello editorial de reconocida labor en el ámbito literario, que en cuatro años de existencia llegó a publicar 42 libros.
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Mario Antonio Ruiz Jacquet
2 de marzo de 2022 at 13:22
Saludos cordiales, con la venia de los amigos y amigas dueño de la pagina y con la venia de los amigos del cuarto poder seguiremos colaborando con nuestra muy amada tierra guaraní…, a fin de colaborar un poquito con el presente tema…, primeramente podemos mencionar que la historia de un determinado país siempre ha sido tergiversado, por varios motivos…, pero es necesario estudiar un poco sobre un tema muy importante, la ley del karma y dharma, una de las 48 leyes que rigen a todos los países, seres humanos, etc, etc, etc…, hace mucho tiempo atrás, un gran político paraguayo decía “Paraguay tiene un karma político..”. Entonces podemos decir que definitivamente nuestra querida tierra guaraní tiene un karma…, viendo la situación actual…, así que, esa expresión de que “Dios…..”, es desatinado porque Dios no se mete en las actividades profanas ni tampoco podría violar una de las leyes muy sagrada…, la ley del libre albedrío… Es urgente investigar más con respecto al conflicto del 70…saludos cordiales desde Perú paraguayo residente y que Dios os bendiga siempre a todos y que también los dioses guaraní os ilumines siempre.., permitame recomendarles GNOSCETE IPSUM y después SOLVET ET COAGULA… ABRAZOS