Cultura
César Vallejo, agonista entre dos culturas (II)
Las reflexiones europeas del autor de Trilce, cuya primera edición cumple 100 años este 2022, en este segundo y último artículo de la serie dedicada al escritor peruano.
De la vida moderna europea a Vallejo le ofende, por ejemplo, la velocidad que la caracteriza, signo de nuestro tiempo. Acaso ha de tener presente el ritmo más pausado y tranquilo de su tierra natal y, más aún, el de su añorado Santiago de Chuco, pueblo en ese entonces distante cuatro días a caballo de Trujillo, con su aire detenido e innominado, invitando todo el tiempo al recogimiento y la meditación. Espacio sagrado, por añadidura, pues allí, entre otros, mora el padre augusto sentado en su sillón ayo, y la madre “tan ala, tan salida”, que entra y sale del hogar como una Dolorosa. Qué contraste entre la cena santiaguina, que como ágape divino parece prolongarse indefinidamente, y la vida social del escritor (europeo), cuyo oficio, ya bastante secularizado por los múltiples avatares del siglo, se pierde intrascendente en medio de la celeridad y el vano polifacetismo de la escena moderna. De este dice Vallejo, desazonado, pero siempre agudo y con fino humor:
Hay escritores europeos […] que en el transcurso de un solo día han leído un bello libro, han saboreado una gran audición musical, han peleado y se han reconciliado tres veces con sus mujeres, han pasado una hora conversando con un hostilano (sic), han escrito dos capítulos de un libro, se han cambiado cuatro veces de traje para diversos actos, han asistido a una representación teatral, han dormido una siesta, han llorado, han tenido una larga mirada sobre Dios y sobre e1 misterio… [1].
De cara a ese mismo estilo de vida, Vallejo se indigna y se escandaliza al constatar que ahora el hombre, veloz y múltiple como en apariencia le conviene ser, si se mueve es solo para competir con el otro, en un individualismo exacerbado que se propone a sí mismo como total contradicción de lo que debería ser la vida en sociedad tal como la concibe el poeta: “El hombre no puede ya avanzar por su propia cuenta y mirando de frente, como lo quiere el orden paralelo y multitudinario de las cosas, sino que vive y se desenvuelve teniendo en cuenta el avance y la vida de su vecino” [2]. De esa manera se expresa este extranjero, quien en todo instante debe de padecer el rimpianto del “facundo ofertorio de los choclos” (Trilce XXVIII), consumado en el amable y ya quebrado hogar. Mientras que en su fuero interior repasa el sueño de una sociedad menos individualista y más solidaria, en donde el hombre comunitario sea la medida de todas las cosas. Y la única que puede cumplir con ese requisito es, desde luego, la sociedad comunista. Vallejo está por completo persuadido de que solo en ella el hombre vivirá “solidarizándose y, a lo sumo, refiriéndose emulativa y concéntricamente a los demás. No buscará batir ningún récord. Buscará el triunfo libre y universal de la vida” [3].
En ese mismo sentido, el autor de El arte y la revolución se erige como un severo crítico de la escena literaria de su tiempo, apuntando su dedo acusador tanto contra escritores y movimientos europeos que en la época gozaban de amplio prestigio (a saber, Maiakovski, de un lado, y el surrealismo, del otro), como de sus análogos en el Perú, a los que no dejara de criticar su falta de autenticidad y su espíritu plagiario y servil con respecto de Europa [4]. Pero al poeta también le irrita con frecuencia el aspecto más exterior de la vida literaria parisina, es decir, su bohemia. Resulta evidente que nunca más volverá a sentir ese espíritu de hermandad exultante, de sencillez y de franca camaradería de su círculo trujillano, donde además de literatura compartiera, con amigos de la calidad de Antenor Orrego, Alcides Spelucín, Juan Espejo Asturrizaga, las vicisitudes de la vida cotidiana. Frente a ese fraternal e íntegro grupo humano, la bohemia europea, no obstante contar con nombres de indudable talento, aparecerá ante sus ojos como banal y ridícula, haciendo de ella un irónico y decadente retrato que revela la antipatía y la tirria que ella le inspira:
¡La Rotonda! El café donde suele platicar Maurice Maeterlinck, descubierta su larga cabellera ya nevada, con el no menos envejecido Enrique Gómez Carrillo, que le es inseparable; donde Claudio Farrère pasa el crepúsculo pluvioso, reposado y contemplativo el continente, de palidez insigne; y donde Tristan Tzara, Max Jacob, Pierre Reverdy y todo el piquete dadaísta beben y gesticulan para las galerías, desde sus máscaras de sátrapas absurdos del azar [5].
Como quiera que sea, al cronista Vallejo, que todo lo ve y que todo lo escucha, no se le pasan por alto los rumores y las escenas del diario acontecer. Casi no hay suceso, por más nimio que parezca, que no suscite su interés, pues sabe que todo hecho es ref1ejo de esa cultura donde está instalado a la que pugna por comprender y no pocas veces juzgar. De ahí que entre sus numerosos artículos comentando la obra de artistas renombrados o el palpitante desenvolvimiento de la escena política internacional, encontremos pasajes donde informe, divertido y socarrón, acerca de un concurso de belleza, de los “peligros” del tenis, del verano en la playa o del leopardo que se había escapado de su jaula en París[6]. Empero, el tono irónico y desenfadado con que aborda estos temas no impide que su visión sea la de un verdadero etnólogo que observa con atención y analiza con detenimiento todas y cada una de las formas de ser del objeto que tiene delante de sus ojos.
A este respecto, por ejemplo, el mestizo y tercermundista Vallejo es particularmente sensible al racismo y la xenofobia atosigantes que se respira en esos años de la Europa prenazi. Y si bien en sus crónicas no hallamos referencia alguna a haberse sentido discriminado en su persona, sí leemos en distintas partes comentarios, de variado calibre, acerca del orgullo que de su raza tienen los franceses, sobre todo en relación con los no-europeos que, tanto entonces como hoy, son considerados por un gran sector como un peligro para la pureza de su sangre y la integridad de su cultura [7]. Ni qué decir que el poeta viajero se solidariza en el acto con los indeseables inmigrantes, cuya única falta ha sido tal vez admirar desde siempre a esa Europa, rica y ostentosa de su poder y riqueza, e intentar allí una existencia un poco más digna y humana. Tanta ingenuidad de un lado y tanta injusticia del otro, alarman al cronista, quien muchas veces en sus informes no consigue ocultar sus propia sensibilidad lacerada por lo que sus torturados ojos ven. De unas mujeres negras que, llenas de ilusión, llegan a París como “novias suplementarias”, un Vallejo admirado exclama, contrito: “¡Qué bellas negras pálidas, tan pálidas! He visto atravesar la Plaza de la Concordia a dos de esas morenas y me ha dolido el corazón” [8].
Así, pues, el dolor y la amargura que le causa la constatación de que el vínculo entre la metrópoli europea y la periferia tercermundista se desliza más bien por un sórdido despeñadero de mezquindad y explotación, en abierto contraste con sus ideales de igualdad y fraternidad, lo conducirán, sobre todo durante sus primeros años de adaptación en Europa, a abjurar de su fe en la necesidad de integración de esta con Latinoamérica. “¿Solidaridad? ¿Comprensión?”, se pregunta el poeta, afrentado:
No existe nada de esto en Europa respecto a América Latina. Nosotros, en frente de Europa, levantamos y ofrecemos un corazón abierto a todos los módulos de amor, y de Europa se nos responde con el silencio y con una sordez premeditada y torpe, cuando no con un insultante sentido de explotación [9].
La rabia contenida que experimenta, debido a su elevado concepto de justicia como a la impotencia por no ser capaz de revertir semejante estado de cosas, por momentos genera en él tal estado de violencia que lo hace perder el temple y su habitual cordura y buen talante, conduciéndolo a la violencia y bravuconería:
Cuantas veces sea necesario hay que coger a Europa por el mentón de abuela y clavarle en las narices este polvorazo. ¿Hueles? Es el gran vaho viril de un nuevo continente… Así hay que gritarle día y noche, hasta que sepa oírnos y valorar nuestra función actual de advenimiento a la cooperación universal [10].
Así se expresa el vate, quien por un momento pareciera boxear en imaginario cuadrilátero a la espera de asestar, silvestremente, el golpe final: “¿Solidaridad? ¿Cooperación? Ya la suscitaremos algún día a puñetazos […]. ¡Bajo Imperio! ¡Aquí estamos los bárbaros!” [11].
De allí a negar toda relación provechosa con Europa e, incluso, denunciar los orígenes contraproducentes para América Latina de tal vínculo, hay solo un paso. En tal sentido, Vallejo, a fin de encontrar un soporte racional para su escepticismo y visceral rechazo, apela al pensamiento del austero orientalista francés Louis Massignon quien, sin ocultar su mala conciencia y sentimiento de culpa por sus propios orígenes, afirma que Europa ha arruinado las filosofías y religiones de Oriente, haciendo que su gente no crea ya en nada al haber perdido su alma por causa de los europeos, quienes con su cultura han introducido la anarquía y el suicidio al otro lado del mundo. El poeta hace extensiva a Latinoamérica la para él perniciosa influencia de Europa, en vista de que su cultura “nos ha arruinado todo, filosofías, religiones, industrias, artes y (de que), del mismo modo que en Oriente, hay desde el arribo de Colón, un terrible vacío en nuestra vida” [12].
También por ese motivo, Vallejo, con su proverbial honestidad y sus escrúpulos para manipular las cosas a su favor, se rebela contra todos aquellos intelectuales y diplomáticos que de alguna forma utilizan en sus obras y discursos el para él sacro nombre de Latinoamérica, profanándolo y desvirtuándolo en la medida en que anteponen sus intereses personales y, en particular, que intentan consolidar el falso mito de la amistad entre ambos continentes:
América Latina. Ahí tenéis dos palabras que en Europa han sido y son explotadas por todos los arribismos concebibles. […] En nombre de América Latina consiguen hacerse ricos, conocidos y prestigiosos. América Latina sabe de discursos, versos, cuentos, exhibiciones cinemáticas, con música, pastas, refrescos y humores de domingo. En nombre de América Latina se merodea en torno a las oficinas europeas […], en busca de difusión de un folklor y una arqueología que se trae por las crines a servir aprendidos apotegmas de sociología barata. En nombre de América Latina se juega el peligroso rol diplomático de oratoria, susceptible de ser engatusado, en banquetes y aniversarios, a favor de flamantes quimeras convencionales de la política europea [13].
Es posible que la clara percepción que tiene Vallejo de la dependencia política y cultural con respecto de Europa, lo mueva a acusar despiadadamente a América (la latina, se entiende) de plagiaria y servil, centrando sus acerbas críticas en especial sabre su propia generación, para él totalmente extraviada a causa de su deshonestidad y de su carácter colonial. Lo que se manifiesta en su orgulloso remedo de las estéticas extranjeras, diciendo, sin embargo, con descarada retórica, que así actúan por sincero y vasto impulso vital [14].
No, Latinoamérica no es independiente ni original, como muchos pretenden. Para Vallejo si hay algo que la tipifica, fuera por cierto del hecho de ser un grotesco epígono de Europa, es justamente el que carezca de un hogar cultural propio. América aún no ha creado nada, ni verdades ni errores, y por eso su desolación vital. El único modo de revertir esta crónica situación, de empezar a sentar las bases para el surgimiento de un espíritu que en verdad la represente y le devuelva la dignidad perdida, será persuadiéndose de que aún no la posee:
Esforcémonos, pues, en crear en América la conciencia rigurosa de que carecemos de cultura y espíritu propios. Hagámonos cargo de la necesidad de esta conciencia que no es una confesión de humildad, más o menos empírica y vulgar, sino el primer acto científico y, si se quiere, técnico de una efectiva evolución creadora [15].
Quizás entonces Latinoamérica comprenda que el doloroso pero necesario autodespojamiento de todo aquello que por origen no le pertenece, no responde a un deseo de autopunición, producto de algún insondable y perverso masoquismo. Dicho acto será más bien un mecanismo de purificación y limpieza mediante el cual, librada ya de las escorias y máscaras que cubren su cuerpo y su rostro, ella, pero también el resto del mundo alcanzará a ver en sus entrañas lo que le es más antiguo y, por ende, más propio.
¿Y dónde está eso tan antiguo y propio que al rescatarlo de la vergüenza y del olvido hará recuperar a América Latina su dignidad perdida volviéndola, al mismo tiempo, atractiva y hasta necesaria para Europa? La respuesta hay que buscarla en las obras rigurosamente indoamericanas y precolombinas. Allí, dice el visionario, convencido:
los europeos podrán hallar algún interés intelectual, un interés, por cierto, mil veces más grande que el que puede ofrecer nuestro pensamiento hispanoamericano. El folklor de América, en los aztecas como en los incas, posee inesperadas luces de revelación para la cultura europea. En artes plásticas, en medicina, en literatura, en ciencias sociales, en lingüística, en ciencias físicas y naturales, se pueden verter inusitadas sugestiones, del todo distintas al espíritu europeo. En esas obras autóctonas sí que tenemos personalidad y soberanía. Y, para traducirlas y hacerlas conocer, no necesitamos de jefes morales ni de patrones [16].
Pero, así como ve la necesidad de que América Latina se humille primero, para después surgir transfigurada al haber procurado su verdadero rostro en sus raíces más profundas, del mismo modo el autor de España,… -al principio intuitiva, pero más tarde sistemática y programáticamente, en el marco de la utópica sociedad comunista- hablará de la urgencia para que los latinoamericanos desmitifiquen a su vez a la propia Europa, tal como él mismo lo va haciendo de manera lenta y dolorosa. Será esa tal vez la única forma de que ambas realidades se enfrenten en igualdad de condiciones, a fin de que asuman el reto que su inevitable interacción les impone sin cesar. Mientras tanto, le alegra comprobar que ese proceso desmitificador haya empezado ya a producirse. Hablando, por ejemplo, de las sociedades coloniales, Vallejo se felicita de que algunos sudamericanos hayan progresado mucho en ese sentido, al no dejarse embaucar por ese París que ahora visitan y que literatos, culpables y ramplones, han prestigiado de leyendas mágicas. Pasada la desilusión que experimentan cuando constatan que en la Ciudad Luz no verán, como fabulaban, cosas maravillosas como un hombre con tres espaldas, una piedra que habla o un círculo cuadrado, los turistas dirán, a lo más, que París es acaso más hermosa que otras ciudades [17].
Todo lo que no le impedirá, aunque parezca paradójico, caer él mismo en el ensueño y el delirio cuando de visitar España se trata. Solo que a diferencia de aquellos turistas parisinos que esperan encontrarse con cosas fenomenales, la quimera del poeta es fundirse apasionada y vivificadoramente con cada uno de los elementos de una cultura por él sentida y anhelada. En su primer viaje, desde Francia, al encuentro de Madrid, lo descubrimos en un tren con el rostro apretado contra el vidrio de la ventana, contemplando el paisaje que raudo atraviesa. Va no en gira literaria sino en periplo de buena voluntad por la vida, y va a Madrid, exclamando con ardor:
a conocer sus grandezas, las grandezas de España, los irreprochables descalabros anatómicos del Greco; los auténticos estribos de oro regalados par los Papas a los grandes reyes déspotas; la pequeña esquina de la derruida Capilla del Obispo, (…); los dulces grupos de mujeres de velo, anacrónicas y sensuales; el alto y claro cielo; el primer manuscrito del idioma sobre el pergamino en que Rodrigo Díaz de Vivar y su mujer Jimena testan sus heredades (…). A eso hay que ir a Madrid.[18]
Es tanto lo que lo mueve esa cita tan ansiada que hasta parece que la intensidad de tal experiencia despertara en él visiones anticipatorias de lo que en un futuro próximo serán acaso sus dos más grandes pasiones: Rusia y la utopía de la sociedad comunista, y España, traspasada y herida de muerte, pero a la vez símbolo de esperanza y vida eterna. Dice Vallejo al reanudar, en alucinada noche, su viaje a Madrid: “Siento no sé qué emoción inédita y entrañable; me han dicho que solo España y Rusia, entre todos los países europeos, conservan su pureza primitiva, la pureza de gesta de América.”[19]
Mas si Rusia es para él una virtualidad en cierne materializándose a fuerza de trabajo y sacrificio, España, en cambio, es sin duda una poderosa y antigua realidad que, además de haberse prolongado y transmutado allende el Atlántico, es el puente que conecta a América Latina justo con aquello que la define: la latinidad. Renunciando por ahora a saber cómo entendía este término, hay que decir que Vallejo se apoya en él para expresar su firme creencia en que la evolución del mal llamado Nuevo Continente dependerá de la manera como asuma sus orígenes europeos. Y precisa que si Latinoamérica llega alguna vez a ser el centro de la civilización futura, ello se hará mediante el contacto con la raza (sic) latina.[20]
Y como si esto fuera poco, Vallejo, con la afiebrada lucidez que lo distingue cuando suena la hora de degustar utopías, llega incluso a proponer, en nombre del porvenir racial latinoamericano, una mayor corriente inmigratoria europea, a fin de que la raza americana se vuelva más homogénea, acentuando su ya antigua e importante filiación con el Viejo Continente[21]. De lo anterior se podría deducir que el poeta peruano propugnara ahora el anonadamiento de la cultura autóctona a través de su europeización y que, lo mismo que el “europeizante” Mariátegui, se hubiera vuelto, según algunos, ajeno y hasta hubiese traicionado a los hechos y a las cuestiones de su propio pueblo. Ello no es cierto. Vallejo, como el Amauta, ha demostrado repetidas veces su identificación y lealtad por su cultura de origen. Lo que no le impide reconocer en ella su variedad y multiplicidad, que así como pueden ser motivo de conf1icto y perturbación, pueden también constituirse en un agente positivo y creador, a condición de que se les reconozca en su existencia y en sus potencialidades.
Cuando en 1926 empieza a trabajar en esa ambiciosa pero fugaz empresa que fueron los Grands Journaux Ibéro-Américains, dirigida por Alejandro Sux y encaminada a intensificar el espíritu de cooperación entre los dos continentes, el vate no puede ocultar su entusiasmo. Pues de alguna forma veía en ella la posibilidad de plasmar su sueño de integración, en el que ambas partes, en igualdad de condiciones, sin dejar de ser lo que son y sin perder la dignidad, apuesten por nuevas alternativas de conocimiento mutuo y de convivencia creadora:
Vamos a hacernos conocer y a conocer a los demás. Hasta ahora hemos dejado engañar y engañarnos. Vamos a incorporarnos de verdad a la palpitante vida mundial, estructurándonos al propio tiempo, es decir, tomando lo nuestro y dando lo suyo a los demás países. Esto […] no tiene nada que ver con el lugar común y el retórico celestinaje de América Latina [22].
Y en esta trascendental tarea el escritor ha de cumplir un papel preponderante. En su calidad de obrero intelectual (término que, al igual que otros, nos parecerá a estas alturas más que trasnochado), este tiene el arma más formidable: la palabra, el único instrumento que en verdad podrá cambiar de raíz el mundo. Porque a fin de cuentas lo que al poeta le interesa no es la fusión de sangres, pueblos, culturas, por un simple afán experimentalista, o bien por alienación o interesada conveniencia. Le importa por un elemental sentido de justicia, porque la desigualdad y la opresión entre los hombres lo escandaliza y lo lacera, y porque, en definitiva, cree que las barreras de incomprensión entre los pueblos deberán antes caer si es que se quiere alcanzar ese alto grado de solidaridad y justicia que él tanto anhela. Y esto mediante la acción revolucionaria de la política integradora, pero sobre todo por la palabra comprometida con la cultura y la liberación de los pueblos [23].
En su intervención en el II Congreso Internacional de Escritores, celebrado en Madrid (julio de 1937), el poeta militante, hablando de la responsabilidad del escritor, en el marco de la turbulencia y el dolor desatados por la Guerra Civil, se refiere a la función que le corresponde ya no solo al intelectual sino a todo hombre que llama culto: “Un hombre culto es el hombre que contribuye individual y socialmente al desarrollo de la colectividad en un terreno libre de concordia, de armonía y justicia por el progreso común individual” [24].
Esa es, pues, la razón última de su aparente claudicación ante Europa, que no es Europa sino toda la humanidad, que no es claudicación sino gesto original de rebelión frente a la injusticia y el aniquilamiento de los pueblos. La de Vallejo es una apuesta por el futuro, producto de un doloroso, agónico, pero fecundo encuentro con sus propias raíces, las cuales están también en Europa; es una lección de amor y optimismo en tiempos como los de hoy en donde abunda la enfermedad, la mezquindad, el horror, el desencanto.
Notas
[1] “La vida como match”, en: César Vallejo. Desde Europa. Crónicas y artículos (1923-1938). Recopilación, prólogo y documentación de Jorge Puccinelli, Lima: Ediciones Fuente de Cultura Peruana, 1987, p. 233. Todas las citas se hacen por esta edición, cuya sigla de aquí en adelante será DE.
[2] En César Vallejo, Contra el secreto profesional. Lima: Mosca Azul Editores, 1973, p. 11.
[3] Ibídem, p. 13.
[4] Cf., entre otros, “Vladimiro Maiakovski” y “Autopsia del superrealismo”, en: DE, pp. 412 y 399, respectivamente. Ambos artículos aparecen -el primero con el título “El caso Maiakovski”- en: César Vallejo, El arte y la revolución, Lima: Mosca Azul Editores, 1973.
[5] “La Rotonda” en: DE, p. 13
[6] Cf. “El concurso de belleza universal”, “Los peligros del tenis”, “El verano en Deauville”, “Las fieras y las aves raras en París”, en: DE, pp. 337, 117, 59 y 70, respectivamente.
[7] Cf. “Carta de París” y “La conquista de París por los negros”, en: DE, pp. 56 y 75, respectivamente.
[8] “La visita de los reyes de España a París”, en: DE, p. 130.
[9] “Cooperación”, en: DE, p. 15.
[10] Ibídem, p. 15.
[11] Ibídem, p. 15.
[12] “Oriente y Occidente”, en: DE, p. 210.
[13] “Se prohíbe hablar al piloto”, en: DE, p. 165. Este texto aparece sin título y con algunos cambios en El arte y la revolución, citado arriba.
[14] “Contra el secreto profesional. (A propósito de Pablo Abril de Vivero)”, en: DE, p. 204.
[15] “La juventud de América en Europa”, en: DE, p. 328.
[16] “Una gran reunión latinoamericana”, en: DE, p. 192.
[17] “Sociedades coloniales”, en: DE, p. 274.
[18] “Entre España y Francia”, en: DE, p. 81. Véase también ahí mismo “Wilson y la vida ideal en la ciudad”, p. 83.
[19] Ibídem, p. 81.
[20] “Un gran libro de Clemenceau”, en: DE, p. 87.
[21] Ibídem, p. 87.
[22] “Los grandes periódicos ibero-americanos”, en: DE, p. 37. El subrayado es nuestro.
[23] Este tema lo desarrollo críticamente, a la luz, de un nuevo discurso que considera la caída de las viejas ideologías y el surgimiento de otras nuevas, en un artículo, aún inédito, titulado “La palabra de Vallejo o el abismo de la libertad”.
[24] “La responsabilidad del escritor”, en: DE, p. 446.
* Renato Sandoval Bacigalupo (Lima, 1957) es profesor de literaturas europeas, doctor en Filología Románica y traductor. Ha publicado poesía y ensayo. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura, Perú, en 2019, mención especial en Poesía.
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