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Cultura

Noticias de la #GuerraDel70: Brasileños ocupan y saquean Asunción

La nueva novela de Alcibiades González Delvalle, “Noticias de la #Guerradel70”, recientemente aparecida, reúne historias de época narradas en un estilo ágil que apela a recursos propios de la comunicación digital. Compartimos aquí uno de sus capítulos.

Adolf Methfessel. Complejo Museográfico Provincial “Enrique Udaondo”, Luján, Buenos Aires. Cortesía

Adolf Methfessel. Complejo Museográfico Provincial “Enrique Udaondo”, Luján, Buenos Aires. Cortesía

Las fuerzas aliadas ocupan Asunción el 5 de enero de 1869. Lo primero que hacen es someterla al saqueo. La soldadesca pareciera impulsada por un viento de locura que la lleva al destrozo de puertas, ventanas, paredes, techos. Pronto en las veredas y las calles crecen montículos de camas, colchones, sillas, roperos, platos, vasos, ropas. Las piezas quedan vacías con las paredes descascaradas, agrietadas o con enormes agujeros. Los pisos parecen trincheras: también buscan tesoros ocultos. Los soldados, como en las recientes batallas, pelean cuerpo a cuerpo, con la misma furia, cuando aparece una vasija con monedas y joyas. Los oficiales se reservan el derecho de entrar en las casas que sirvieron a las Legaciones de Estados Unidos de Norteamérica, de Francia, de Italia, Portugal. Tienen la noticia de que las familias más adineradas, siguiendo el ejemplo de madama Lynch, confiaron su tesoro a los dignatarios como el medio más seguro para recuperarlo después. Los oficiales, secundados por soldados con picos y palas, nada de valor encuentran. Se imaginan, con razón, que los diplomáticos se les habían adelantado. De todos modos, no salen con las manos vacías. Amontonan muebles, cuadros, cubiertos, ropas, que hacen cargar en carretas para descargarlos en el puerto y luego alzarlos en los buques.

El sol de enero descarga su fuego sobre la ciudad, pero nadie parece sentirlo. Los brasileños de todas las jerarquías –los argentinos acampan en Trinidad– compiten en la tarea de acarrear sobre los hombros las cosas robadas. Lamentan no tener más espaldas y brazos para ocuparlos. También las carretas van al tope. Golpean con sus látigos a los cansados bueyes para que apresuren sus pasos y regresen enseguida del puerto. Todavía hay cosas que llevar. ¡Esas sillas! ¡Esas mesas! ¡Esas camas! ¡Esas…! Todo lo que sea. ¿De dónde les había llegado la noticia de que Asunción es una ciudad pobre? ¿Pobre y tiene muebles europeos? ¿Pobre y buscando con paciencia y suerte se hallan joyas que nunca vieron por su valor y belleza?

Tumban las puertas del Club Nacional. En el interior del hermoso edificio, de tanta y justa fama, tiene que haber mucha riqueza. Preparan las carretas para colmarlas. Encuentran alfombras, cuadros, arañas, cubiertos de plata o enchapados en oro –¿o tal vez todo oro?–. Se encienden la imaginación y la codicia. Si no llegase a tiempo el comandante en jefe, sus subordinados dejaban la vida en feroces peleas para quedarse con los despojos de un club social cuyo valor no está en los objetos que ahora le saquean sino en su historia, en lo que fue, en lo que representó para el país en sus ansias de grandeza. Ahí López presidía los bailes sentado en lo alto de un trono donde recibía la pleitesía de una sociedad que se le rendía; ahí madama Lynch organizaba sus bailes de disfraces para actualizar, decía, a las mujeres que preferían andar descalzas y fumar cigarro. ¡Cigarro, no!, les increpaba. ¡Cigarrillo! Ahí también… ¡Tantas cosas! Los funcionarios, empresarios, intelectuales discutían sobre todas las cosas del cielo y de la tierra. El Paraguay –decían los extranjeros– es el país del futuro. ¡Es el presente!, le discutían, y enumeraban las conquistas materiales, espirituales, culturales, iniciadas por don Carlos Antonio López.

Junto con las fuerzas de ocupación vienen los proveedores, comerciantes, prestamistas, aventureros. Viven de la guerra, no quieren que ella termine nunca, al igual que muchos jefes aliados. ¿Cómo y de qué vivirían después? Tiene sus riesgos, pero al final, como ahora, su compensación al tener toda una ciudad a disposición para saquearla.

—Bueno, saqueo no es exactamente la palabra –dice uno mientras carga algunos objetos en la carreta–. Es una retribución a los padecimientos con que los paraguayos nos han sometido injustamente. ¿Estaríamos aquí sin la guerra iniciada por ellos?
—Tienes razón. Ayúdame a alzar esta puerta tan artísticamente labrada.

Los jefes, con sus respectivos ayudantes y sirvientes, se reservan las casas que han sido de Benigno López, de Venancio López, de madama Lynch. El palacio de López, en construcción, lo destinan a la caballería. El resto de los ejércitos ocupan las casas con mayores comodidades, aunque vacías, por el momento. Muchos de estos ocupantes se vieron en la situación de regresar al puerto y volver con algunos objetos indispensables que ya son, o creen que lo son, de su pertenencia, como cubiertos y camas. Les llega la versión de que van a estar por algún tiempo en la capital del país lejos ya de los peligros de la lucha armada, aunque con los paraguayos –dicen algunos– nunca se sabe. Cuando todo parece que está muerto y sepultado salta de pronto un grupo con fusil o con lanza, o con nada en la mano, pero siempre dispuesto a dar pelea.

El primer día, y el segundo, y el tercero, las fuerzas de ocupación no tienen otra tarea que la de vaciar las casas y hacer enormes hoyos en las piezas y en los patios. Desde que encontraron algunas joyas, viven obsesionados por hallarlas más y más. Cuando la ciudad parece preparase para una batalla decisiva por las zanjas que la cubren como trincheras, el comando prohíbe que se cave ni un centímetro más. No por razones morales, sino porque los soldados desgastan sus fuerzas, las que en cualquier momento podrían ser necesarias. López no está lejos de Asunción. Saben que en Azcurra dedica su titánico esfuerzo en crear un nuevo ejército de ancianos y niños luego de perderlo en Itá Ybaté, donde hacía unos días, el 23 de diciembre, se tenía la certeza de que la guerra llegaba a su fin con la rendición o muerte del mariscal. Los aliados, seguros de haber encerrado al pequeño ejército paraguayo que no podría escaparse, le hacen llegar a López una intimación, la que es rechazada con la decisión de combatir «hasta la última extremidad». Esta determinación la hizo saber luego de que, en la víspera, dictara su testamento y dispusiera que sus hijos salieran del escenario del inminente choque. Vio que no tenía otro camino que morir peleando, y con él, los hombres, mujeres y niños que le acompañaban.

A temprana hora del día 27, las fuerzas aliadas iniciaron el bombardeo como venían haciéndolo desde hacía una semana. En la víspera, el ejército de López había perdido la totalidad de su artillería. Esta vez queda a los ancianos, niños y heridos, pelear con arma blanca. Y lo hicieron, por una vez hicieron retroceder a los enemigos, pero enseguida estos se reagruparon y volvieron a la carga decididos a terminar la guerra. López, a caballo, sentía que las balas pasaban a su lado. Una de ellas le hizo volar la corbata. Los aliados le tenían totalmente rodeado, o casi totalmente. Quedaba un corredor, Potrero Mármol, libre de los enemigos y por allí se escapó el mariscal. Por allí le dejaron escapar los brasileños.

Ahora, López está en Azcurra en la tarea no de organizar un nuevo ejército, sino de inventarlo para seguir la guerra. De su lema de «vencer o morir» ya no le queda vencer. Mientras tanto, en Asunción, las fuerzas aliadas están muy ocupadas en llenar carretas para después llenar los barcos que se irán cargados de costosos recuerdos de una guerra sin fin.

* Alcibiades González Delvalle (1936) es periodista, dramaturgo y narrador. Es miembro de número de la Academia Paraguaya de la Lengua española y de la Academia de la Lengua Guaraní. Obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 2013.

Datos de edición: Alcibiades González Delvalle, Noticias de la #GuerraDel70, Asunción: Rosalba, 2021, 256 páginas.

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