Cultura
La ofrenda de Sara Leoz
La ventana. Cortesía de la artista
Hace algunos meses, cuando el número de muertes por Covid-19 llegaba a ciento cincuenta por día y el Paraguay era una mezcla de película distópica y el infierno del Dante ilustrado por Doré, Sara Leoz abrió una ventana. Es su último proyecto: una ventana de 168 cm de alto x 236 cm de ancho sobre la calle Hassler Nº 5427 casi República Argentina. Madera natural, rejas que cruzan el vano haciendo X –un guiño a lo innominado– y un par de persianas desvencijadas, estudiadamente en decadencia [1].
No es fácil eludir lo burdo o lo ingenuo cuando se juega con la literalidad, especialmente en el caso de la pandemia. Sara Leoz se atreve y lo hace desde la convicción del cuerpo: la necesidad de afirmar la vida, recordando a quienes experimentaron el virus en carne propia y en la de sus seres queridos, y honrando a quienes cuidaron y asistieron en aquel largo y doloroso proceso.
Sin duda, el haber sido hija de médico la sensibilizó en extremo ante la vulnerabilidad del personal de blanco; de ahí este homenaje que asume, a la vez, las formas de una instalación y de una muestra de pintura. Una exposición puertas adentro, para ser vista desde la vereda, por la ventana, de lunes a lunes, durante 24 horas, como en una guardia de hospital.
Las obras se ubican en un espacio reducido, tortuoso casi, de 120 cm de ancho por 400 cm de largo. Es un corredor estrecho en el que cuelgan los cuadros que pintó compulsivamente en los últimos meses. Todas las piezas son monocromáticas. Manchas negras o blancas que surcan la superficie de la tela trazando el camino del virus: círculos de aislamiento, diálogos amortajados por tapabocas, la amenazante bolsa negra, la vacuna que irrumpe como un sol que enceguece. Lo ha hecho todo sola, “andando por su cabeza”, como un rito de pasaje.
El sitio solo puede ser visto en fotos o apretándose contra el vidrio. Tiene el piso negro, como una alfombra de luto que comienza en el techo y por la que se despeñan en cascada 20 almohaditas blancas y 20 rosas blancas, evocando la cifra que no olvidaremos: 2020. “El espacio queda como un pequeño altar. Por eso el nombre, Offerenda, en latín medieval”, cuenta la artista. En la puerta, un guardapolvo médico con una rosa roja en el bolsillo, único toque de color, parece decir “misión cumplida”. A los lados, tensados en bastidores, lienzos tajeados “simbolizan los muertos y los vivos rotos por la pandemia”, dice. En el exterior, 250 tapabocas blancos cosidos entre sí devienen objeto fetiche, mezcla de cortina doméstica y bandera política. Una pieza leve que deja libres las gomitas que ajustan las mascarillas a la cara para señalar, según la autora, el esperado relajamiento de los controles y el fin del miedo.
El hilo discursivo de la propuesta de Leoz es tan evidente que termina por subvertir su significado literal para abrirse a una ficción imprevisible, con códigos móviles y despliegues semánticos que van de lo visual a lo literario, pasando por lo performático. El gesto de Leoz aparece como un conjuro ante las amenazas de recrudecimiento de las medidas restrictivas que ya se aplican en diferentes países frente a la aparición del temible Omicron. También puede ser leído como una reflexión afectiva sobre una enfermedad todavía misteriosa que, como señala Sontag con respecto a la tuberculosis, el cáncer y el sida, ha llevado a las sociedades a ser administradas como guarniciones militares [2].
Notas
[1] La ventana es obra del arquitecto y artista Luis Torres.
[2] Susan Sontag, La enfermedad y sus metáforas (1978) y El sida y sus metáforas (1988).
* Adriana Almada es escritora, crítica de arte, editora, curadora, miembro de la Asociación Internacional de Críticos de Arte.
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