Cultura
Edad Media: Abelardo y Eloísa, la historia de un amor prohibido
En vísperas de San Valentín, recordamos hoy una célebre y trágica historia de amor del medioevo. Los amantes no solo compartieron una ardiente pasión, sino también un profundo compromiso con el conocimiento y la filosofía de su tiempo.
Abelardo y Eloísa, detalle de la estampa "Histoire d'Héloise et d'Abélard" (1842). Biblioteca Nacional de Francia
Todo lector es capaz de imaginar una red de hilos, tan invisible como mágica, que va uniendo, de libro en libro, los puntos de una constelación infinita. A un epígrafe que introdujo Henry Miller en Trópico de Capricornio debo el haber reparado en Historia Calamitatum, de Pedro Abelardo, un filósofo devenido en monje eunuco, trovador de canciones de amor medieval y pensador de ideas teológicas que no siempre resultaron del agrado de la Iglesia de Roma. Y solo a través de ese texto autobiográfico, en que Abelardo hace un recuento de sus desventuras personales, pude descubrir a Eloísa, objeto de su adoración y aliciente de su intelecto, con quien vivió una trágica historia de amor que más tarde inspiraría a numerosos artistas.
Mencioné antes el hilo que va trazando una estela de puntos, a veces notablemente casuales, otras en apariencia inconexos, porque Henry Miller también vivió, escribió y amó en París, en cuyo cementerio de Père Lachaise se encuentra la tumba de dos seres que no solo encarnaron una especie de amor medieval prohibido, sino una pasión por el conocimiento que se enfrentaría a las limitaciones religiosas del siglo XII. Pero los restos de estos amantes, que padecieron la persecución y, por mucho tiempo, la separación física, no siempre estuvieron ahí. Hasta 1817 permanecieron inhumados fuera de París, en la Abadía de Paraclet, emplazada en la entonces región de Champaña, en donde Eloísa, a pesar de los infortunios de su destino, llegó a ser abadesa.
Leyendo las memorias de Abelardo o las epístolas que mantuvo con Eloísa (documentos que se conservan en la actualidad y que se han editado numerosas veces, no ajenos a impugnaciones acerca de su autenticidad), podría imaginarse que el encuentro entre ambos era inevitable. En muchos sentidos, Eloísa era una mujer tan atípica como excepcional para su tiempo, en virtud de su intelecto, sus conocimientos y su cultura. Sabía griego, hebreo y latín, además de gramática, literatura y teología. Por su parte, Abelardo descollaba como filósofo polémico, era un pensador de atrevidas ideas sobre lógica y teología, y gozaba de gran popularidad entre sus estudiantes. También era aficionado a la composición musical en lengua romance.
Se conocieron en París en 1117, en una época de apogeo económico de la ciudad, cuando Fulberto, canónigo de la Catedral de París, tío y tutor de Eloísa, designó a Abelardo para instruirla. Aprendiz y maestro ignoraban que las lecciones no serían sobre filosofía, sino sobre el amor. Tal fue la pasión que los envolvió que Abelardo escribió: “Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Había más besos que palabras […] Ninguna gama o grado del amor se nos pasó por alto. Y hasta se añadió cuanto de insólito puede crear el amor” [1].
Tan vehemente fue la entrega que perdieron pronto todo sentido de la prudencia que exigía la situación y de la “decencia” impuesta por las costumbres de la época. Al menos así lo testimonian sus escritos. El caso es que, con todos sus matices y ocurrencias, el amor dio fruto. Al quedar embarazada Eloísa, y tras ser descubiertos de manera escandalosa por Fulberto, Abelardo decidió secuestrar a su amada disfrazado de monja. Huyeron y se refugiaron en casa de una hermana de Abelardo, situada en Le Pallet, en donde poco después nació su hijo Astralabe, cuyo nombre de resonancia esotérica y astrológica (en latín Puer Dei, “hijo de Dios”), en relativa disonancia con los dogmas del cristianismo, no le impediría convertirse alguna vez en canónigo de la diócesis de Nantes.
Abelardo volvió a París para pedir perdón a Fulberto y solicitar permiso para casarse con Eloísa, bajo la condición de que el matrimonio se celebrase en secreto. El tío aceptó, pero la cuestión se complicó de todas maneras, pues Eloísa al comienzo se opuso, ya que, si bien deseaba convivir con Abelardo, consideraba que el matrimonio era “una prostitución de la mujer”. Para ella, el amor debía vivirse sin ataduras, con la sola validación moral del sentimiento interno.
Tras una serie de nuevas desavenencias (que involucraron la condena pública a Abelardo y ultrajes a Eloísa por parte de Fulberto) Abelardo obligó a su amada a hacerse monja en el monasterio de Argenteuil con tal de alejarla de la violencia y el escándalo. Esto enfureció más a Fulberto, quien entonces, junto con otros familiares igual de indignados, castraron a Abelardo.
“Cierta noche, cuando yo me encontraba descansando y durmiendo en una habitación secreta de mi posada, me castigaron con una cruelísima e incalificable venganza, no sin antes haber comprado con dinero a un criado que me servía. Así me amputaron –con gran horror del mundo– aquellas partes de mi cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaba” [2].
El hecho, sin embargo, no fue bien visto por la comunidad, dada la reputación y buenas relaciones que poseía Abelardo con escolásticos de renombre de la época. Esto provocó que, ante la noticia de una mutilación punitiva sin juicio previo de ningún tipo, un tribunal episcopal condenara a Fulberto al destierro y confiscara sus bienes.
Lo cierto es que este traumático episodio condujo a Abelardo a ocultarse como monje en Saint-Denis, separado de Eloísa. En los años siguientes, Abelardo retomaría la enseñanza, siempre granjeándose discípulos y adversarios intelectuales. Entretanto, Eloísa llevaba una vida monástica marcada por la frustración, los malentendidos y el dolor por el abandono de su amado. Este fue el tiempo en que intercambiaron cartas, las cuales dan cuenta de su atormentada pasión, pero también de un fogoso diálogo intelectual en torno a Dios, la verdad, la lógica y la naturaleza del amor.
“Así pues, te pido por Dios a quien te has entregado, que me devuelvas tu presencia de la forma que sea. Escríbeme, al menos, una carta de consuelo, para que de esta manera me sienta confortada y recreada con el favor divino. Cuando en otro tiempo buscabas en mí las delicias del cuerpo me visitabas con cartas frecuentes. Tus canciones ponían a tu Eloísa en labios de todos. Todas las calles y casas repetían mi nombre. ¡Con cuánta más razón me elevarían ahora hacia Dios que antes a la lujuria!” [3].
Luego de muchas andanzas y giros de la fortuna, Abelardo y Eloísa se reencontraron y decidieron fundar la Abadía de Paraclet, que albergaría la primera orden monástica exclusivamente femenina. La abadía se rigió por un modelo de erudición, polémico por entonces, según el cual se reconocía la igualdad intelectual de hombres y de mujeres. Además, fue un centro de música sacra y el espacio en que se gestaron ideas teológicas, tanto por parte de Abelardo como de Eloísa, que no siempre fueron bien vistas por pensadores y autoridades religiosas de la época. Particularmente polémicas fueron las ideas de Abelardo relacionadas con la crítica al pensamiento de San Agustín, a los denominados “universales” en filosofía y a conceptos tales como pecado o virtud aplicados a la ética. Sucesivas guerras acaecidas en Francia destruirían el edificio original de la abadía, parte del cual fue reconstruido en siglos posteriores.
El tiempo también dotaría a la historia de Eloísa y Abelardo de un halo mítico, convirtiéndolos en una fuente en la que abrevaron numerosos artistas, sobre todo del Romanticismo, seducidos por ese cúmulo de implicaciones religiosas, eróticas y dramáticas que representan. A los componentes históricos de su relato se mezclaron otros ya imaginarios, aunque siempre arraigando en el epistolario de los amantes, el cual fue evocado y, en algunos casos recreado de forma ficticia, por poetas como Jean de Meung, Petrarca, François Villon y Alexander Pope.
El pensamiento filosófico de Abelardo
La figura de Abelardo siempre ha despertado fascinación. Fue filósofo, teólogo, poeta, monje y compositor, por lo que, en gran medida, representa el modelo prototípico del intelectual del siglo XII. Solo que su singularidad radica en haber sido un conferencista polémico.
A sus decisivos aportes intelectuales se suma una existencia novelesca, repleta de episodios tan dramáticos como asombrosos. En Historia Calamitatum, como ya vimos, narra hechos fundamentales de su vida, pero estas memorias también pueden leerse como el testimonio de los estudios y problemas que preocupaban a los intelectuales de la Edad Media.
En sus páginas, podemos aproximarnos a su esencia, esa inclinación nata a la investigación y al aprendizaje, esa necesidad voraz de comprender la vida y el mundo. Por ejemplo, cuando nos cuenta que, en tanto primogénito de un hombre de armas de la pequeña nobleza bretona, estaba destinado a seguir esa carrera, pero prefirió a Minerva en lugar de a Marte, para así dedicarse a la dialéctica, su rama predilecta de la filosofía. No debemos olvidar que, en la Francia del siglo XII, tanto estudiantes como caballeros medievales recorrían les routes disputando “torneos y combates”. En ese sentido, puede decirse que Abelardo, como pensador, buscaba la polémica, la confrontación argumental, los asaltos discursivos. “Me puse a recorrer las provincias siempre discutiendo, yendo a todos aquellos sitios en donde el estudio de este arte (la dialéctica) se honraba”, escribió.
Esta predisposición viajera, alimentada por su sed de conocimiento, lo condujo a realizar estudios en París con Roscelino de Compiègne, Guillermo de Champeaux y Anselmo de Laon, maestros de los que se nutrió y a quienes luego refutó sin miramientos.
Aunque es autor de una obra diversa, tradicionalmente se lo considera “padre del nominalismo” y un pensador que apeló a la racionalidad para abordar cuestiones teológicas. Tuvo un papel de gran relevancia en la discusión de un tema por entonces ampliamente debatido: los “universales”, es decir, la especulación acerca de la esencia de los conceptos generales en filosofía. Lo novedoso del pensamiento de Abelardo fue que la posición que adoptó frente a su materia de estudio se inscribe en el nominalismo, pero distanciándose un poco de la ortodoxia hasta entonces formada en dicha corriente.
Los nominalistas planteaban que los universales no poseían existencia efectiva, a diferencia de los realistas, quienes afirmaban que la única realidad era el concepto universal, a partir del cual brotaban “emanaciones”. Así, los primeros sostenían que los universales eran solo palabras, “voces vacías” (flatus vocis), y que la única realidad efectiva era el ser concreto particular. Por ende, los universales existían en tanto que había individuos.
El logro intelectual de Abelardo fue trasladar este problema del plano ontológico y situarlo en un plano de análisis del lenguaje. Con ello, no solo profundizó en la tesis nominalista de que los universales existen en virtud de la mente del individuo y no como “entidades en sí”, sino que fue más allá al reflexionar acerca de ellos como categorías lógico-lingüísticas que relacionan el mundo mental con el físico.
La obra que nos legó es vasta y reveladora, pese a que las circunstancias de su vida lo obligaron a quemar algunos de sus libros. Entre las principales obras que conservamos se encuentran Historia Calamitatum; las numerosas cartas que intercambió con Eloísa; Sic et non, un tratado que recopila más de un centenar de cuestiones teológicas controvertidas; Diálogo entre un filósofo, un judío y un cristiano, y Scito te ipsum, tratado ético inconcluso. También escribió la Theologia Christiana, además de comentarios bíblicos, soliloquios, poemas religiosos, y canciones sagradas y profanas.
Notas
[1] Historia Calamitatum, carta escrita por Abelardo a un amigo para aliviar sus penas comparándolas con las suyas. El texto íntegro está incluido en el volumen Cartas de Abelardo y Eloísa. Alianza Editorial, Madrid, 2002. Traducción de Pedro R. Santidrián y Manuel Astruga.
[2] Ibid.
[3] Extracto de una de las cartas de Eloísa a Abelardo, incluida en el volumen citado.
* Cave Ogdon (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).
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