Cultura
Canto anunciado. Consideraciones acerca de la 34ª Bienal de São Paulo
34ª Bienal de São Paulo. Ibirapuera, 2021. Vista general © Luis Vera
Faz escuro mas eu canto, el título de la recién desmontada Bienal de São Paulo, cita un poema de Thiago de Mello. El nombre promete bastante: uno de los más fuertes desafíos del arte es rasgar las tinieblas de su propio tiempo con una canción, una poesía o un grito quebrantado. Adorno había sostenido la imposibilidad de la poesía después de Auschwitz; Didi-Huberman opina lo contrario: no sólo es posible la poesía después del Holocausto, sino que es el único modo de asumir lo inalcanzable por el decir calculado.
Es que el arte no pretende ya enmendar ni traducir su presente; en cuanto síntoma de su propia actualidad busca rastrear indicios de otras posibilidades de convivir con el mundo, y hacerlo según maneras mejores en cuanto se pueda. El arte configura una zona turbulenta, especialmente sensible para recibir los impactos de cada situación, conectarse con las grandes cuestiones que apremian su presente y crear formas capaces de convertir tales cuestiones en preguntas nuevas; capaces de hacerlas sonar en otras escenas, en otros tiempos quizá.
Desde la anterior bienal de São Paulo han pasado demasiadas cosas: la pandemia ha perturbado los significados del planeta y manifestado como nunca su vulnerabilidad: ni el orden social ni el ambiental, inseparables entre sí, parecen poder resistir más las catástrofes del capitalismo, agravadas con las últimas versiones ultraconservadoras del neoliberalismo (que ni es “neo” ni “liberal”, como dice Chomsky). El Brasil de Bolsonaro, país de la bienal, se incendia día a día tras políticas de exterminio étnico y ecocidio programado (que también ocurren en mi país, Paraguay).
Pero este paisaje apocalíptico no parece anunciar ninguna señal en la bienal: “faz escuro”, pero no se escucha el canto. Ni se percibe la oscuridad en su densidad radical: apenas se manifiesta ella en penumbras que velan la brutalidad de los conflictos y otorgan un aire amigable, y hasta elegante, a los crispados espacios de Niemeyer. Kilómetros de paneles entrecierran el pabellón y crean enormes lugares vacantes. Pero el vacío así obrado no alcanza la dignidad del silencio ni logra constituirse en reserva de nuevas significaciones o en pausa activa que marque otros movimientos. Solo actúa para apañar la escasez de obra y disimular la insuficiencia de imágenes intensas.
Imágenes forasteras
Una de las posibilidades mayores que tiene esta bienal de mostrar imágenes intensas parece depender de la presencia de formas disidentes de arte. Transitar espacios ajenos, adversarios por tramos, convoca los eficientes aparejos del show business, genera conflictos y moviliza bientencionados intentos de inclusión y apertura política. En los aciagos tiempos de Bolsonaro, visibilizar agencias discordantes constituye de por sí una incipiente apuesta política que, aunque no logra conectarse con los movimientos y posiciones que la sustentan (ni alterar el asimétrico diagrama de posiciones), al menos señala el rumbo de salidas posibles.
En esta dirección mucho se ha nombrado y publicitado el carácter “diverso” de esta bienal, pero la verdad es que, desde lo que va del milenio al menos, la presencia de actores alternativos viene configurando un gesto clásico en las grandes exposiciones del mainstream; muestras que, por motivos distintos y tras intereses variados, incorporan con entusiasmo imágenes-otras, aunque en general lo hagan manteniendo el encuadre colonizante y las categorías jerárquicas del sistema hegemónico del arte.
Pero ya se sabe que este sistema no constituye un bloque homogéneo, sino que se encuentra animado por fuerzas cuyas direcciones desiguales habilitan jugadas muy diferentes y aún opuestas. El establishment necesita cierta dosis de diferencia no solo porque ésta tiene buena prensa, sino porque ciertas grandes cuestiones del pensamiento contemporáneo no pueden prescindir de la alteridad para imaginar el mundo.
La decepción de Jaider
Detengámonos en la presencia del arte indígena que, muy especialmente a partir del suicidio de Jaider Esbell –artista y activista macuxi, figura clave en esta bienal–, ha suscitando reflexiones, comentarios y especulaciones de todo tipo. La última entrevista concedida por Jaider [1] deja bien en claro que las negociaciones relativas a la presencia indígena en la 34ª bienal no fueron nada fáciles y produjeron amargo desaliento.
Nadie habría sido tan cándido en suponer que la institucionalidad hegemónica del arte cedería desinteresadamente espacios en beneficio de las culturas alternativas, pero los indígenas (y quizá algunos curadores) esperaban condiciones más flexibles de diálogo, cuya falta termina lamentando Jaider. Y, poco después de la muerte de éste, Denilson Baniwa, compañero de causa de Jaider, menciona crudamente “a ininterrupta fome de quem nos vê como uma novidade devorável no mercado” [2]. ¿Vale la pena exponerse a los riesgos de una situación condicionada por la codicia del mercado? Jaider y otros compañeros suyos pensaron que sí y asumieron el costo excesivo de ese riesgo.
La incertidumbre de ciertos terrenos
Como cualquier institución inscripta en la esfera hegemónica del arte, las bienales guardan zonas intrincadas y áreas inciertas y, como todo espacio en gran parte sujeto a la lógica del mercado, habilitan puestos de negociación propicios tanto al acuerdo de provechos compartidos como al trato de conveniencias dispares.
Por una parte, tales transacciones podrían impulsar la participación indígena en los claustros reservados al arte euroccidental. Denilson Baniwa formula con claridad el “desejo de construir uma arte onde pessoas indígenas pudessem ter voz ativa e chances de quem sabe chegar ao topo, lugar onde nunca estivemos antes” [3]. Esa voz activa facilitaría, sin duda, la afirmación de derechos culturales postergados por políticas públicas excluyentes. La irrupción del arte indígena podría, además, nutrir con sus potentes imaginarios y representaciones las decaídas formas del arte de Occidente, no del todo zafado aún, a pesar de tanto esfuerzo, de un modelo representacional de resabios metafísicos, y cada vez más comprometido con las exigencias del tecnocapitalismo financierizado.
Por otra parte, la inclusión del arte indígena en el curso de la bienal despierta el esnobismo oportunista (lo indígena está de moda), activa la especulación financiera (lo indígena se está cotizando), alienta distintas formas de manipulación política (lo indígena beneficia en clave de demagogia y clientelismo electoral) y deviene insumo de la cultura del espectáculo y el entretenimiento (lo indígena folclorizado accede bien a la masificación cultural).
No basta, pues, subir a las tablas del gran arte para tener asegurada una posición efectiva en ese teatro. La participación debe ser construida para cambiar el libreto del drama; debe ser negociada, peleada, conquistada a través de procesos complejos cuya necesidad los indígenas tienen bien clara. En la esfera institucional del arte, esa construcción requiere la consistencia de posiciones políticas de diversos pueblos étnicos. Pero también precisa el involucramiento de curadores y otros agentes institucionales afines con esta causa, que, por otra parte, no puede ser separada del conjunto de demandas relativas a la autogestión y la propiedad de los territorios ancestrales.
Creo que tal involucramiento demanda en muchos casos la participación de miradas curatoriales diferentes, más aún si se considera que la presencia de los indígenas (como la de otros colectivos, movimientos y sujetos alternativos) ocurre en espacios extraños a sus propias órbitas culturales. Un mayor compromiso curatorial con exposiciones realizadas por sectores diferentes permitiría jugadas más complejas.
Resulta comprensible que muchos curadores de filiación hegemónico-ilustrada teman proponer conceptos o, al menos, tomar parte de muestras relativas a cuestiones que involucran sectores periféricos (en el sentido de no-hegemónicos). Sin embargo, en cuanto se logren ensanchar espacios equitativos y afirmar vínculos institucionales más simétricos, podrían montarse exposiciones que crucen mundos y entramen miradas diferentes. Estas intersecciones posibilitarían que artistas, curadores y público se vean afectados, aun fugazmente, por la energía que las obras renuevan al ser dispuestas en configuraciones nuevas según conceptos apoyados en diálogos consistentes.
Ojalá llegue el día en que un indígena cure una bienal; no solo una exposición de obras realizadas por creadores de su propio horizonte cultural, sino una muestra, o varias, obradas por artistas de procedencia cultural heterogénea. Esa muestra ideal, cargada de potencia política, removedora de categorías y lugares establecidos, marcaría un hito, si es que ya no lo marcó en situación que yo desconozco. Nada más afín al sentido del arte que abrir sus formas al acontecimiento, siempre ubicado más allá del alcance de lo instituido. Mientras tanto, tomemos la presencia indígena en la bienal como un primer paso difícil, pero orientado a rumbos propicios, abiertos a la par que tantos otros adversos. El arte cabal tiembla de reflejos de futuro, dice Benjamin, más o menos con estas palabras. Ojalá las marcas que dejan los indígenas en esta bienal anuncien posiciones desde donde puedan ser oxigenados y mejor nutridos los lánguidos repertorios del arte occidental.
El colapso
Al llegar a este punto y cerrando este texto, quisiera retomar mi crítica inicial según la cual en la actual bienal de São Paulo no se escucha el canto anunciado. Esta falta aparece subrayada en un país cuya cultura se encuentra en gran parte sostenida por el canto; por la música, en su sentido mejor y más amplio.
Pero el decaimiento del arte contemporáneo no es nota definitoria de esta bienal. Es raro hoy encontrar obras intensas, perturbadoras; capaces de rozar, hirientes, el umbral del sentido. En general, las producciones son conceptualmente ingeniosas, inteligentes, mordaces, portadoras de denuncias políticas y narrativas interesantes, pero pobres en filo punzante, en punctum, en la acepción barthesiana de este término. Son, por lo común, exiguas en su talante intempestivo. Es decir, el arte actual ha rebajado notablemente su potencia aurática que, casi solo parece centellear en obras disidentes, forzadas a intensificar sus formas para zafarse de la metástasis imaginaria que anega el panorama visual. En la mayoría de los casos se trata de producciones realizadas fuera del régimen del arte, traídas a éste, según queda dicho, por razones de densidad conceptual, corrección política o búsqueda de novedades. También fue sostenido que esos desplazamientos no necesariamente restan valor a las obras diferentes, cuya energía aurática resulta siempre contingente y puede ser activada en contextos diversos.
Podría ser que estemos asistiendo a la ruina de un paradigma de arte en una escena carente de orientaciones de lo que habrá de venir: un momento que Gramsci identifica bajo la figura de “crisis”, coincidente, en parte, con la del “colapso civilizatorio” de Toynbee. El modelo humanista ilustrado del tiempo moderno, iniciado en el siglo XVI bajo los signos del capitalismo colonialista y depredador, aparece hoy no solo desprestigiado, sino agotado; no es raro que el arte surgido bajo su régimen no se muestre muy entusiasta.
Paradójicamente, por motivos expográficos, en esta edición de la bienal parecería encontrarse recalcada la arquitectura de Niemeyer, gran homenaje al modernismo que resulta inadecuado al concepto contemporáneo de lo espacial exhibitivo. Por otra parte, ya no se sostienen las bienales concebidas como grandes laboratorios o catálogos de novedades presentadas en clave vanguardista-experimental. Y ya no tienen fuerza las grandes exposiciones que se limitan a la revista de los “nuevos medios” tecnológicos o al listado ordenado y casi burocrático de las cuestiones que interesan al discurso curatorial contemporáneo; es decir, los problemas gestados en la misma modernidad capitalista (ecocidio, racismo, miseria extrema, necropolítica, financierización y tecnologización de la vida, etc.).
Pero el arte guarda aún una carta, la de hacer relampaguear el futuro con lances intempestivos que, jugados en la actualidad, puedan perturbar las cuadrículas categoriales y anunciar lo que no tiene nombre. Ninguna bienal es tan pobre como para no poder instalar en la callada oscuridad la promesa de una canción, aunque se encuentre ésta eclipsada por sombras. “En los tiempos sombríos, ¿se cantará también?”, se pregunta Bertolt Brecht, y se responde aproximadamente con estas palabras: sí, se cantará también, pero acerca de lo sombrío mismo de esos tiempos.
Notas
[1] Entrevista realizada a Jaider Esbell. Elástica – Todos do mesmo lado. “O que são 70 anos diante de 521, meu querido?”. None October 03, 2021.
[2] Danilson Baniwa. A arte em luto, Jornalistas Livres, 06/11/2021. “El hambre ininterrumpida de quienes nos ven como una novedad devorable en el mercado”.
[3] Loc. cit. “Deseo de construir un arte donde los pueblos indígenas puedan tener una voz activa y oportunidades de quizás llegar a la cima, un lugar en el que nunca hemos estado”.
* Ticio Escobar es crítico de arte, curador, docente y gestor cultural. Fue presidente de la sección paraguaya de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Paraguay), director de Cultura de la Municipalidad de Asunción y ministro de la Secretaría Nacional de Cultura.
* Luis Vera es artista visual, fotógrafo, ganador del Premio Hippolyte Bayard 2020.
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29 de diciembre de 2021 at 14:52
Felicitações ao crítico Ticio Escobar pelo excelente texto publicado em elnacional.com.py Aplausos 👏👏👏👏👏👏👏👏👏