Cultura
Paz Encina, “Eami” y los mil ríos del tiempo
Paz Encina. Cortesía
Una niña, Eami (Anel Picanerai) cuenta su duelo. “Tiene que dejar todo atrás, e irse, para no morir allí”, dice la sinopsis del nuevo filme de Paz Encina. Eami, la niña, habla sobre abandonar el único lugar que ha conocido, casi en trance crepuscular. Su nombre significa bosque. Su nombre significa mundo. Asojá, el pájaro-dios-mujer, habla a través de ella. La diosa, el animal, la niña, traen el tiempo, la memoria del pasado, el presente a porvenir.
Eami, el largometraje de Encina –híbrido entre ficción y documental–, filmado en la comunidad indígena Ayoreo Totobiegosode, se encuentra actualmente en la Tiger Competition del 51º Festival Internacional de Cine de Rotterdam (IFFR). La película cuenta con la participación de Anel Picanerai, Curia Chiquejno Etacoro, Ducabaide Chiquenoi, Basui Picanerai Etacore, Lucas Etacori, Guesa Picanarai y Lázaro Gutamíjo. Se trata de una coproducción entre Paraguay, Alemania, Argentina, Holanda, Francia y Estados Unidos. Conversamos con la directora sobre su nueva obra.
— ¿Cómo fue el proceso de gestación y desarrollo de la película? ¿De qué manera se diferencia esta experiencia de tus trabajos anteriores?
— Esta película no nace necesariamente de una voluntad mía de trabajar con comunidades indígenas. Ni me lo había planteado. Quería hacer una película bastante más clásica y, específicamente, una película de amor convencional. José Elizeche me dijo “yo sé donde está esa película, está en esta comunidad”. Él me había contado una historia de amor. Fuimos y me encontré con algo totalmente distinto. Y, a su vez, también con cosas sobre las cuales ya había trabajado desde siempre: el exilio, la pérdida. Sentí como un destino que me venía. Tampoco hice la historia que quería hacer. Fue dejarme llevar y entender lo que estaba en mi camino, las señales. Fueron seis años de trabajo.
—Tengo tres películas anteriores, Hamaca paraguaya, Ejercicios de memoria y Veladores. A medida que se sucedían fui perdiendo cada vez más el control sobre el material. En Hamaca paraguaya sabía el tiempo que me iba a durar la imagen porque tenía una especie de playback sobre el cual se armaba una coreografía, tenía un control total de la palabra, de la imagen, de su duración. En Ejercicios de memoria fui perdiendo un poco el tono. En Veladores, si bien estaba marcado por los planos, lo perdí todavía más pues trabajé con adolescentes y era una película coral. Y en esta última, directamente, no manejaba la lengua. Yo pedía hacer un casting y llegaba la persona que el líder consideraba que debía ir. Prácticamente reescribí la película en el montaje, incluso a nivel de texto. Es decir, escribí una película y después escribí totalmente otra. Me tenía que dejar llevar por lo que encontraba ahí.
— Esto es interesante porque otra idea recurrente en tu obra es el duelo. De alguna forma, también existe un duelo en la autora que descubre que la historia que quería contar no se encuentra ahí, y que la película pedía otra cosa.
—Ese duelo fue muy difícil. El montaje lo padecí porque para mí era encontrarme con algo nuevo que no sabía cómo abordar. La presencia de la montajista, Jordana Berg, fue fundamental. Hay planos que fueron filmados por azar y que luego se volvieron fundamentales. Al principio para mí fue muy raro encontrarme con una película diferente, y también con una imagen de directora muy distinta de la que yo pensaba que era. Uno acostumbra ver como algo bueno esa idea del director que lo sabe y lo controla todo, y no necesariamente es así.
—A menudo tu trabajo gravita en torno a la infancia y la memoria. ¿Aparecen estas constantes en Eami? ¿De qué modo?
—Creo en la memoria como una forma de construir un lugar diferente, otro mundo, ojalá mejor. Y en paralelo siento la infancia como un paraíso perdido. Pienso que van juntas. Pienso la memoria como una forma de ver qué es lo que queda para empezar a construir algo mejor. Siempre me pregunto cuál es mi primer recuerdo, y es algo que me viene de la infancia.
—En Eami, siempre existió el personaje de la niña que lleva el relato, pero todos los otros infantes fueron apareciendo a consecuencia de que perdí otros personajes. Siempre hay la sensación de un paraíso perdido, no necesariamente uno real. La infancia también es un momento doloroso, te empiezan a decir lo que no podés hacer, las cosas que, de cierta manera, no pueden ser. En la infancia también se encuentra la limitación. Pero queda la sensación de no haber conocido nada de eso en realidad.
—En varias ocasiones mencionaste que tu primera forma de alfabetización fue musical, que aprendiste a leer música antes que palabras. ¿Cómo se relaciona esta forma de entender la sonoridad con la propuesta formal de Eami?
—La propuesta formal de Eami fue distinta porque no existía dentro de mí un registro de los sonidos que luego iría a encontrar. Nunca había escuchado a un jaguareté, nunca había escuchado el monte del Chaco, nunca lo había explorado tanto como antes de esta película. Esta es la película donde tuve que hacer más fuertemente una maqueta sonora. La estructura narrativa de este filme se conforma a través del sonido; la imagen puede ser más ecléctica, pero hay un hilo conductor muy fuerte a través de lo sonoro. De hecho, la forma en la cual el tiempo se configura en Eami también se da a través de lo sonoro.
—Me doy cuenta de que lo primero que leí y escribí son notas musicales, y que eso me quedó como estructura de pensamiento. Simplemente es la forma en la que aprendí a conocer el mundo y configurarlo. Entiendo que una nota puede conjugarse con otra, o una figura armonizarse con esta otra.
—Recientemente mencionaste a la prensa una diferencia interesante: la cultura ayoreo ordena su tiempo de una forma que no está sujeta a las mismas convenciones que las occidentales. Esta otra forma de tiempo, ¿actuó de alguna manera sobre Eami?
—Algo que siento es que fui tomada por ese tiempo otro, por la forma en que la cultura ayoreo lo entiende. Fue un ejercicio para mí, como un caminar que tuve que hacer. No fue algo que me salió tan rápido ni de manera romántica. Tuve que deshacerme de algunas convenciones para entrar a otras. A un adulto ayoreo le pregunté cuántos años tenía cuando salió del monte, me contestó “tenía aproximadamente 13 o 15”, como diciéndome yo no contabilizo el tiempo como vos. Ellos se ven en la necesidad de usar nuestro tiempo, pero no es la manera en la que ellos cuentan. Nunca supe cuántos tiempos habitan el filme. Hay una diversidad de tiempos encerrados en uno solo, como si dentro de un río corrieran mil ríos.
*Andrés Vásch es escritor e investigador independiente de arte.
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