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Cultura

Navidad en el frente

Ya cerca de Nochebuena, compartimos este texto del escritor Javier Viveros, incluido en su novela “Réquiem del Chaco”, que acaba de obtener mención de honor en el Premio Municipal de Literatura 2020. Imágenes de Joaquín Sánchez.

© Joaquín Sánchez

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El 24 de diciembre, un oficial fue hasta la Sanidad para leerles el radiograma enviado por el coronel Estigarribia. Por solicitud del papa Pío XI ambos ejércitos habían acordado una tregua por Navidad. ¡Cómo saltó de alegría tu corazón al oír esas palabras, Pablo Dicenta! Tregua de Navidad. Una gota de miel entre tanta amargura. Melgarejo y Ramírez se abrazaron. Los heridos rieron de felicidad. Había que prepararse para una gran Nochebuena. Desde alrededor de las diez de la noche empezó a reinar un silencio que retumbaba, un silencio desusado. La artillería enmudeció. No silbaban ya las balas ni el insoportable Pombéro. Hasta el g̃uaig̃uingue [1] dejó de soltar al viento su lastimero y lloroso réquiem.

Llegó Irala Fernández, y en sus manos trajo al Niño Jesús, una escultura horadada en la rama de uno de los corpulentos árboles del Chaco, probablemente un samu’ũ [2] tan voluminoso como maleable. Te lo obsequió a vos, capitán Dicenta, porque gracias al éxito de la improvisada escuelita de identificadores de aviones, el nombre del teniente Manuel Irala fue mencionado en una orden del día. Y ese es un mérito grande. El hombre debe ser agradecido. Irala lo es y también lo sos vos, doctor, porque le diste un efusivo abrazo. Tomaste en las manos el regalo, lo examinaste con detenimiento y no expresaste lo que para vos representaba: un trozo de madera tallado a cuchillazos. Ramírez agarró la pieza, con tu permiso, claro está, y dijo que teniendo ya lo principal, había que conseguir el resto y armar un pesebre. Movilización general. Combinando bayoneta y machete, Melgarejo atacó un vistoso palo santo y lo despellejó en forma de cruz, saltaron las porciones de corteza como pavesas enloquecidas con cada arremetida del brazo armado del doctor paraguayo. Ramírez trajo el nido vacío de algún ave y en él colocó al Niño Jesús. Melgarejo desapareció un rato y volvió con una flor de coco de aromada sonrisa. Curioso, preguntaste para qué era eso. Fue Ramírez quien respondió; te dijo que esa flor es un símbolo de la Navidad paraguaya. La tomaste entre las manos, la miraste con tu lente racional, pensaste en sacarle una fotografía y enseguida desististe. Por un momento, la imagen de esas espigas acostadas se te antojó como una canoa repleta de oro. La acercaste a tu nariz y allí el amor a primer olfato, su amarilla fragancia te inundó insolente poniendo una nota de color en tus pulmones. Enseguida, la colocaste frente al solitario nido en el que reposaba el Niño Jesús con sus abiertos brazos de madera.

© Joaquín Sánchez

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Una tregua conseguida por intervención del Vaticano. Mundo raro, pensaste. Estabas molido, doctor. Sentías que una pequeña tela se había desgarrado en tu interior. Reflexionaste. Las situaciones límite nos enfrentan a la soledad más absoluta, nos hacen sentir desvalidos, tan nada, que uno necesita creer en algo superior, en alguien de mayor jerarquía que nos pueda salvar, en alguien que no haya perdido el control. Por ello, no te parecía extraño que la gente recurriera a la creencia en la paternidad de un dios que los sacase del apuro. Supiste siempre que los humanos temen la soledad en el cosmos, y que eso los lleva a buscarse un padre, a inventarse un dios. A los hombres les aterra que la muerte sea el fin de todo. Vos, doctor, positivista, racionalista, no ignorabas que la razón por la cual los mortales están tan sujetos al miedo es que ven toda clase de cosas que suceden en la tierra y en el cielo, sin causa discernible, y las atribuyen a la voluntad de un dios. Habías reflexionado siempre sobre la naturaleza de las cosas. Veías ahora a los soldados enfrascados en honrar a una entelequia.

Te gustaba la historia del Redentor, reconocías la maestría literaria de sus parábolas y adherías a esa doctrina del perdón que puede anular el pasado. Y aunque para vos no se trataba más que de un hombre que murió al igual que todos y que al tercer día fue mitificado y cambió el rumbo de la humanidad, no tenías derecho a interferir en las creencias de esos soldados. Recordaste que durante un bombardeo aéreo tambaleó por momentos tu ateísmo y apretaste con fuerza las medallitas que te habían regalado en el puerto de Rosario el día de tu partida. Decidido, entraste a la carpa y del valijín extrajiste esos recuerdos y los entregaste a Ramírez y lo viste colgarlos de pequeños clavos contra la madera santa. Pendían y refulgían los fragmentos de metal contra el fondo de cruz acuchillada en la corteza.

© Joaquín Sánchez

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Varios de los enfermos abandonaron sus convalecientes lechos y se acercaron al pesebre. El que llevaba la cabeza vendada enseguida tomó cuatro fusiles y los puso en pabellón sobre el nido en el que abría sus ojos el Niño. Hizo un círculo con balas de fusil para rodear el nido. «Luce muy vacío», dijo Ramírez. El soldado que había puesto los fusiles en pabellón sacó de su bolsillo una imagen de la Virgen María y la colocó al norte del nido. Bolí rembyre fue el soldado que dijo que podía colaborar en algo. Solicitó papel. Hubo sonrisas burlonas. Vos, capitán, desprendiste dos botones del pecho de tu camisa verde olivo y sacaste de allí tu diario de guerra. Arrancaste una hoja y la pasaste al soldado. Allí mismo, Bolí rembyre demostró su pericia con la papiroflexia, el antiguo arte japonés del origami. En poco tiempo dobló un San José y lo colocó a la cabecera del Niño. Le alcanzaste más hojas de tu diario. Las figuras fueron brotando paulatinamente de sus habilidosas manos: los tres Reyes Magos, un burrito, dos ovejas. A la sobra de boliviano, le sobraba talento.

El pesebre lucía ya más presentable. El que había recibido una herida en la tibia colocó alrededor del nido numerosos casquillos de proyectil y dentro de cada uno de ellos fue poniendo flores de aromita, palo santo y samu’ũ. Eso dio una nueva vida al pesebre, le inyectó colorido y alegría. Bulliciosos y dicharacheros llegaron el mayor Bray y el ahora coronel Carlos J. Fernández, recientemente ascendido por méritos de guerra. Elogiaron el pesebre de la Sanidad. «Este figura ya en mi podio particular», dijo Bray. Fernández comentó que todas las unidades habían hecho uno. «Los del regimiento Ytororõ colocaron un Berthier y una ametralladora Vickers», precisó. «Sí, y las cintas cargadas con proyectiles muy brillantes cuelgan del techo improvisado formando unas cortinas que parecen serpientes mitológicas de escamas relucientes», agregó Bray. Curiosa forma de venerar al que dijo «Amaos los unos a los otros», interviniste, doctor, y hubo un silencio incómodo que no duró más que un pestañeo. Bolí rembyre se ingenió todavía más, trajo dos mitades perfectamente cortadas de apepu [3], de las que había extraído toda la pulpa y la reemplazó por grasa. Una hebra de cuerda hacía de mecha. Los dos candiles rudimentarios flanquearon el pesebre y le daban cierto aire de iglesia. El ingenio guaraní que brilló en la Guerra contra la Triple Alianza también destella aquí, dijo Fernández. El mayor Bray se arrodilló y examinando la rudimentaria fuente de luz, dijo: «Loado sea mi coronel Juan Crisóstomo Centurión». Fernández asintió.

© Joaquín Sánchez

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Preguntaste al teniente coronel si estas treguas solicitadas por el Vaticano eran algo usual. «Que yo sepa, no —respondió—, aunque hay un antecedente de 1914, durante la Gran Guerra, justamente recién me contaban algo de eso. ¿Puede repetir la historia, mayor?». El grupo hizo un círculo en torno a él y así habló Arturo Bray: «Británicos y alemanes peleábamos en la localidad belga de Ypres, en el frente occidental. Yo tenía cuando eso 16 años. Estábamos sepultados en esas trincheras; las sentíamos ya como nuestras tumbas de barro. El frío de ese 24 de diciembre era recio. De repente, escuchamos que los alemanes entonaban un villancico. No lo reconocimos al principio. Enseguida, nos dimos cuenta de que lo que cantaban era Stille Nacht, es decir, Noche de Paz. Cuando terminaron, también lo hicimos nosotros. Silent Night / Holy Night / All is calm / All is bright. (Si bien la voz del mayor no era demasiado cálida, al menos no desentonaba.) Hubo inquietud y gritos en nuestra trinchera. Alguien avisó que un soldado alemán estaba saliendo con un brazo levantado. Alcé la cabeza para mirar por encima de la trinchera y la volví a bajar de inmediato, por si se tratara de un engaño. El soldado enemigo tenía un pequeño árbol de Navidad en la derecha y agitaba los brazos al tiempo que cantaba el villancico. Una tensión quebradiza se instaló en el lugar. “Take him down” [4], me dijo el sargento mayor. Yo le respondí: “It’s Christmas, sergeant” [5] y salí también con las manos hacia arriba. Allí vi que otros alemanes se acercaban en las mismas condiciones. Empecé a caminar hacia ellos. Cada paso pesaba una tonelada. A pesar de ello, avancé».

El mayor Bray miró a la concurrencia. Se sonrió, tenía la atención total. Continuó: «Cuando volví la cabeza vi a mis espaldas a un grupo de compañeros que me seguían con los brazos en alto y las manos haciendo saludos; el sargento mayor venía también. Y ahí nos vimos frente a frente con esos con quienes nos habíamos estado matando. Los vimos tan iguales a nosotros, tan hermanos en el sufrimiento; mostraban los mismos efectos inferidos por el clima, por el barro, estaba grabado en sus caras el mismo temor a la muerte que nos atenazaba. Nos pasamos las manos. Hubo abrazos. Los idiomas alemán e inglés buscaron reencontrarse en sus raíces de lenguas germánicas. Sobre ese barro helado avanzaron los uniformes británicos de color caqui y los grises del ejército alemán. Entrevero amistoso. Fue un armisticio espontáneo. En pocas horas más íbamos a continuar matándonos, pero ese era un momento de paz, saboreamos cada minuto de ese paréntesis que abría la simetría de sus alas sobre tanto absurdo. Intercambiamos recuerdos, obsequios. Un oficial alemán sacó una botella del bolsillo de su abrigo, bebió un trago largo y la pasó al sargento mayor. La botella circuló de mano en mano. Durante esa Nochebuena, la tierra de nadie fue la tierra de todos, la tierra de la camaradería. Tras cinco meses de guerra nos sentimos otra vez un poquito humanos. Muchos otros soldados salieron de ambas trincheras y se sumaron a la reunión. A la mañana siguiente, continuó la paz. Tras renovar los saludos, nos organizamos. Cavamos una fosa común, una fosa igualadora donde encontraron su última morada británicos, alemanes y hasta un par de franceses. Alguien recitó un salmo de David, en latín: “Sed et si ambulavero in valle mortis non timebo malum quoniam tu mecum es virga tua et baculus tuus ipsa consolabuntur me [6]. Esperé a que acabara e hice lo propio en inglés. Otro soldado me siguió en el uso de la palabra. El idioma alemán se contagiaba de una rara eufonía con el Salmo 23. Después nos tomamos unas fotografías, mezclados los uniformes grises y caquis. No supimos de dónde apareció un balón de fútbol y se improvisó un partido, puntiagudos cascos alemanes clavados en tierra fungían de palos para los arcos. Éramos como niños jugando en el patio de la escuela. El 26 de diciembre volvimos a intercambiar plomo y muerte».

© Joaquín Sánchez

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Quienes oyeron el relato quedaron un momento en silencio y con algo de tristeza recuperada. De la trinchera boliviana partieron las notas de una zampoña, atravesaron la tierra de nadie y llegaron hasta los oídos guaraníes. A continuación, un ingrávido villancico llenó el aire, nadie pudo decir si estaba en quechua o aymara, solo se reconoció con unanimidad la belleza de la música andina. «¡Feliz Navidad, bolís!», gritó Ramírez, en súbita inspiración. La trinchera enemiga respondió al instante: «¡Feliz Navidad, patapilas!»[7] Nadie se atrevió a salir. Se te vio hablar aparte con Carlos J. Fernández, capitán. Tus manos se movían para apoyar la argumentación. El comandante asentía y rubricaba la charla con un pulgar levantado. El pequeño grupo de soldados que llegó ruidoso tenía una guitarra. Toman asiento en el suelo, frente al pesebre. «Pembohasápy la mbaraka Emiliánope [8]», dice uno de los recién llegados. Un soldado morocho agarra el instrumento musical. Lo reconociste. Ese era uno de los hombres que estuvieron en la primera línea de la formación en Isla Po’i, cuando la arenga del coronel Florentín Oviedo. Mientras araña las cuerdas y va desgranando con ellas una cascada de notas como introducción, el soldado músico afirma que escribió no hace mucho ese poema y luego canta:

Ñesuháme ne rokẽme / aju ro-felicita / arúvo ndéve g̃uarã / ne santo ára g̃uahẽre. / Ko ivíspera pyharépe / tupaópe orrepika / la incomparable alegría / o anuncia ne nacimiento / tu llegada en este templo / como el sol de un bello día.

Entendés palabras y frases enteras, capitán. Sobre la bellísima melodía se mecen armoniosamente el castellano y el guaraní. El grupo lo aplaude. «¡Cómo me gustaría tener la letra!», decís, y enseguida se adelanta Ramírez. Toma tu diario de guerra y dice que puede anotarla. «Ejoka jevýta mante hese, pariente [9]», dice Carlos J. Fernández, y Emiliano R., obediente, hace bis. […]

Se oye el coro del cielo / de melodiosos clarines / los ángeles y serafines  / opurahéi sin recelo / ohechápype en este suelo / nonaséi otro ndejave  / ha upérõ nde resape / juntos los cuatro elementos  / ha i-feliz ne nacimiento / upégui ag̃aitepeve.

© Joaquín Sánchez

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Colocado detrás de Ramírez, lo ves relampaguear signos en tu diario de guerra. A fuer de buen ordenanza que era del Banco Germánico, tu ayudante manejaba el método Pitman de taquigrafía. Observás lo que va escribiendo y lo que llega a tus ojos te recuerda al vibrión colérico visto al microscopio, con sus serpenteantes y curvos flagelos bacterianos, rotados en diferentes ángulos. Cuando termina de arañar la última nota, sin dar descanso a sus manos, Emiliano emprende una canción que habla de un encuentro que tuvo el narrador con un héroe de la Guerra contra la Triple Alianza. El anciano que coprotagoniza la canción afirma haber tenido veinte años en aquel tiempo, recuerda cuando el 22 de setiembre del año 66 derro- taron a los aliados en Curupayty y menciona además al trompa Cándido Silva. Mientras Emiliano R. canta, Ramírez convierte en letras del alfabeto castellano los gusanitos bidimensionales que había estampado antes sobre la hoja del diario bélico. Te entrega el trabajo. Leés complacido en voz alta. Hay grandes risas cuando pronunciás piarépe. «Pyharépe», te dice uno de los heridos, el del brazo amputado. Lo intentás. Repetidas ve- ces. No hay caso, es un fonema que no lo tenés aprendido. Esa noche, ya en posición horizontal, anotarás esta reflexión sobre la lengua que usan los paraguayos para descifrar el mundo:

Que el guaraní siga todavía vigente a pesar del paso del tiempo es porque tiene valía. Su riqueza de voces onomatopéyicas deja muy por detrás a varios idiomas actuales. El guaraní es alegre y es sutil, hay fluidez y variedad en sus giros. Es una lengua expresiva y exacta, en ella los sentimientos son más hondos y las melancolías son más trágicas, se mece y canta como el aura de los montes y su queja es una melodía que llega hasta lo más profundo, como un hachazo. Sus vocablos son muy eufónicos y permiten la expresión fácil de los estados del espíritu. No parece una lengua primitiva, permite clasificar la fauna y la flora con absoluta perfección. He notado que el castellano que hablan los paraguayos tiene por debajo, a veces, la presencia del guaraní, ya sea como préstamos de palabras o como copias de la sintaxis. Bajo el ropaje de la lengua del conquistador, está agazapada la lengua nativa, por lo que de uno u otro modo están siempre hablando guaraní. El desafío para esta lengua va a ser la incorporación de nuevas palabras para acompañar el avance de los tiempos.

© Joaquín Sánchez

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Bray y Fernández dicen que deben marcharse porque quieren visitar los pesebres del resto de las unidades. El comandante del Primer Cuerpo de Ejército ordena que los músicos formen parte de la comitiva. Ramírez se para, ansioso de irse con ellos. Y vos, Pablo, declinás la invitación, preferís ponerte a leer de nuevo el diario del teniente Velilla y las cartas de su madrina de guerra. Aunque mientras ves a las diferentes espaldas verde olivo alejarse de tu posición, las espaldas de esos compañeros con los que estabas conviviendo horas supremas de frente a la eternidad, prodigando la vida en aras de un ideal que no admite dobleces, pensás que en pocas horas más va a continuar la carnicería y que es preciso paladear esas migajas de felicidad, beber hasta la última gota de esa efímera paz. Por eso gritás «espérenme», y te unís a la ruidosa caravana.

[1] Urutaú.

[2] Ceiba insignis, árbol típico del Chaco.

[3] Especie de naranja agria.

[4] Derríbelo.

[5] Es Navidad, sargento.

[6] Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento.

[7] Así llamaban a los paraguayos, por su costumbre de pelear descalzos.

[8] Pásenle la guitarra a Emiliano.

[9] Vas a tener que tocar de nuevo, pariente.

* Javier Viveros es escritor, paraguayo, académico correspondiente de la Academia Paraguaya de la Lengua Española. En 2018 recibió el Edward and Lily Tuck Award for Paraguayan Literature 2018, otorgado por el PEN Club de Estados Unidos, por su libro Fantasmario. Cuentos de la Guerra del Chaco, y el Premio Roque Gaona por su obra Flores del yuyal. Su novela Réquiem del Chaco, fue publicada por Editorial En Alianza en 2020.

* Joaquín Sánchez, artista y curador paraguayo-boliviano, es el autor de las imágenes que acompañan este relato. Las mismas corresponden a la obra Chaco, mundos de mis mundos (2010), serie de fotografías históricas intervenidas, exhibida en bienales internacionales y parte de colecciones privadas en el Paraguay y el exterior.

1 Comment

1 Comentario

  1. Jose Francisci Galindo

    22 de diciembre de 2020 at 13:11

    che resa’y pororoyahoopa ambohasa jave che resa hi’ari

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