Cultura
La pasión según San Salvador (Dalí)
Recordamos al maestro de la megalomanía y la extravagancia, el artista que hasta los últimos instantes de su vida –que terminó un 23 de enero– supo suscitar el asombro y el desconcierto.
Salvador Dalí. Archivo
“Sí, estoy convencido de ser el salvador del arte moderno, el único capaz de racionalizar imperialmente, embelleciéndolas, todas las experiencias de los tiempos modernos, dentro de la gran tradición clásica del realismo y del misticismo que constituyen la misión suprema y gloriosa de España”.
Así se autoproclamaba el impío y excomulgado Salvador Dalí i Domènech (1904-1989), a poco tiempo de mudarse para siempre al cielo de los elegidos, donde probablemente su presencia no sería grata. Es el artista, mitad bufón, mitad demonio, el de los bigotes alados, el Hermes de las locuras, maestro de la megalomanía y de la extravagancia, quien hasta los últimos instantes de su vida supo suscitar el asombro y el desconcierto de muchedumbres que lo admiraban o maldecían. Al igual que su vida, el postrer tránsito llegó a concitar el interés de la prensa y de la opinión pública mundial, a las que él supo hábil y tal vez malignamente manipular. Las largas horas y los jadeantes días de su agonía parecerían al más suspicaz la forma más maquiavélica, pero también desopilante, de hacerse propaganda hasta in extremis, dando tiempo a los periodistas para preparar los extensos y bien informados obituarios correspondientes a su real y definitiva muerte. Algunos reporteros nada reservados aseveraban que Dalí, desde su lecho de moribundo, aprobaba, corregía o rechazaba los textos que llegaban a sus manos temblorosas.
¿Yo, ególatra?
Es claro, empero, que la crítica lo detestaba. Dalí era egocéntrico (seamos sinceros, ¿qué artista no lo es?) y de mal carácter, lo suficiente como para alejar de sí a los críticos que veían en su arte un desdoblamiento de la ética. Resulta evidente que sus declaraciones fanfarronas, los libros en que se glorificaba, sus alardes de genialidad, lo apartaban de los reductos “serios” del arte. Como sea, la prensa de hecho le tenía adoración a Dalí, lo mismo que este a ella.
Difícil, muy difícil, imaginarlo sin compañía de los medios de comunicación que lo vedetizaron, convirtiéndolo en una estrella o en un ser divino al que solo Dios le podía acompañar. Era imposible, eso sí, un reportaje sin suceso cuando el artista explicaba el marxismo a través de la barba de Marx y los bigotes de Stalin, el inventor del mostacho vertical, mientras que los suyos, a su decir, nunca hubieran podido servir al comunismo porque eran “súper alegres y verticalmente ascendentes”. Declaraciones en apariencia tan sacrílegas como estas provocaron su expulsión, en 1934, del grupo surrealista, capitaneado por André Breton. Ironía estupenda: los escandalizadores por antonomasia se habían encontrado por fin con la horma de su zapato.
El reaccionario y la vanguardia
Monarquista convicto y confeso, además de casi incondicional del abyecto gobierno de Franco, Dalí no aceptaba la idea de los surrealistas de una política revolucionaria, pese a haber revolucionado él mismo el concepto de artista en el siglo veinte. No solo fue la imagen del surrealismo lo que acondicionó; también se constituyó en uno de los que contribuyeron a popularizar (sic) el inconsciente, una de las nociones centrales de nuestra cultura psicoanalizada y neurótica. Y en esto Dalí debería ser considerado un hombre de vanguardia. No importa aquí que sarcásticamente Freud (de quien Dalí hizo un retrato 1934) hubiera dicho a Arnold Hauser, insigne historiador de arte, que solo le interesaba el aspecto técnico y consciente de la pintura de Dalí.
Puede que como pintor fuese inferior a Picasso o sin la inteligencia fría y deslumbrante de Duchamp, pero resulta innegable que inventó el modelo mitológico del artista del siglo pasado, el cual fuera adaptado por Andy Warhol en el mundo chic de Nueva York. Técnicamente, las innovaciones de Dalí pertenecen más a sus temáticas delirantes que al arsenal de procedimientos estéticos que el arte moderno puso en manos de los artistas.
¿Dalí, farsante?
¿Pero fue él nada más que un fanfarrón con éxito y con un apetito desmesurado por el dinero (“Avida Dollars” fue el célebre anagrama que Breton acuñara con su nombre)? Para Buñuel –con quien Dalí realizó en 1929 El perro andaluz, colaborando al año siguiente en el guion de La edad de oro– la respuesta era negativa. Según él, lo que Dalí hacía de extravagante no era pose. Si él sentía ganas de masturbarse delante de un Vermeer –su pintor favorito, con Velázquez y Rafael– no era por payasada, sino porque en realidad tenía ganas de hacerlo, así de simple.
Con todo, artísticamente hablando, el Señor de Figueras, su pueblo natal, realizó su obra más interesante y valiosa entre 1925 y 1935. Lo posterior a esa época inspira, por decir lo menos, inquietud y desconfianza en lo que atañe a su calidad y autenticidad. Dalí empezó experimentando la influencia de las escuelas de vanguardia de las dos primeras décadas del siglo: cubismo, futurismo, cinetismo, pintura metafísica. De su admiración por De Chirico hay testimonio en su Naturaleza muerta (1924), en la cual si la retórica objetiva pertenece a la tendencia italiana, la sensibilidad para la agrupación de los objetos denuncia ya a un artista original. En 1926, una Cesta de pan demuestra su interés por los problemas estrictamente técnicos y a la vez su conocimiento de la tradición.
Del renacentismo al método paranoico crítico
Dalí no solo habría de propender al expresionismo, a esa recuperación del ilusionismo sensorial, sino que con el tiempo habría de partir de esa base para intentar la reactivación de la técnica renacentista y barroca. Tras una etapa en la que combina la modalidad realista con experimentaciones aún derivadas del cubismo y de la pintura metafísica, se manifiesta ya con plenitud la eclosión imaginativa, estimulada por el surrealismo, tal como se puede advertir en La miel es más dulce que la sangre (1926) o en Las acomodaciones de los deseos (1929).
La imagen daliniana avanza rápidamente conducida por varios preceptos: la admisión de recuerdos oníricos; la representación, en una misma obra, de momentos distintos en el tiempo; y la multiplicación de sentidos representativos en una misma figura o conjunto de figuras. La relación entre la presencia y la ausencia, el dinamismo del tiempo, surgen con frecuencia en los cuadros de este período.
El Señor de Figueras, en su anhelo de ir allende el automatismo de la visión y de la imagen, descubre el método paranoico crítico que, suponemos, consiste (en realidad ni él mismo lo supo) en la autoprovocación de delirios imaginativos partiendo de un estímulo contemplado hasta la obsesión.
A propósito de esto, en 1958, decía: “Hace treinta años que lo inventé y que lo practico con éxito, aunque no sepa hasta ahora muy bien en qué consiste exactamente. En términos generales, se trata de la sistematización más rigurosa de los fenómenos y materiales más delirantes, con la intención de hacer tangiblemente creadoras mis ideas más obsesivamente peligrosas”. Y así remata esta declaración: “Este método no funciona si no se posee un motor de origen divino, un núcleo viviente, una Gala. Y solo hay una”.
Desde Gala hasta la eternidad
Inevitable, pues, mencionar en este tramo a la rusa Gala, ex mujer del poeta francés Paul Éluard, quien sin duda fue la única y más grande pasión del pintor. Él se la robó, literalmente, a Éluard en la década de 1920 al cubrirse con excremento de cabra y saltando como un troglodita. El estrambótico galanteo del artista funcionó a la perfección. El padre de Dalí, un notario público, maliciaba de que Gala era en realidad una espía soviética, por lo que expulsó de casa a la pareja de lunáticos. Error paterno. Gala colocó a Dalí en las vías del capitalismo mondo y lirondo, pues fue ella la que le enseñó a su amado amante el dulce valor del vil metal. Los amigos de la causa surrealista tacharon, en su momento, ese amor como la mayor desgracia sucedida a Salvador, como si la mujer lo hubiera convertido en una vedette a la caza de dólares.
Es verdad que Gala se esforzó para volverse millonaria y era maniática y devota del dinero. Sus razones tendría para ello. Como quiera que fuese, con la valorización del arte moderno, habría sido muy difícil que un artista de la talla de Dalí no se hiciera de un buen capital. Picasso, Matisse, Miró, Tapiès, no tuvieron el mismo fin que Van Gogh o Gauguin.
Sin embargo, como bien sabemos, la muerte nos hace igual a todos. Lo mismo que a Dalí, el divino, el “salvador” del arte moderno, así como a Gala, la única diosa terrestre. Ahora Dalí, a contrapelo de lo que él quería, sigue siendo embalsamado entre cientos de obras suyas en su casa-museo de Figueras. ¿Resistirán su pose arrogante y su mostacho aéreo a los implacables embates del Silencio y del Tiempo?
Un escrito de Dalí
“¡Olé!” o Lorca, profeta de su muerte
“¡Muere fusilado en Granada el poeta de la mala muerte, Federico García Lorca ¡Olé!”. Con esta exclamación típicamente española recibí en París la noticia de la muerte de Lorca, el mejor amigo de mi adolescencia agitada. Este grito, que lanza biológicamente el aficionado a las corridas de toros cada vez que el matador consigue hacer un buen “pase”, o que sale de la garganta de los que jalean a los cantaores de flamenco, lo proferí en ocasión de la muerte de Lorca para realzar el modo en que su destino culminaba de una forma trágica y típicamente española.
Cinco veces al día, cuando menos, Lorca hacía alusión a su muerte. Por la noche no podía dormirse si en grupo no íbamos todos a “acostarle”. Una vez en la cama, encontraba el medio de prolongar indefinidamente las conversaciones poéticas más trascendentales que han tenido lugar en lo que va del siglo. Casi siempre terminaba por hablar de la muerte y, sobre todo, de su propia muerte.
Lorca imitaba y poetizaba todo de lo que se hablaba, en especial de su defunción. La ponía en escena, recurriendo a la mímica: “¡Mirad –decía– cómo seré en el momento de la muerte!”. Después de lo cual bailaba una especie de ballet horizontal que representaba los movimientos angustiosos y convulsivos de su cuerpo durante el entierro, cuando el ataúd descendiera por una de las bruscas pendientes de su Granada natal. Después nos enseñaba cómo sería su rostro unos días después de su muerte. Y sus rasgos, que de costumbre no eran hermosos, se aureolaban de pronto de una belleza desconocida e incluso de una alegría excesiva. Entonces, seguro del efecto que acababa de producir en nosotros, sonreía, satisfecho del efecto que le procuraba la absoluta posesión lírica de sus espectadores.
Había escrito: “El río Guadalquivir tiene las barbas granates, / Granada tiene dos ríos, uno llanto, el otro sangre”. También al final de la oda a Salvador Dalí (doblemente inmortal), Lorca hace una inequívoca alusión a su propia muerte y me ruega que no tarde en seguirle en cuanto florezcan mi vida y mi obra.
Los rojos, los semirrojos, los rosas e incluso los malvas pálidos aprovecharon la muerte de Lorca para una vergonzosa y demagógica propaganda, ejerciendo así un innoble chantaje. Intentaron, e intentan aún hoy, convertirlo en un héroe político. Pero yo que fui su mejor amigo, puedo dar fe ante Dios y ante la Historia de que Lorca, poeta ciento por ciento puro, era consustancialmente el ser más apolítico que jamás haya conocido. Fue simplemente víctima propiciatoria de cuestiones personales, ultrapersonales, y más que nada víctima inocente de la confusión omnipotente, convulsiva y cósmica de la guerra civil española.
En todo caso, una cosa es cierta. Cada vez que, desde el fondo de mi soledad, consigo hacer emerger de mi cerebro una idea genial o dar una pincelada arcangélicamente milagrosa, oigo la voz ronca y suavemente sofocada de Lorca, gritándome: “¡Olé!”.
* Renato Sandoval Bacigalupo (Lima, 1957) es profesor de literaturas europeas, doctor en Filología Románica y traductor. Ha publicado poesía y ensayo. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura, Perú, en 2019, mención especial en Poesía.
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