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Cultura

La persistencia del sol

Notas sobre la película de Aramí Ullón.

Escena de "Apenas el sol", 2020. Cortesía

Escena de "Apenas el sol", 2020. Cortesía

Las escenas del crimen

Los ayoreo, pueblo nómada de cazadores-recolectores ubicado en el Chaco paraguayo y en el oriente boliviano, vivían independientes en sus territorios ancestrales hasta la década de los 60. A partir de entonces, los misioneros salesianos y, luego, los de la Misión A Nuevas Tribus (MANT) comenzaron una agresiva campaña civilizatoria y evangelizadora dirigida a cristianizar a “los salvajes”, sacarlos del monte y concentrarlos en reducciones.

Una de las incursiones de la MANT, realizada el 30 de diciembre de 1986, fue especialmente violenta y dejó como saldo muertos y heridos. Los ayoreo silvícolas fueron llevados a la Misión Campo Loro de la MANT y establecidos allí en condiciones inhumanas: en una zona fantasma sin colores ni latidos.

Este infortunio, que puede ser considerado la escena fundacional de los hechos relatados en la película Apenas el sol, dirigida por Aramí Ullón, fue un caso más en el curso de una historia que reeditó la evangelización intolerante y compulsiva iniciada en nuestro país en el siglo XVII. Pero este hecho luctuoso adquirió una enorme difusión que sacudió la opinión pública nacional e internacional y marcó un hito en la defensa de los derechos territoriales y culturales de los pueblos indígenas. Es que la tragedia manifestó al rojo vivo la dinámica de un mecanismo perverso que podría ser esquematizado así: los indígenas eran arrancados de sus tierras, neutralizados simbólicamente y dispuestos para servir de mano de obra barata a quienes se habían instalado en aquellas tierras. Aún quedan indígenas que viven en las últimas selvas al margen de la sociedad nacional. Esta situación debe activar una alarma roja en la sociedad, el Estado y la comunidad internacional.

Las memorias

Apenas el sol no relata esta tragedia, pero las esquirlas de sus destrozos brillan insistente, oscuramente, en el discurso constante del ayoreo Mateo Sobode Chiqueno. Con obsesivo dolor, él vive las consecuencias de la colonización traducidas en un pueblo desarraigado y dividido, al borde de la desintegración étnica y la pérdida de la memoria colectiva.

En un tiempo obsesionado por el archivo de la memoria, se manifiestan regímenes alternativos de inscripción y registro: otras maneras de asentar la historia que no pasan por los dispositivos tradicionales. Son recuerdos, o momentos de recuerdos, que adquieren discursividad, carácter narrativo y, aun, estatuto testimonial mediante relatos colectivos, rituales, cánticos, imágenes y referencias míticas capaces de avizorar espacios donde la palabra no llega. La falla del sistema de registro puramente basado en el lenguaje es que no alcanza a cubrir intersticios o abismos renuentes al orden del símbolo. Por definición, el acontecimiento excede cualquier superficie de inscripción y deja, por ende, un exceso o una falta que desconciertan la lógica del catálogo. Esos agujeros o esos sobrantes sobrepasan el plano de las fichas reales o virtuales: los traumas, el miedo, el hambre y el dolor extremos, el detrás oscuro de los recuerdos, las claves del inconsciente y las razones del deseo, no pueden ser descifrados y anotados. Pero pueden ser rozados por la imaginación e iluminados fugazmente por sus relámpagos.

El cine en cuanto arte puede ofrecer pistas, ladeadas siempre, de sombras y destellos que no caben en ningún archivo constituido por signos y cifras razonadas. Y eso porque trabajan con la imaginación y la sensibilidad: la creatividad capaz de conjeturar la relación del dato que falta. Mateo busca asentar, conservar y transmitir los murmullos potentes de una cultura amenazada; busca capturar momentos en devenir constante, hilar los fragmentos de una historia rota para vislumbrar posibles futuros que ordenen las partes (incluso las perdidas, incluso las sobrantes) en otros porvenires imposibles de ser proyectados con claridad, pero capaces de ser soñados con la fuerza suficiente como para habilitar escenarios recuperados o mínimamente recuperables, al menos.

Los ayoreo usaban tradicionalmente heraldos que caminaban distancias –inverosímiles en términos nuestros– para llevar noticias de un grupo a otro. Cuando descubrieron las grabadoras, las incorporaron rápidamente, impulsados por la inteligencia práctica que tienen las culturas para asimilar nuevos elementos que las dinamicen. Las grabadoras llevaban –llevan– saludos, canciones, informes, novedades y avisos fundamentales. La película se centra en la dura faena de Mateo que lo lleva a emplear ese instrumento para registrar (en el sentido amplio del término) voces y signos. Signos y voces tensados entre el recuerdo de una vida despojada y ansiada siempre y la aceptación de un destino que parece ineluctable. Mateo es un riguroso historiador que emplea el registro de palabras y gestos, expuestos al riesgo inminente de diluirse. La película enfatiza la materialidad del anticuado dispositivo empleado; se detiene en sus azares y contingencias, en la dificultad de rebobinar o reponer las cintas magnéticas en un medio, no solo carente de repuestos y posibilidades de compostura técnica, sino sujeto a la implacable obsolescencia capitalista. Los casetes que, cargados de voces –o de fantasmas ya de voces– mantienen alertas las resonancias de una manera de vivir que ha muerto en gran parte. Que ha sido asesinada.

La ficción expandida

El tratamiento de la cuestión indígena ayuda a desdibujar los límites de categorías convencionales fuertemente arraigadas en las disciplinas del arte. Las disyunciones binarias “documental/ ficción”, “ficción/realidad”, “historia/memoria”, etc., vacilan ante el avance de modalidades narrativas y formales que comprometen la estabilidad de aquellas categorías universalizantes de cuño hegemónico occidental. Por un lado, resulta impensable hoy un cine que no incorpore la ficción: en verdad no sería cine, sino un asiento aséptico de imágenes en movimiento; sin pliegues, sombras ni destellos, sin lugar para las preguntas sobre el sentido movidas más allá del puro principio de realidad. Por otro lado, no parece posible un cine que no se vincule con las referencias objetivas que alimentan el trabajo de la imaginación. La diferencia que para la fotografía estableciera Barthes entre el studium (la descripción de las circunstancias) y el punctum (la torsión que perturba las referencias para apuntar al acontecimiento), también sirve para las artes en general, ninguna de cuyas manifestaciones es puro registro objetivo ni pura alteración de los datos para movilizar el sentido.

El intento de documentar despejando las ilusiones, es una ilusión más. Aplicado a cuestiones indígenas, el cine documental ha ayudado a borronear sus límites tajantes con el cine de ficción y ha menguado la distancia entre el trabajo de ficción y el de representación de una realidad ineludiblemente envuelta en imaginarios y representaciones previas. El término “fabulaciones especulativas” de Donna Haraway, que me revelara Suely Rolnik cuando discutimos esta cuestión, ayuda a circunscribir provisionalmente una zona abierta a todos los cruces del pensamiento, la ficción, la visión y la mirada para merodear mundos oscuros y hermosos que nos interpelan desde fuera del campo de la representación.

Apenas el sol incluye historias, relatos, cánticos, testimonios, documentos, divagaciones y desvaríos. Incluye el “pensamiento continuo” y el porfiado sueño. Es un documental. Es un poema; en parte, una elegía. Creo que el desafío del cine es acercarse al poema (como es el reto del poema rozar la imagen/sonido en movimiento). La película culmina en lo que Osvaldo Salerno llamó “la coda de una sinfonía gloriosa”. El incendio barroco, alegórico, de la tierra y el cielo. Casi del sol. Casi la esperanza en un porvenir ignorado.

De lo político

La película tiene un fuerte componente político, no porque reclame tierras y derechos expoliados, no porque denuncie de manera literal la porfiada colonización que sigue devastando pueblos y devorando territorios, sino porque convoca la presencia de sujetos erradicados de la escena pública: allí donde se reparten posiciones, intereses, bienes, voces e imágenes. Lo político es acá básicamente micropolítico: involucra las subjetividades sociales, la sensibilidad y el deseo, los afectos, las repercusiones sobre el cuerpo de la historia y el ambiente; implica el inconsciente, negra caja de resonancias que mueve y perturba las formas del arte. La película recoge menudos momentos del recuerdo, anécdotas delicadas que traman el detrás de los grandes sucesos. A veces, apenas muestra los vestigios de lo que pudo ser y que permanecen como gérmenes de potencias desconocidas pero alentadoras, como muescas de un saber que traspasa los límites de la sabiduría misma: es “la conciencia continua”, en el decir de una chamana; es la dolorosa lucidez que no descansa.

Rancière dice que el momento político en el arte (en el cine) comienza con la irrupción de los invisibilizados; entonces se produce un disturbio en el régimen de la representación social: un diferendo que altera la distribución de los papeles. En esta película los ayoreo no solo acceden a la escena, sino que la toman; ejercen el protagonismo, la agencia de su propia representación.

El componente político –micropolítico– también se afirma mediante las ya citadas formas alternativas de inscripción de la memoria, que actúan en una dirección decolonial impugnando la hegemonía anglo-euro-occidental del registro escrito, sujeto a pautas canónicas de clasificación y ordenamiento. Y se afirma asimismo en cuanto sugiere una salida imposible/posible que contradice el pragmatismo del realpolitik según el cual la política es la ciencia de lo posible. Para el pensamiento indígena, la utopía no es el nombre del no-lugar inalcanzable, sino el principio de un sueño capaz de señalar el acceso de ese lugar anhelado. Capaz de develar un camino trazado entre el pasado casi perdido y la obstinada promesa de un porvenir apenas divisable por entre el polvo de los terrenos pelados. Pelados de montes, de animales y de certezas potentes. Solo queda el sol, quizá porque está demasiado alto como para ser alcanzado por la especulación de la tierra. Sus luces menguadas son aún capaces de indicar rumbos, quizá imposibles pero todavía indispensables.

 

* Ticio Escobar es crítico de arte, curador, docente y gestor cultural. Fue presidente de la sección paraguaya de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Paraguay), director de Cultura de la Municipalidad de Asunción y ministro de la Secretaría Nacional de Cultura.

 

 

 

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