Cultura
¿Qué es el aura? ¿Qué queda de ella? ¿Es posible salvarla?
Una larga conversación con Ticio Escobar, autor de “Aura latente”, libro que reflexiona sobre posibles estrategias que permitan re-auratizar las obras de arte por fuera de la experiencia fetichizante propia de la lógica del mercado.
Ticio Escobar. Cortesía Artishock
Aura latente (Tinta Limón, 2021) nos introduce nuevamente en una discusión necesaria. Durante la primera mitad del siglo pasado, cercado por el avance del fascismo y del nazismo, Walter Benjamin busca una estrategia para combatir estos movimientos a través de un uso particular de la técnica aplicada a la producción de arte. En su ensayo La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica (1936), el filósofo alemán decide resignar esa “manifestación irrepetible de una lejanía” que pareciera fundar la experiencia casi religiosa o cultual de la obra, en favor de formular exigencias revolucionarias en la política del arte. Los alcances de esta hipótesis, desde la segunda mitad del siglo XX hasta el presente, distan de ser las que Benjamin ha imaginado. El mercado parece haberse apropiado de todo, y ahora extrañamos ese brillo que la obra de arte logró despertar en otro tiempo. Ticio, lejos de caer en el pesimismo y el fatalismo, busca soluciones. No más allá, sino más acá, en la cultura guaraní. Combatir los efectos del mercado requiere de nuevas estrategias y nuevos recursos. El brillo no ha desaparecido, solo espera nuevas formas de ser despertado.
—¿Sería posible decir, pensándolo en términos deleuzianos, que tu libro Aura latente se enfoca en un “devenir menor” del aura?
Benjamin propone sacrificar el aura exclusivista que separa el arte de las grandes audiencias, pero también el aura poderosa manipulada por regímenes autoritarios.
—Gracias por esta pregunta. No se me había ocurrido vincular el concepto de aura con el modelo deleuze-guattariano del “devenir-menor”. Dado que me apropio con temeridad de los conceptos (coincidiendo justamente con el espíritu de aquel modelo), creo que sí, cabría pensar el aura que me interesa (el aura crítica, disidente, popular) en términos de “minoridad” empleado por Deleuze y Guattari en la propuesta de una “literatura menor”. Entiendo que esa figura permite esquivar la dirección “molar” y sortear cánones homogeneizadores y categorías hegemónicas. Impulsado por líneas de fuga, el arte crítico rebasa el orden del lenguaje para devenir lengua-otra, una lengua propia cuyas conexiones múltiples generan imparables procesos de resignificación. Empleo el término “aurático” en cuanto supone el desvío del orden simbólico; desvío que provoca cortocircuitos, desplazamientos y dislocaciones: interferencias en el rumbo del sentido instituido. Esta concepción me ayuda a calificar como “menor” el aura referida a generar (mínimas) distancias, a provocar deseo y convocar miradas. Es decir, no me estoy refiriendo al aura esplendente, el aura de la forma autoconciliada, consensuada, sino a los brillos menudos de las formas disconformes, en general marginales. En La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, escrita en 1936, Benjamin propone sacrificar el aura exclusivista que separa el arte de las grandes audiencias, pero también el aura poderosa manipulada por regímenes autoritarios. Se está refiriendo al aura de las obras “mayores”, vinculadas con las Bellas Artes y el fascismo, mientras que en el libro El narrador, publicado el mismo año, defiende el aura de los cuentos populares: el de la literatura menor, aunque no la llame de este modo. En Deleuze y Guattari, según lo interpreto, la literatura menor involucra minorías populares y, en cuanto resiste el modelo dominante, tiene un carácter político. (Cuando hablamos de literatura me estoy refiriendo a los procesos del arte en general.) Me parece, pues, justificado vincular el aura disidente con el devenir obra-menor (“otra lengua”): lo que convierte en artística una obra es su posibilidad de mantener una distancia capaz de asegurar una política de la mirada. Obrar esa distancia es oficio del aura, que será “menor” en cuanto sea empujada por líneas de fuga que la alejen del modelo dominante. Pienso que esta figura se acerca a la que propone Didi-Huberman en Sobrevivencia de las luciérnagas: las lucioles, las pequeñas luminiscencias que, opuestas a la luce, luz cegadora de los potentes reflectores de la propaganda fascista y el mercado, son capaces de mantener el resplandor errático, pero vivo, del deseo y la poesía encarnada, según sus palabras. Estas mínimas señales configuran un potencial disruptivo que podrá ser activado en circunstancias propicias. A esta figura responde el nombre de Aura latente.
—A lo largo de todo el libro trabajás con la tensión entre la omnipresencia de la técnica en la producción de objetos/arte y la posibilidad de impugnar la fetichización estética producida por el mercado. Frente a eso planteás la posibilidad de imbuir nuevamente el objeto de una pulsión libidinal que permita manifestar nuevamente el “aura” latente.
—Sí, creo que el avasallante modelo tecno-financiero del capitalismo global intenta fetichizar todo en clave de mercancía, especulación y renta. Una de las formas de resistencia en el ámbito del arte podría ser la de apartar el objeto de la representación estética de esa instrumentalización, invistiéndolo de carga libidinal o potenciando la que en él aguarda. Antes de considerar estas formas, quiero referirme a la figura de imbuir un objeto de aura (el término “objeto” es usado acá en sentido amplio como cosa, hecho o situación). No se trata, claro, de guardar en el objeto una presencia esencial y trascendente que habría de ser rescatada desde el fondo encubierto por las apariencias. Se trata, más bien, de perturbar ese objeto mediante operaciones que lo desplacen, disloquen y reconecten con otras situaciones; que los rearmen en otros tiempos y lugares. Así, auratizar tal objeto equivale a promover en él un desacople. Significa abrir en él una ausencia, una falta de sí o una diferencia que lo convierta en imagen y lo abra al mundo. “Mundo” en sentido heideggeriano, como escena singular de significaciones posibles. El arte es un dispositivo problemático. Sirve para formular cuestiones irresolubles, para resonar en lugares diferentes y para lanzar líneas de fuerza desestabilizadoras del significado único.
—¿Con qué definiciones de aura en Benjamin trabajás?
—Benjamin acerca pocas, lacónicas y enigmáticas referencias acerca del término “aura”, reintroducido por él en su pensamiento e instalado, por ende, en la reflexión sobre el arte. Una de ellas es concebir ese término como una lejanía o una, aun mínima, distancia. Lo que aparece, lo que deviene imagen, actúa a partir de una distancia. Distancia clavada en el seno mismo del objeto que, al ser representado, se desdobla entre lo que es y lo que muestra. Distancia con relación al mismo contenido que muestra; distancia que opera en el trabajo de la propia forma (que puede volverse sobre sí, contra sí, mediante un giro autorreflexivo: el mecanismo de la ironía, propio del arte).
La forma consiste en una articulación provisional ocurrida ante la mirada; es la configuración simbólica de fuerzas díscolas que buscan pronto escapar en distintas direcciones.
—También opera un alejamiento aurático entre lo que se muestra y se sustrae, entre lo que es y no es: el objeto del arte padece siempre no solo de un desencuentro representacional, sino de un agujero ontológico. Su imagen se levanta sobre un vacío central, que no constituye una nada inerte, sino un repliegue vacante; resguardo y resorte dinámico de significaciones posibles, virtuales. Esa facultad dota la imagen de recursos singulares: su poder (en el sentido de potencia de ser) es también “poder” en su acepción de fuerza política que puja en torno al sentido y que apunta al control social en términos de dominación, hegemonía, subyugación y resistencia. Este poder se constituye, pues, a partir de un núcleo de ausencia y latencia, de todavía-no o ya-no; de promesa o inminencia. En tal núcleo se gesta el potencial aurático, azaroso; nunca instituido de manera constante porque actúa tensado de muchos modos no lógico-disyuntivos que actúan entre presencia y ausencia, afirmación y negación, exceso y falta, Por eso, asumiendo la convención de que el arte moviliza el tradicional juego escénico entre forma y contenido, resulta que este, en su aspecto más fecundo, remite a un lugar deshabitado: su eficacia coincide con la posibilidad de impulsar fuera de sí diversos significados virtuales (otra vez: líneas de fuga). La forma plasma energías que impulsan y turban los aires del tiempo. Expresa estas energías, pero no lo hace directamente: se nutre de ellas para alcanzar su mayor consistencia, su cabalidad (su belleza, en términos clásicos), y las transforma en factor de verdades nuevas, de otros conceptos y figuras, de significaciones ansiosas, arrojadas a caminos inciertos. Así, la forma consiste en una articulación provisional ocurrida ante la mirada; es la configuración simbólica de fuerzas díscolas que buscan pronto escapar en distintas direcciones. La generosa disponibilidad del contenido es la garantía de una forma adecuada, capaz de acoger empujes vitales sin disciplinarlos: entreabriéndolos a las nubladas encrucijadas del sentido. En esta coreografía, forma y contenido no actúan como términos de una disyunción binaria, sino como momentos de tensiones indecidibles, de una dialéctica planteada como puro dinamismo, sin conciliación ni destino asignado.
—Otra definición de aura presentada por Benjamin, la segunda tomada acá, se basa en su poder de “alzar la mirada”. Ya dirá Lacan que no solo el espectador mira una obra, sino que esta puede devolverle la mirada. En ese cruce se origina la forma, transitoria siempre. Este albur –el aura puede decaer en cualquier momento– se expresa en otra noción de “aura” de Benjamin, la última que tomaremos aquí, que también refuerza la idea de contingencia. “Trama singular de espacio y tiempo”: el aura se manifiesta (o no) aquí y ahora, hic et nunc, para usar otra figura de Benjamin; es decir, acontece en situación específica, vinculada siempre con la regulación de la distancia que activa la mirada. El acontecimiento del aura es relacionado a veces con el splendor formae, la belleza; podría justificarse este vínculo si consideramos que el cruce, erotizado, de la mirada y el objeto bien puede iluminar este; volverlo radiante, bello. La contingencia de la belleza así planteada impide que ella, la belleza, sea concebida en los términos canónicos de las Bellas Artes.
—Queda pendiente lo relativo a la cuestión inicial: ¿cómo imbuir el objeto de una pulsión aurática, o auratizante?
—Se trata de una cuestión compleja considerable en varios casos, escenas y situaciones que expondré numerándolos para ordenar mejor la respuesta.
—1. El primer caso es el de la creación a cargo del artista. Buscando intencionalmente producir obra artística, el creador desencastra el objeto de su propia identidad y provoca en él una distancia de sí; una extrañeza que lo aparta, aun por un instante, del cuadro de las categorías establecidas, de las significaciones. Son artistas que erotizan el objeto, lo vuelven presa de mirada y principio de deseo. La escena donde ocurre la creación carece de límites tajantes: resultan borrosas las líneas que la separan de la ocupada por otros agentes (intérpretes, mediadores) capaces de detectar y activar las potencias auráticas de ese objeto. Y eso porque esas potencias no tienen entidad sustantiva: son puras virtualidades; en rigor, no son. El movimiento que actualiza tales potencias es fortuito: depende no solo de la energía de aquellas potencias, sino de la aptitud para descubrir las latencias, mínimas a veces, así como de la posibilidad de manifestarlas en situación propicia.
—2. No comparto el criterio clásico según el cual la intención del creador constituiría una condición determinante para la “artisticidad” de una obra. A veces, como si se tratara de un objet trouvé, una mirada ajena (del crítico, del curador, del público, del museógrafo, de otro artista) descubre y realiza fuerzas latentes ajenas a una voluntad estética originaria. Este correspondería a un segundo caso de asignación de forma: el de agentes que reeditan (o re-crean) acciones o productos realizados fuera de la institucionalidad del arte. Podemos tomar como ejemplo obras o acciones producidas en el contexto de culturas indígenas o populares, o bien realizadas en el curso de manifestaciones políticas, movilizaciones, acciones callejeras, etc., cuya fuerza expresiva depende de las funciones que tales obras (o hechos) esperan cumplir. En casos como estos, el sistema del arte busca incluir obras que no están consideradas como tales en sus condiciones originales, pero que adquieren un plus de significación al ser inscriptas en circuitos especializados. Ciertos museos –el Quai Branly, por citar uno– exponen las piezas “no occidentales” desinfectadas de todo rastro de violencia colonizadora: movilizan el aura puramente estética en detrimento de sus contenidos sociales (históricos, políticos, rituales, etc.). También puede citarse aquí la situación planteada por Joan Fontcuberta en el caso que él denomina “posfotografía”. En su libro La furia de las imágenes, el autor extrema el papel creador de quien retoma una imagen publicada online, la edita, le reasigna un nuevo sentido y descubre en ella otros sentidos. Según él, el valor artístico no radica en la fabricación material de la obra, sino en el proceso mental de seleccionar una imagen y reasignarle un sentido. Estoy de acuerdo con que un segundo creador pueda descubrir nuevos aspectos en la obra, pero no con el hecho de que el gesto artístico se daría exclusivamente en esta segunda instancia. Podría ocurrir que una imagen que circula en los medios no tuviese ninguna intención artística y que otra persona descubriese en ella un potencial que la lleve a asumirla con esa intención. Pero también podría darse el caso de que una imagen haya sido creada como una obra de arte y que su reutilización posterior funcionase como una re-creación, un segundo acto creativo sobrepuesto al anterior (una obra “apropiacionista”). En ambas situaciones, habría co-creación, co-autoría, aunque sea anónima la obra primera, aunque no hubiese tenido intención de constituirse en obra.
—3. A veces, ciertos artistas inscriptos en el sistema del arte o aspirantes a entrar en él vislumbran una posibilidad aurática ya contenida en el objeto del que parten (sea por sus condiciones materiales o sus funciones, sea por su inscripción histórica o contextual). En este caso, el acto creativo, la puesta en obra, consistiría en el mismo descubrimiento o la atribución de esa posibilidad que, una vez más, puede ser actualizada tanto por el creador como por otros que la manifiestan en un ambiente propicio.
—4. El movimiento que despierta el potencial aurático es contingente: depende no solo de la energía contenida en el objeto, sino del talento creador capaz de cargarla; de la aptitud de la mirada para descubrir fuerzas latentes, mínimas a veces, y del acierto de aquel movimiento para atribuir una forma a esas fuerzas, para revelarlas en ocasión adecuada (“revelar” como revelar un secreto o un negativo analógico).
—5. Al llegar a este punto, conviene recordar que no existen distinciones claras entre la acción de los distintos agentes que intervienen en la puesta en obra. El creador vislumbra en el objeto el germen aurático o lo contamina con él. Los artistas inscriptos en el sistema del arte activan esa potencia germinal en una propuesta de obra específica, nunca completa.
—Los que trabajan fuera de los circuitos del mainstream, o en sus bordes, cuentan con margen mayor de activación de esa potencia, activación que no siempre ocurre. Diferentes mediaciones institucionales van precipitando contenidos posibles de la obra, condicionados por escenas y tiempos distintos. Críticos, curadores, museólogos, expógrafos, galeristas, productores y posproductores en general, perciben y resaltan momentos plurales que pueden sobreponerse o excluirse entre sí. Editan el potencial (el concepto, el espíritu, el empuje, la “verdad”) de la obra según enfoques que suponen lógicas, sensibilidades e intereses políticos y económicos diversos. Podríamos decir (forzando los términos, como corresponde en este ámbito) que realizan el para-sí de la energía dormida en la obra. Pero lo hacen siempre de manera contingente: lo que puede aparecer en un espacio-tiempo específico puede seguir oculto en otro.
—Ahora, teniendo en cuenta que incluso la pulsión libidinal, el deseo y el inconsciente están gestionados por el capitalismo (cada vez más), ¿qué mecanismos o recursos tenés en mente que puedan descolonizar al sujeto de las formas libidinales instituidas por el capitalismo en el inconsciente y en el cuerpo?
—Sí, la especulación financiera del capitalismo globalizado busca acaparar cada vez más las facultades de la subjetividad en un movimiento totalizador que tiende a incautar toda la pulsión vital: tiende a colonizar la vida misma. Decomisadas por el capital (por el mercado, los circuitos financieros, la sociedad de la comunicación y el espectáculo o el sistema del arte), esas facultades intentan ser recuperadas mediante los lances críticos y poéticos del arte que busca reconectarlas con su genuina función creativa. Suely Rolnik dice que esta tarea involucra dimensiones micropolíticas: requiere reencauzar el destino ético de la pulsión creativa confiscada por las fuerzas “capitalísticas” (Rolnik toma ese término de Guattari, para referirse al modo de subjetivación producido bajo el capitalismo).
—El arte es un campo propicio para enfrentar la colonización del inconsciente. Sus recursos se basan en el impulso de la imaginación creadora y los empujes del deseo, y se procesan a través de los medios singulares suyos. En primer lugar, la ironía, que supone la regulación de la distancia y la autorreflexión de la obra sobre sus propios componentes. Después, la acción de los conceptos: la fuerza del pensamiento que sostiene la propuesta e impulsa el proyecto; la eficacia del discurso que rebasa el campo de la representación. En tercer lugar, el juego de las formas estéticas: el trabajo de la belleza y las maniobras del desplazamiento, el desguace y el montaje de las formas. Por último, los recursos poéticos: la presión de la falta, el brillo de la opacidad, la música de las disonancias y resonancias, el balanceo entre el ocultamiento y la presencia, así como las sugerencias de la ficción y el poder del silencio.
—Tanto Serge Gruzinski como, si mal no recuerdo, Silvia Rivera Cusicanqui, señalan la preeminencia de la cultura visual sobre la textual en las culturas latinoamericanas. Es decir que, desde la conquista hasta el presente, “la guerra de las imágenes” ha sido un estado cotidiano.
—En lo que conozco de la obra de Cusicanqui, no encuentro referencias a la visualidad: su concepto de “colonialismo interno” plantea temporalidades alternativas a las anglo-eurocéntricas desde una posición decolonial. Creo que incluso su “sociología de la imagen” se encuentra más relacionada con la presencia de los indígenas y las mujeres en la escena pública que a cuestiones de visualidad en sentido estricto (sin desconocer el vínculo que existe entre la representación política y la estética).
—En cuanto a “la guerra de las imágenes”, planteada por Serge Gruzinski, entiendo que se centra en las diversas configuraciones expresivas del “pensamiento mestizo”. Un pensamiento en continuo movimiento, capaz de zafarse de categorías instituidas y expresarse en intermedios híbridos, en figuras complejas que involucran a los contendientes de “la guerra de las imágenes”. Por eso, en Gruzinski, la imagen no puede ser separada del discurso, del texto, precisamente porque ella es síntoma de conceptos: aquella guerra se libra mediante conflictos ideológicos que no se resuelven en triunfos definitivos. Pero sí, el litigio de las imágenes ocurrió siempre, y siempre ocurrirá en el ámbito de lo que llamamos “arte” al menos. Ese pleito es lo que define lo político del arte: es lo que define el arte en continuo enfrentamiento por zafarse de las categorías instituidas, en continuo intento de recusar la mirada oficial.
— ¿Cómo creés que se pone en juego esa inteligencia visual latinoamericana en el contexto de la obra de arte en la época de su reproductibilidad digital? ¿Aún se preserva esa potencia de re-apropiación y re-significación de la imagen que fue tan característica desde la colonización?
—Creo que al hablar de “lo latinoamericano” tendríamos que tener el cuidado de no suponer un contenido homogéneo suyo. Lo latinoamericano podría funcionar como un concepto operativo, contingente; un constructo pragmático aplicable a situaciones específicas, compartidas de cara a determinadas metas; pero, en todo caso, debería asumirse la pluralidad conflictiva de sus componentes, que pueden no ser opuestos entre sí, aunque siempre serán entre sí diferentes. Por otra parte, considero especialmente sugerente el término “inteligencia visual” en cuanto permite asumir lo sensible y lo inteligible que movilizan siempre lo visual.
—Con relación a “la guerra de las imágenes” creo que, reformulada en sus estrategias y enfrentada a adversarios muy diferentes, ella continúa en la época de la reproducibilidad digital. Ahora debe adaptarse bruscamente a las modalidades de una tecno-imagen omnipresente, omnipotente, proliferante y virtualizada, que podrá ser o no otra imagen, pero seguirá cumpliendo las veces de apariencia mediadora, encubridora y reveladora al mismo tiempo; es decir, seguirá cumpliendo el papel de las imágenes de siempre.
—Sí, ante la expansión avasallante de la cultura digital, más que nunca cabe el desafío de reapropiación y resignificación del sentido hegemónico al servicio del capitalismo globalizado. El infinito maremágnum de las imágenes digitales, que inunda todo espacio cultural, renueva la necesidad de decolonizar ciertas imágenes, de rescatarlas del destino de mercancías u objetos de especulación financiera para reinscribirlas en dimensiones éticas y políticas y volver a conectarlas con apremiantes contenidos vitales. Para vincularlas, en fin, con las oscuras razones de la poesía y las fuerzas disidentes del deseo y, así, hacerlas comparecer ante el umbral oscuro del sentido. Creo que esa necesidad constituye el gran desafío del arte contemporáneo y de otras prácticas expresivas que dinamizan y perturban los significados del cuerpo social, más allá de los consensos políticos, fuera de la lógica instrumental del mercado total.
—Encuentro en el texto dos “momentos” o “perspectivas” que no son excluyentes, pero que me interesa ponerlos en diálogo y en tensión. Por un lado, lo correspondiente a la imagen y la técnica y, por otro, una perspectiva más poética, que pareciera sostenerse en algo así como la hipótesis lingüística de Sapir-Whorf, de que una lengua preserva o mantiene “formas-de-vida” latentes que pueden dinamitar la percepción homogeneizante del capital.
—La ductilidad de la imagen es fuente de ambigüedades, pero también, y por eso mismo, posibilidad de complejizar el abordaje de aspectos intensos de la cultura. Por otro lado, el hecho de que la imagen contemporánea haya devenido en gran parte tecno-imagen copada por la publicidad, la comunicación y el espectáculo (el mercado de la imagen, su industria) le ha dado mala prensa y ha terminado por identificarla, en clave mediática, con la imaginería blanda promovida por la cultura hegemónica. Pero no toda imagen es dócil instrumento del modelo impulsado por el capitalismo; lo que interesa acá es la posibilidad de imágenes críticas que resistan ese modelo de mil maneras distintas. En ese sentido, no sé si cabe poner indiscriminadamente la imagen y la técnica de un lado y la poesía (el arte) del otro. El reto es transversalizar la perspectiva poética (política, ética, estética, reflexiva), de modo que pueda interceptar imagen y, aún, técnica; que pueda promover imágenes densas, oscuras, relampagueantes, dramáticas, fuera de los programas del show business y del consenso instituido. Y que permita que la técnica no sea considerada en cifra puramente instrumental, sino que pueda ayudar a complejizar la experiencia del mundo (que la técnica sea considerada desde una posición no técnica, según Heidegger).
—Basándome en lo que conozco de la obra de Sapir-Whorf, a mi parecer su hipótesis tiene un doble signo de cara a la posición hegemónica. Por un lado, el hecho de sostener que el lenguaje determina, o por lo menos condiciona, radicalmente el pensamiento, la cosmovisión, la cultura toda, le lleva a absolutizar lo simbólico, lo representacional, en detrimento de lo imaginario y, por lo tanto, hablando en términos lacanianos, en menoscabo de lo real mismo: nada podría conocerse, percibirse o expresarse más allá del círculo del significante. Sin la contraparte de lo que rebasa el lenguaje (lo real intratable), la cultura se convertiría en un sistema banal de convenciones, muecas y simulacros. Pero, por otro lado, en cuanto la hipótesis lingüística de Sapir-Whorf incluye la posibilidad de que una lengua preserve formas-de-vida latentes, gérmenes que podrían ser activados en contra de la percepción homogeneizante del capitalismo, entonces abriría importantes caminos disidentes en el plano micropolítico. En este caso, el pensamiento de Sapir-Whorf sí tendría una fuerza poética vinculada con la creación de formas discordes.
—En última instancia, más que la imagen en sí, el peso de la posibilidad de la “revelación” pareciera recaer en la potencia de una lengua (¿menor?) de horadar los límites de la experiencia del mundo, casi en términos chamánicos. ¿No puede entenderse esa lectura como una resignación frente a la potencia de la imagen?
Una lengua menor no se opone a lo imaginario: se nutre de él para impulsar líneas de fuga capaces de burlar el cerco del lenguaje establecido.
—De acuerdo: más que la imagen en sí, importa la posibilidad que detenta una lengua menor de transgredir los límites de la representación del mundo, pero esos límites son lingüísticos; es la imagen la que permite cruzarlos (o, al menos, intentar cruzarlos, cruzarlos imaginariamente). Según mi opinión, una lengua menor no se opone a lo imaginario: se nutre de él para impulsar líneas de fuga capaces de burlar el cerco del lenguaje establecido. Estoy de acuerdo con plantear esta cuestión en términos chamánicos. El trabajo de los chamanes consiste justamente en el intento de sobrepasar, “horadar” –como decís certeramente– los límites de la experiencia del mundo, al menos la experiencia traducida en clave de signos.
—No creo, por último, que haya que resignarse frente a la potencia de la imagen (la prepotencia, la omnipotencia de la imagen): habría que usarla no como fuerza o poder constituido, sino como contingente poder-ser, como principio de virtualidad. La potencia de la imagen se afirma en cuanto ella es capaz de ser y no ser, de afirmar y negar, de mostrar y ocultar, simultáneamente; en cuanto es capaz de posicionarse en uno u otro lado de la escena de la representación. A partir de esas posibilidades es que cierta imagen puede resistir el asedio permanente del capitalismo que intenta convertir todo el campo cultural en coto de especulación y negocio rentable.
—En 1991, un colectivo musical de Detroit, Underground Resistance, escribió un breve manifiesto en el que apunta directamente contra la imagen poniendo en primer plano la potencia de la música. En nuestros tiempos, en los que la imagen parece haberlo gobernado todo de la mano de la técnica y de los formalismos estéticos que señalás en el libro, ¿qué nos detiene de dejar-de-estar-velando-por-el-mundo? ¿Seguimos pensando en las imágenes porque no podemos pensar sin ellas, al menos en Occidente? (Lo pienso en relación con otras culturas, como la islámica, donde la imagen/representación no cumple el mismo rol que en Occidente.)
—No conocía este manifiesto. Lo leí a partir de tu pregunta. Es una proclama utópica y radical que busca el cambio a través de la “revolución sónica”, lo que supone “combatir la mediocre programación visual y sonora con la que se está alimentando a los habitantes de la Tierra”. Es decir, el manifiesto se opone al predominio de “cierto tipo” de programación visual y sonora. Entiendo por eso que, aunque sostenga la preponderancia de la música como agente transformador, no descalifica la imagen en general, sino su mediocre utilización, tanto como la efectuada con los sonidos. Se refiere, así, a la imagen y la música devenidas mercancía banal. Por eso, pienso que la cuestión no consiste en oponer sonido e imagen, sino en diferenciar entre sonido e imagen críticos y sonido e imagen light empleados por la sociedad del consumismo, el entretenimiento y el espectáculo.
El horizonte cultural se ha llenado de palabras y sonidos huecos, ante los cuales se afirman sones y voces transgresoras, expectantes de sentido.
—La abrumadora mayoría de las imágenes difundidas en la actualidad ha sido instrumentada por el mercado, que se apropia de su potencial creativo y lo desvía de su posibilidad de reinventar la realidad para asumirla mejor. Hay imágenes que resisten, que mantienen su eficacia para incidir en la realidad intensificando su percepción y perturbando el orden de sus representaciones establecidas. Así, a diferencia de las tantas imágenes que permanecen en lo puramente imaginario y se dirigen a estetizar las cosas buscando volverlas más atractivas para el consumo, hay otras, pocas, que mantienen su vieja vocación de apuntar, que no llegar, a lo real inaccesible, oscura fuente de densidad poética, impulso que renueva las preguntas. Pero ese mismo fenómeno de duplicación sucede con lo sonoro y lo discursivo: el horizonte cultural se ha llenado de palabras y sonidos huecos, ante los cuales se afirman sones y voces transgresoras, expectantes de sentido. Entre los guaraníes, el término ñe’ẽ significa simultáneamente “palabra” y “alma” y puede referirse también al sonido. El término “alma” se refiere no al principio cristiano, sino a la fuerza vital; el ñe’ẽ, cargado de contenido y espíritu, se contrapone al ñe’ẽ reí, la palabra o el sonido fútiles, carentes de resonancia, desvinculados de compromisos con el más allá de sus propios signos. Por eso, en nuestros tiempos regidos por el hipercapitalismo, colonizados por la imagen estetizada en registro mercantil, cabe seguir “velando por el mundo”, como expresivamente señalás, convocando imágenes capaces de traspasar el orden simbólico establecido.
—Con relación al último punto de esta pregunta, creo que la imagen/representación occidental está siendo cuestionada no solo por otras culturas como la islámica, sino por gran parte del pensamiento crítico generado en el seno de la propia contemporaneidad occidental. Este pensamiento, así como el decolonial y el de las culturas indígenas en general (aparte de la islámica, que, lamentablemente, no conozco), recusan el modelo logocéntrico que enfrenta los términos de la representación en clave de disyunción metafísica (sujeto/objeto, esencia/apariencia). Ante este modelo, las posiciones alternativas recién citadas promueven el desmontaje de dicotomías y contradicciones esenciales. El arte, por ejemplo, busca transgredir los límites de la representación y rastrear el rumbo de imágenes que salen fuera de la escena: el fuera-de-campo constituye un movimiento caro al arte contemporáneo (visual, sonoro, escénico o literario).
—Leyendo el libro Aura latente me vino a la mente un concepto lezamiano, el de las eras imaginarias. Lezama encuentra en la potencia del barroco latinoamericano y en la imagen la posibilidad de construir “otro tiempo”, pero, podríamos pensar, en esa construcción teórica él desterritorializa la imagen de su visualidad hacia el espacio de la creación verbal y sonora, hacia la poesía.
En Paraguay, los pueblos sometidos a reducciones misioneras resistieron durante doscientos años el modelo figurativo, básicamente barroco, que intentaban imponer los jesuitas y franciscanos. Fue una verdadera “guerra de las imágenes”.
—Las “eras imaginarias” de Lezama se constituyen desde la acción de la imagen sobre determinadas circunstancias históricas, demarcadas como fases temporales abiertas a la posibilidad de alcanzar el nivel de la imagen poética. Esta imagen es, indudablemente, verbal o, incluso, sonora, pero no sé si actúa en detrimento de la imagen visual, que hormiguea siempre en el interior de la palabra de Lezama. La figura de un “barroco latinoamericano” está asociada a la de “identidad latinoamericana” concebida en términos sustancialistas difíciles de sostener: la idea de una esencia latinoamericana basada en una identidad homogénea ha estallado hoy en una diversidad de subjetividades, cartografías, culturas e historias irreducibles a totalidades y a contornos estables. Por ejemplo, las culturas guaraníes, que cubren un gran territorio comprendido entre Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay, han resistido el barroco colonial en cuanto radicalmente opuesto a sus sensibilidades. La estética guaraní es escueta y lineal, basada en su origen en pautas rigurosamente abstractas: antibarrocas por vocación. La profusión, el desequilibrio, la asimetría, el dinamismo y la desproporción del barroco entraban en contradicción con el sentido guaraní del espacio, la figura y, lo más importante, la representación. En Paraguay, los pueblos sometidos a reducciones misioneras resistieron durante doscientos años el modelo figurativo, básicamente barroco, que intentaban imponer los jesuitas y franciscanos. Fue una verdadera “guerra de las imágenes”, en el sentido empleado más arriba. La figuración misionera-guaraní se resolvió congelando el movimiento (entre los indígenas sometidos a reducción jesuítica) y suprimiéndolo (en las reducciones franciscanas). Cuando fueron expulsados los jesuitas y dejaron de funcionar los talleres franciscanos, se afirmó una figuración popular mestiza que continuó y profundizó el esquematismo antibarroco de la representación. Casi todo el arte popular del Paraguay es continuador de este camino histórico.
—Cuando Sarduy habla del “neobarroco” en Lezama está más cerca del concepto posmoderno de la forma y el concepto (excesos, desvíos, devenires, desplazamientos, etc.) que del ligado con el espíritu y el estilo del barroco histórico. Pero en los terrenos generosos del arte, cualquier figura puede ser vinculada con otra. Creo que bien puede hablarse en estos sentidos del “barroco” o del “neobarroco” de la extraordinaria obra de Lezama, pero no que se generalice el concepto y se lo haga característico de una supuesta cultura latinoamericana. Esta categoría se expone a caer en el exotismo con que se imagina tal cultura (apasionados excesos formales, exaltación de la sensibilidad, “realismo mágico”, cuando no surrealismo mestizo, exuberancia representacional, etc.).
—¿Qué pensás de esta posibilidad de desterritorializar la imagen de su aspecto visual hacia otros, como el verbal o el sonoro (soundscapes)? ¿Es posible una salida vía des-organización del aparato perceptivo?
La metástasis de la tecno-imagen en la sociedad de la información, la comunicación y el espectáculo, anega el campo de lo visible con señales y figuras fáciles: fast food destinado al consumo inmediato.
—Creo que “desterritorializar la imagen”, desplazándola desde lo visual hacia lo verbal y sonoro, implica un movimiento que ocurre en dirección doble y cruzada: se da también desde lo verbal y sonoro hacia lo visual. El pensamiento contemporáneo se afana en derribar los muros que separan las categorías establecidas entre los diversos modos de la imaginación. La imagen (visual, sonora, textual) es un dispositivo de cruce, de contradicción, de separación y de rearticulación. Opera desde uno y otro lado de la orilla y desde los intermedios y las intersecciones. Esa capacidad de ser y no ser, de mostrar y ocultar, de mediar entre lo simbólico y lo real, constituye su mejor fuerza para des-organizar (para desmontar y remontar, según figuras de Didi-Huberman) el aparato perceptivo, pero también el sensorial y el cognitivo. El capitalismo avanzado saca todo el provecho posible de ese enorme potencial de la imagen, tratando de reducirla a simulacro; de restringirla a su momento de no-ser, de pura apariencia o ilusión desentendida de lo real. La metástasis de la tecno-imagen en la sociedad de la información, la comunicación y el espectáculo, anega el campo de lo visible con señales y figuras fáciles: fast food destinado al consumo inmediato.
—Pero esa superexhibición mediática no se circunscribe a lo estrictamente visual. Involucra los signos que saturan la infinita superficie planetaria, bloqueando el espacio de nuevas inscripciones y ocupando el lugar de las interlíneas y los márgenes. Opera allí donde activa el momento crítico, donde espera el más allá o el otro lado de las palabras: el lugar de la poesía. Es decir, la expansión avasallante de lo tecno-imaginario también compromete el ámbito de los sonidos, invadido por una polución constante, omnipresente, que impide toda posibilidad de pausa y de silencio, contrapartidas indispensables de la música y de la voz, de las resonancias y el eco.
—La misma expansión avasallante invade el lugar de la palabra, repleto de signos. La escena visual contemporánea se encuentra sobrescrita, saturada de lenguaje compulsivo proveniente del mundo de la publicidad, la información y la comunicación, cuyas tramas se sedimentan en estratos de símbolos, ilegibles en su mayoría. Entonces, hace falta la falta (Lacan), hacen falta espacios vacantes que oficien de lugares de inscripción, de reserva de nuevas significaciones. Entiendo la necesidad de desterritorializar la imagen no como el esfuerzo por erradicar lo visual, sino como la búsqueda de expandir lo imaginario de modo que lo simbólico escritural y sonoro, tanto como lo simbólico visual, puedan asumir la capacidad de la imagen de abrir espacios en la maraña de las representaciones (simbólicas) y de mediar entre ámbitos distintos. Es decir, la desterritorialización de la imagen es necesaria para promover líneas de fuga (Deleuze-Guattari) que perturben el curso establecido y propongan derroteros disidentes. Resulta primordial para activar la facultad de la imagen de devenir palabra o sonido. Y, por último, se vuelve indispensable para rescatar la imagen cautivada por el mercado y devolverle su potencial crítico, poético y político.
* Alan Ojeda es docente, periodista e investigador. Cursa actualmente la maestría en Estudios Literarios Latinoamericanos en la Universidad Nacional 3 de Febrero y se encuentra realizando investigaciones sobre literatura y esoterismo.
Nota de edición: Esta entrevista fue originalmente publicada en Código y Frontera, sitio de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Agradecemos al autor la autorización para reproducirla. Las imágenes corresponden a diversas curadurías realizadas por Ticio Escobar.
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