Cultura
El futuro de Mishima
Yukio Mishima, Tokyo, 1970. Elliott Erwitt/Magnum Photos. Cortesía
Algo real pero misterioso me vincula con Yukio Mishima [1]. ¿Mi preocupación por las posibilidades de la comunicación? ¿La seducción estética de la muerte? Quizás tan solo se trate de algo más modesto: mi admiración sincera como lector.
Me cuesta creer que Mishima pudiese haber tenido otro destino que no fuera un accidentado ritual de seppuku. Era la culminación épica, tan romántica como trágica, de un espíritu que había buscado liberarse de complejos psicológicos durante buena parte de su vida: primero mediante el lenguaje, luego mediante el culturismo, finalmente mediante el servicio a la causa perdida del Emperador. Y todas estas distintas formas de liberación las practicó en un mundo en el que nada de eso significaba ya demasiado: ni la belleza de las palabras (poesía), ni la sacralidad del cuerpo (templo), ni la lealtad a valores supremos (tradición).
Leer a Mishima supone algo más que entrar en contacto con una mente en permanente estado de tensión con su entorno. También supone presenciar el desgarramiento de una identidad cultural escindida por la violencia bélica de Occidente. Al fin y al cabo, Japón nunca volvió a ser igual tras la ocupación de tropas estadounidenses y la inevitable penetración de su cultura.
Esta especie de desgarramiento doble que encarna Mishima, en tanto persona conflictiva y japonés deshonrado por la guerra, es particularmente palpable en Confesiones de una máscara y El pabellón de oro, obras que Marguerite Yourcenar, en un personalísimo ensayo acerca del escritor [2], califica de novelas negra (muerte) y roja (fuego) respectivamente.
En cuanto a la novela negra, siempre me pareció impreciso, cuando no reduccionista, afirmar que es, grosso modo, un relato sobre un joven homosexual reprimido. Más bien me parece una novela sobre la obsesión por la muerte heroica y la incapacidad de comunicar cuán seductora resulta, en ese sentido, la imagen del martirio de San Sebastián [3]. En sus páginas, asistimos a una epifanía de la muerte, de su belleza incomprensible en un mundo social inexpresable para Koo-chan. De allí precisamente el lento desgarramiento que va padeciendo el personaje a lo largo del relato, y que tiene un correlato con el conflicto que posee para formular su propio lenguaje: las palabras nunca coinciden con las cosas, como en un extraño autismo. Es decir, el universo expresivo que Koo-chan concibe en términos de lenguaje no solo es irremediablemente más veloz que su validación externa, sino que termina aislado del mundo físico, como la pieza desencajada de un mosaico.
De manera relativamente inversa, también en la novela roja el joven y enfermizo monje Mizoguchi experimenta un conflicto entre su mundo interior y el mundo exterior, solo que en la forma de una despiadada tartamudez. Si para Koo-chan las palabras siempre llegan mucho antes y se despeñan en un abismo de confusión, para Mizoguchi siempre llegan demasiado tarde, cuando la realidad ya ha perdido “su frescura”. El punto máximo de esta incomunicación ―“un pájaro que se debate para liberarse de una liga tenaz”― se relaciona con el Pabellón de Oro, cifra de todas las ensoñaciones estéticas que el personaje no logra comunicar, y que lo hacen presa de una insoportable dualidad (amor-odio). Al no poder aprehender la belleza de su ídolo, este se le revela terrible, por lo que solo cabe destruirlo.
No importa la alegoría que Mishima escoja, la ruptura de una máscara o el incendio de un templo, parece hablarnos siempre sobre un mismo tema: la pulsación de un deseo erótico sublimado, pero que nunca llega a corresponderse con el mundo de los hechos.
Al menos en el caso de estos dos relatos confesionales, en ambos surge el desgarramiento como clímax narrativo [4]: esa brecha dolorosa, pero solapada en un frío sentido del deber, como el rugido de un trueno ahogado en el fondo de un lago. Una represión psicológica vestida de colegial o de monje, dependiendo del caso, pero que anuncia la inminencia de un derrumbe interior y de una venganza hacia el objeto del deseo.
Sigo pensando que estas dos novelas, la roja y la negra, son las que mejor reflejan la esencia más íntima de Mishima como narrador: el modo en que, separadas del cuerpo, del mundo, del lenguaje, las sensaciones se descabritan como esa imagen de los caballos desbocados que nos concedió su imaginación. En todo caso, son las que prefiero, porque observo en ellas el futuro de Mishima: la puesta en escena de su propia muerte, la culminación de su estética.
Notas
[1] En literatura japonesa, guardo lealtad a una trinidad: Akutagawa-Kawabata-Mishima. En la obra de los tres se aborda el problema de la muerte y su representación estética.
[2] Mishima o la visión del vacío. Pese a no ser un ensayo muy valorado, recomiendo su lectura. También resulta interesante el ensayo especulativo de Henry Miller: “Reflexiones sobre la muerte de Mishima”.
[3] A propósito del primer encuentro con una reproducción del cuadro de Guido Reni, Koo-chan confiesa: “Abrí el libro por el final y en la página de la izquierda… ahí estaba, en un rincón. Era una imagen que […] estaba ahí para mí…, esperándome”.
[4] Las palabras de Koo-chan son más que reveladoras: “Fue entonces cuando algo dentro de mí fue partido en dos por una fuerza brutal, igual que un árbol vivo es desgajado por el impacto tremendo de un rayo”.
* Cave Ogdon (Asunción, 1987) es escritor. Ha publicado cuentos y novelas. Algunas de sus obras son Los incómodos (Arandurã, 2015, mención honorífica certamen literario Roque Gaona), Papeles de encierro (Arandurã, 2017), Luz baja (Aike Biene, 2018) y Perros del pantano (Póra, 2021).
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