Cultura
La imposible ausente: biografía de Josefina Plá (I)
En el último domingo de noviembre, mes de su nacimiento, recordamos a una de las figuras clave de la escena cultural del Paraguay del siglo XX: Josefina Plá. Su biografía, escrita por la investigadora Daiane Pereira Rodrigues, recorre el trayecto vital e intelectual de la poeta, narradora, dramaturga, ensayista, periodista y crítica de arte, que hizo de la prensa una plataforma eficaz para la difusión del arte, la literatura y el teatro de su tiempo. Aquí ofrecemos la primera entrega de este valioso trabajo.
Josefina Plá, ca. 1930 y 1923. Archivo
Entre hierbas y hierbajos
Una de las definiciones de literatura recuperadas por Terry Eagleton, en su clásico libro de introducción a la teoría literaria, es la metáfora del hierbajo, de John M. Ellis. Apoyándose en ello, Eagleton observa de qué manera la literatura se relaciona con el entorno, cuyo enlace puede constituir una molestia, al romper con la homogeneidad del calculado jardín de las letras, pero también puede emerger como la ramita de vida que surge desde los surcos del concreto, entre los escombros, poniendo sentido o belleza donde menos se espera. Producir contraste, romper con lo establecido, dar vida a un espacio en apariencia baldío, induce a re-significar un contexto: todo a partir de una pequeña hierba que brota en el lugar y el momento preciso y se desarrolla naturalmente, sin que nadie lo imagine. Y, acaso, contra la voluntad de expertos jardineros.
Más allá del ámbito literario, hay personalidades cuya existencia y labor proceden con una potencia creadora que las convierte en hierbajos de toda una época. Y el tiempo las instala como principales especies del jardín, convirtiéndolas en referentes y ejemplos para futuras generaciones y en ineludibles hitos de la cultura y la lengua. Fue así que María Josefina Plá Guerra Galvany quien desde su nacimiento en España creció con esa capacidad de crear contrastes, llegó al Paraguay, donde dedicó su vida a la reflexión, a la escritura y a la plástica y dejó un sello indeleble en las artes y el pensamiento social del país.
Muchos de los pescadores y turistas que parten en lancha desde Fuerteventura y se acercan a la pequeña y desierta Isla de Lobos, y de inmediato ven el busto de mármol que se erige frente a ellos, no saben que el rostro esculpido de esa señora que contempla el mar es el de Josefina Plá. Tampoco imaginan que su fecha de nacimiento fue en 1903 y no en 1909 como allí erróneamente se talló. Todas las piedras del mundo, que tanto saben de historias de la humanidad, también en ese sitio guardan silenciosa elocuencia. Puede que la superficie rocosa del suelo mantenga aún algunos trozos o granos de arena que fueron testigos de aquel lunes, nueve de noviembre de 1903, en que el llanto de una recién nacida rompió la monotonía del ruido del mar y del viento, dentro del único faro que allí se yergue hasta hoy. El que la madre diera a luz allí mismo se debió a la profesión del padre, Don Leopoldo Plá y Juan Botella Río, encargado de mantener el faro. La pequeña Josefina Plá viviría hasta los cinco años de edad en ese universo pétreo, casi mágico, de rompientes olas, nube, sol, insectos, hierbajos, cantos y aleteos de gaviotas y brisas leves o vientos que aúllan como lobos.
En medio de todo eso, la presencia gravitante de los libros de la biblioteca del padre y la compañía laboriosa de la madre modista, Doña Carolina Galvany y Sánchez y posteriormente sus hermanos. Fue en aquel paraje donde comenzaron a gestarse los movimientos y tránsitos del imaginario de la pequeña Josefina, en los cuales el mar tendría un papel cardinal, porque aquella líquida masa salina fue el elemento que sacudió y despertó su sensibilidad artística. En esos paseos con su padre por la orilla, entre turistas tumbados sobre la arena y multiformes olas avanzando sobre la playa, la niña juega y da rienda suelta a historias ficticias con las escasas plantitas que se abren paso entre las piedras. Hierba aquí y un poco más allá, escasa, por cierto, pero hierba al fin. Así, estos minúsculos verdores de hojas también son sus primeros personajes, como lo afirmaría años después a Marylin Godoy en una entrevista: “fue la primera vez que recuerdo haber individualizado un ser del mundo vegetal dándole una personería, una forma especialmente burilada en la memoria, y un amor” [1] . Paralelismo coincidente con Walt Whitman –de quien ella aún nada sabía–, cuyo leit motiv también fueron las hierbas. Quienes, desde la distancia del tiempo, observamos estos hechos, queremos creer que, más allá de lo fortuito, tales enlaces son predestinados.
La literatura: su única ancla
No solo de un único faro vive un farolero funcionario estatal. Por ello la vida de la pequeña Josefina fue de un periplo continuo entre una playa y otra. Los paseos en barco –para acompañar la vida urbana y resolver burocracias o comprar víveres y otros suplementos– fueron constantes en su andar. ¿Qué múltiples rumbos habrá imaginado con las estelas que dejaba en las aguas la barca yente y viniente? Sus ojos celestes se fundían con el color del cielo y se perdían con los celajes que adquirían el blancor de las gaviotas. Subir y bajar, giros y giros de noches estrelladas. Ritual cotidiano, hasta la irrupción del alba, era el devenir repitiente de aquellos días.
Hasta que un traslado del padre determinó que la familia abandonase las islas Canarias para proseguir por diversas ciudades, como Guipúzcoa, Almería, Murcia, Alicante, Valencia, escenarios en donde transcurre su adolescencia. De esos paisajes le quedaría la imagen y el recuerdo del mar; aquel mar que, comparado en oposición al río en el cuento La mano en la tierra, escrito en 1952, representa, como una suerte de obsesión, los impases entre lo viejo y lo nuevo, lo propio y lo ajeno, la sensación de pertenencia y la de exilio en su obra escrita: “El recuerdo del mar le abre enseguida en el pecho una ancha grieta azulverde y salada. Nunca más lo volverá a ver: de ello está seguro. Nunca más […] Qué lejos está todo eso. Qué engreimiento el suyo, y cómo Dios usa a los hombres cuando ellos creen estar usando su albedrío” [2].
Ese cuento –en el que el protagonista Blas de Lemos, español que no se reconoce en los hijos mestizos nacidos en el nuevo mundo y tiene dificultad en comunicarse con ellos, porque hablan principalmente la lengua indígena de la madre, el guaraní– es utilizado por varios críticos para destacar la forma como Josefina plasma las movilidades espaciales y culturales en su obra. Esos desplazamientos reflejan, de algún modo, la vida de la escritora desde su niñez: nómada y fluida, entre una isla y otra. Ese ir y venir sin sosiego la impidió frecuentar la escuela, por lo que completó la enseñanza hasta el bachillerato Comercial de forma libre, empezando a los 11 años. Así, la biblioteca del padre fue su guía y tal vez su único arraigo; desde su más tierna edad le sirvió de ancla para establecer su repertorio y vocación literarios. Cuando hablamos de niñez y bibliotecas, no es difícil pensar, a la vez, en Marguerite Yourcenar, la escritora belga que había nacido en el mismo año que Josefina, 1903, y también frecuentó los estantes numerosos de su padre.
Ya a los seis años, Josefina entraba a las escondidas, después de alguna vez haberlo hecho por casualidad, para descubrir el universo de Julio Verne, Víctor Hugo, Honoré de Balzac, Gustave Flaubert, Homero, Benito Pérez Galdós y otros. La pequeña, que a los dos años ya deletreaba, lee también en francés y comienza a escribir desde los cuatro años, cuando envía una carta de felicitaciones por año nuevo a su abuela materna. “Yo no sabía, pobre de mí, que esa carta fuese como símbolo, un signo o una premonición con anuncio de que mi sino era escribir toda la vida, año tras año, día tras día” dice doña Josefina sobre el hecho, recordando que la escritura era compulsiva en ella, aunque su papá le prohibía –puesto que “la literatura no da futuro a nadie” – y la instaba a dedicarse al comercio, a las leyes o a los números. Pero la poesía le salía a chorros y debía ocultarla bajo el colchón, entre libros, detrás de baldosas y azulejos sueltos, en los lugares menos imaginados, hasta que un día envió a escondidas con pseudónimo unos escritos a una revista y pudo contemplar, también a escondidas, el placer de su papá al leerlos sin saber que eran de su hija.
A pesar de ello, Plá parece guardar buen recuerdo de su padre, que, aunque la prohibía escribir, no la impidió estudiar. Es que el hombre tenía la preocupación de todo padre sobre el futuro de un artista o literato, pero le dio absolutamente todas las posibilidades y condiciones para conocer el mundo de las artes y las letras, sin limitarla a los quehaceres manuales esperados para una mujer de su tiempo. Cuenta ella: “mi padre estaba resuelto a que mi nombre figurara en alguna lista de mujeres de pelo en pecho”. La hizo estudiar, además del bachillerato, el curso de peritaje mercantil, equivalente a contador público, y también el profesorado normal, al cual Josefina se negó. Según ella, el padre quería que fuera abogada, ya que en aquel entonces, según cuenta, sólo había dos doctores en leyes en toda España. Josefina debía ser la tercera, debía quedar para la historia como la primera mujer doctor. Pero no fue así: a pesar de las noches en que Don Leopoldo entraba a la habitación de su hija para revisar sus pertenencias y tirar todo vestigio de poesía que hubiese producido, Josefina nunca dejaría de escribir. Igual que Sor Juana Inés de la Cruz, que se vestía de hombre para acceder a los libros y encubría libros bajo sus faldas, Josefina se ingeniaba para seguir, amparada en algunas artimañas, su vocación: el destino literario establecía su impronta. Entonces, a los catorce años, después de aquella publicación bajo pseudónimo como un gesto de rebeldía contra la prohibición paterna, publica, ya con su nombre, en una revista de San Sebastián, Donostia. Cuenta la escritora: “a los pocos días [de haber publicado en Donostia] aparecieron por casa unos señores muy desenvueltos, portando unas cámaras fotográficas; venían a ver la poetisa prodigio. Me preguntaron si había leído a Rubén [Darío] y a Amado Nervo, les contesté que no, les pregunté a mi vez si habían leído a Baudelaire y a Mallarmé y me dijeron que no. Se fueron descontentos de ambos desencuentros, supongo, porque no publicaron nada” [3].
Josefina ya tenía una vasta cultura letrada antes de ir al lejano Paraguay, sobre el cual ya había leído algo en un atlas ilustrado con grabados del siglo XVIII. También ya había publicado sus primeras manifestaciones literarias en algunos diarios como Almería y Alicante, además de revistas como la ya mencionada Donostia. Y aunque la historiografía literaria paraguaya no discurra mucho sobre su vida anterior a la llegada a América, su relación amorosa con el artista paraguayo Andrés Campos Cervera tal vez no se hubiera fomentado si no fuera porque coincidieron los espíritus creadores de ambos, con el bagaje intelectual que los caracterizaba. Más allá de las suposiciones, lo indiscutiblemente cierto es que ella fue una persona en constante movimiento, cuyo único anclaje, o puerto seguro, eran las letras. Si su padre pudo haber equivocado el camino que escogiera para ella, no erró la meta: Josefina estaba destinada a figurar en diarios y libros de historia.
Notas
[1] Godoy, Marylin. Josefina Plá, 1999 (entrevista). Lo dicho por Josefina es siempre de ese libro, a menos que haya otra indicación.
[2] Plá, Josefina. Cuentos Completos, 2016.
[3] Bordoli Dolci, Ramón. La problemática del tiempo y la soledad en Josefina Plá, Universidad de Santiago de Compostela, 1981.
* Daiane Pereira Rodrigues es magister en Letras por la Universidad Federal de Paraná, Brasil, donde cursa sus estudios doctorales. Es investigadora becada por la cátedra UNESCO para la Integración Latinoamericana del Memorial de América Latina, São Paulo. El presente texto ganó el premio de jóvenes investigadores de la Fundación María de Paula de Ruiz Martínez de Madrid, y será publicado próximamente en la Biblioteca Virtual Cervantes.
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Alejandra Mastro
29 de noviembre de 2020 at 20:07
Que buen domingo gracias a estas magníficas publicaciones
Lic. Ariel Pla
2 de diciembre de 2020 at 13:15
Andrés Campos Cervera fue su esposo que fallece en 1936 en Barcelona.