Cultura
La Colección Mendonca en el Museo Nacional de Bellas Artes
© Laura Mandelik
Confrontar colecciones históricas con obra contemporánea es una práctica extendida en el circuito del arte. Es así que nuevas manifestaciones, normalmente ad hoc, sacuden la narrativa institucional de grandes corpus establecidos. Sin embargo, el gesto cobra radicalidad cuando el enfrentamiento se produce entre dos colecciones de temporalidades muy distanciadas; es decir, entre dos discursos, entre dos campos semánticos que organizan el sentido desde premisas y perspectivas totalmente distintas. Esto es lo que ocurre ahora en el Museo Nacional de Bellas Artes, cuya colección permanente se ve sacudida, interpelada, pero también expandida y revitalizada, por la presencia de la Colección Mendonca.
Las dos colecciones, de gran envergadura en el contexto del país, muestran en ciertos aspectos similitudes y diferencias. Separadas por un siglo de distancia, ambas irrumpieron en escena tras un prolongado silencio. La colección base de Bellas Artes, creada por Juansilvano Godoi (1850-1926) durante su exilio en Buenos Aires (1877-1895), fue presentada al público el 28 de marzo de 1909, fecha de inauguración del Museo de Bellas Artes, Museo Histórico y Biblioteca Americana, cuyo director sería el propio coleccionista, quien donó sus obras a la institución. Estas habían estado embaladas, guardadas durante 14 años, ante la imposibilidad de ser exhibidas [1]. La Colección Mendonca, por su parte, nació como tal en el año 2000 y fue creciendo calladamente, en la residencia familiar, hasta su aparición pública en diciembre de 2019, cuando una selección importante de obras, curada por Ticio Escobar, fue expuesta en el CAV/Museo del Barro bajo el título El exilio (si bien muchas de sus piezas habían sido solicitadas para diferentes muestras en el último lustro).
La Colección Godoi está constituida principalmente por pintura y escultura europeas decimonónicas que testimonian el afán del coleccionista por “civilizar” al país, introduciéndolo en el gusto de los grandes centros que se replicaba en las capitales sudamericanas, especialmente Buenos Aires, donde hizo la mayor parte de sus adquisiciones. La colección permaneció apegada al academicismo, quedando al margen de nuevas tendencias de la época, tales como el impresionismo. Según el historiador Roberto Amigo, autor del actual guión curatorial del Museo Nacional de Bellas Artes, Godoi no actuaba movido por pulsiones estéticas o por prestigio social, sino que coleccionaba como programa político y con este criterio estableció el derrotero de su colección, que integraba tanto el relato de grandes episodios de la historia del Paraguay como las pinturas de género [2]. Como hombre de Derecho (aunque no llegó a terminar sus estudios) y controvertido protagonista de la vida pública nacional antes y después de su exilio, Godoi imbricaba inquietudes políticas y maniobras conspiraticias con sus quehaceres culturales.
La Colección Mendonca, por su parte, está compuesta por obras contemporáneas, en diversas disciplinas, de artistas paraguayos o extranjeros que residen en el país o trabajan temas vinculados a él, aunque también incluye, a modo de márgenes de referencia, algunas piezas modernas. Su ámbito de interés aparece restringido, pero no clausurado: no busca instalar modelos importados sino promover y difundir la producción artística local, signada por sus propios tiempos y abierta a diferentes escenarios. Como ya dije en otra ocasión, las adquisiciones y los encargos no responden solo a la intuición, el gusto personal o los impulsos de Daniel Mendonca, sino a una idea de país. Por eso, para entender esta colección hay que conocer también el perfil del coleccionista: atento observador del acontecer político, social y económico del Paraguay y del curso de su historia, jurista comprometido con la democratización y el constitucionalismo, conocedor de los mecanismos jurídicos y políticos del poder, analista de la realidad nacional [3].
Una poética subversiva
Ambas colecciones entablan diálogo bajo la curaduría del artista Félix Toranzos, en una operación poética titulada Contrapuntos. Una intervención a dos tiempos. El resultado es una apuesta expositiva que cruza dos corpus simbólicos muy disímiles, propiciando una relectura en clave contemporánea de la colección anfitriona, así como la mutua contaminación y la generación de narrativas complementarias, alternativas o ficcionales. Con esta acción las propiedades del espacio museal se ven alteradas y sus dispositivos visualmente subvertidos.
La estrategia curatorial apela a recursos diversos. En algunos casos realiza un procedimiento por analogía, asociando obras por afinidad; en otros reivindica el contraste, evidenciando un interesante juego de canon-contracanon. La disposición de las piezas sigue criterios poéticos, formales, narrativos y cromáticos. En el trabajo de Toranzos, responsable también de la expografía, prevalece lo sensible por sobre lo conceptual, y así lo testimonia su texto de presentación: “Este contrapunto tiene como hilo conductor la pasión, ese motor que tenemos artistas, coleccionistas, recolectores”.
Si bien la intervención respeta el diagrama trazado por Roberto Amigo para las seis salas de la exposición permanente, estas acogen en este momento casi un centenar de obras de la Colección Mendonca que modifican sustancialmente la percepción de los recintos. A los procederes antes mencionados hay que agregar uno particularmente efectivo: el ocultamiento. Este es usado en casos puntuales: cuando Toranzos cubre Calvario de Sagunto (1901), de Santiago Rusiñol –una de las piezas preferidas de Godoi–, con un tul negro sobre el cual coloca pequeñas figuras pintadas y recortadas de Alfredo Quiroz (2020), enlaza dos duelos, el de las mujeres a las puertas de un cementerio y el de quienes lloran en silencio la pérdida de seres queridos cuyos cuerpos jamás podrán ser sepultados pues fueron arrojados al vacío desde aviones, práctica de eliminación común en las dictaduras militares del Cono Sur en los años 70. Hay también ocultamiento cuando Toranzos cubre con un paño de terciopelo púrpura un paisaje al óleo de José Moreno Carbonero (1890), evocando la tradición de mantener las obras a resguardo de la vista antes de ser “descubiertas” en el vernissage. Así, imbuida de la dignidad que el color y la materia le confieren, esta pieza deviene otra, intervenida por un gesto que deja sus contenidos en suspenso. Un ejemplo más: la pequeña acuarela de Saturio Ríos, Retrato del Obispo Manuel Palacios (1868), queda silenciada bajo la obra de Carlo Spatuzza (2018) que recuerda la quema que Ríos hiciera de sus propios trabajos.
El curador ejercita los inmensos poderes de la reticencia al disponer ciertas piezas en vitrinas cerradas, insinuándolas, excitando la mirada. Es el caso de las obras de Marcos Benítez, cerámicas que reproducen la cabeza del artista de forma multiplicada junto al calco mortuorio de Juansilvano Godoi. O de los perfumeros-esculturas de Ángel Yegros y las piezas de Alejandra Mastro, Celso Figueredo y del propio Toranzos, que conviven en el discreto interior de un mueble neoclásico.
La maniobra expositiva de Toranzos también combina contigüidad y contraste. Esto se verifica en el muro donde cuelga el gran óleo de Guillermo Da Re (1900) que muestra al Mariscal López junto al General Eduvigis Díaz, cuyos restos –vale recordar–fueron recibidos por Godoi con grandes honores en el Museo Nacional de Bellas Artes. Esta pieza es rodeada por la serie foto-performática de Alfredo Quiroz dedicada a la Guerra de la Triple Alianza, Reflexiones nocturnas (2018). Mientras la primera es una típica pintura de tinte épico, la segunda es una refutación del heroísmo como instrumentalización de la subjetividad. Un caso similar es el contrapunto entre la representación idealizada y estereotipada de indígenas que realiza Roberto Holden Jara en un óleo de grandes dimensiones (1943) y las fotografías y objetos de Joaquín Sánchez, quien echa mano de imágenes de corte etnográfico para intervenirlas con textiles y plumas (2003).
La contigüidad está también definida por el cromatismo, como se observa en el curioso contacto entre un óleo de Pablo Alborno (1906) y una pieza de Ángel Yegros (2018) elaborada con pintura sintética y materiales de desecho. Los amarillos y azules de la obra de Alborno parecen ingresar fluidamente en la de Yegros, generando un paisaje continuo y disruptivo a la vez. En esta sala, reservada en el guión de Amigo a los pintores paraguayos becados para estudiar en Europa a principios del siglo XX (Colombo, Samudio, Alborno y Campos Cervera), Toranzos ubicó obras de Los Novísimos (Enrique Careaga, William Riquelme, Yegros) y de Laura Márquez, en un claro movimiento especular que identifica aprendizajes y afanes renovadores. En otra sala, una pieza de Bernardo Krasniansky realizada en resina (2005) reposa dentro de un nicho religioso popular sobre el cual se extiende una fotografía de Fernando Allen del culto a San La Muerte (2018).
La alegoría, quizás literal a veces, también fue puesta a circular. En el centro de la sala dedicada a los pintores extranjeros que trabajaron en el Paraguay (Guillermo Da Re, Héctor Da Ponte, Julio Mornet y Guido Boggiani), Toranzos instaló un objeto de Bettina Brizuela, Viaje a la aurora boreal (2012), que permite imaginar un periplo circular y encapsulado, con buena dosis de humor y poesía.
Párrafo especial merece “la sala de las mujeres” dedicada a la representación femenina en la Colección Godoi. Aquí una pintura de gran formato de Paul-Louis Bouchard (La muerte del rey Candaules,1882) resulta conmovida, perturbada, por una obra de Claudia Casarino (Trastornos del sueño, 2011): un juego de tensiones y evanescencias, sensualidad y violencia, que activa otros relatos y desnuda la condición femenina; la obra de Casarino parece emerger de la narrativa de Bouchard para trastocar finalmente su sentido. A su lado, una pintura de Silvana Nuovo (Selfie, 2020) atisba las urgencias y presiones de la mujer contemporánea frente a la sosegada urbanidad o al moderado erotismo de las figuras del siglo XIX. Frente a estas obras se ubica el magnífico retrato de Godoi pintado por su amigo, el pintor peruano Téofilo Castillo, que data de 1901. Desde un marco imponente, el coleccionista parece contemplar el accidentado trayecto de la imagen.
En el espacio destinado a la pintura académica de paisajes comparece con fuerza la cruda expresión de Sara Leoz, en una obra de pigmento negro espeso que exhibe la frase “Yo ya sé” (2009), como provocación o sarcasmo. Muy cerca, dos piezas en metal de Daniel Mallorquín, un acrílico de Sebastián Boesmi, y un óleo de Jenaro Pindú (Ojos, ca. 1960).
Un ítem importante son los grandes marcos de época que quedaron vacíos en 2002 cuando una obra de Tintoretto (Autorretrato) y otra atribuida a Murillo (Virgen con el Niño), adquiridas por Godoi y luego vendidas al Estado, fueron sustraídas junto a un paisaje de Courbet. Toranzos patentiza la ausencia instalando en dos de estos marcos dorados piezas de pequeño formato de Ricardo Álvarez (2015, 2019) que evocan el cuerpo o la materia orgánica.
Entre los contrapuntos hay uno que importa particularmente, pues marca la génesis de esta experiencia: las dos esculturas-objeto de Carlos Almeida (fines de los 90, material reciclado) que flanquean una cabeza femenina de mármol, presumiblemente del siglo I d. C., comprada por Godoi y ubicada sobre un gran pedestal. La asociación mental entre estas piezas motivó a Daniel Mendonca a proponer el proyecto a Toranzos, titular de la Dirección General de Museos. Una forma, a su entender, de rendir homenaje al iniciador del coleccionismo en el Paraguay en el 111º aniversario de la apertura del Museo Nacional de Bellas Artes.
Antes de finalizar es imprescindible mencionar la cúpula del edificio. Este reducto octogonal, único lugar donde no hay piezas de la colección permanente, cobija en esta muestra obras de Osvaldo Salerno (un gran sudario, impresión corporal, 1995), Celso Figueredo (objeto de metal que reproduce una frase de Esteban Cabañas, 2017), Carlo Spatuzza (pieza de mármol con una inscripción interrumpida que dice “No quiero oscurecer” y alude a una pérdida irreparable, 2020) y Félix Toranzos (una “radio de sonidos lejanos” y una esfera oscura en su interior, 2013), junto a una banca Tonet semicubierta también por un terciopelo púrpura. El espacio, que permanecía en desuso o funcionaba esporádicamente como depósito, fue restaurado y acondicionado para la exposición mediante recursos de la Colección Mendonca, que también proveyó los medios necesarios para alistar las demás salas y se hizo cargo financieramente de toda la logística de producción. Ejercicio interesante de gestión interactiva entre el dominio público y el privado cuando el gesto de un coleccionista particular impulsa y concreta un proyecto de interés ciudadano.
La lista de artistas es extensa, así como intenso es el juego de relaciones entre las obras y múltiples las narrativas imaginables. Sirvan las situaciones mencionadas para ejemplificar, apenas, las directrices curatoriales de esta muestra singular, desbordante si se quiere, que enhebra dos tiempos, activa memorias y puede ser leída como un palimpsesto.
Obras y artistas
Las obras de la Colección Mendonca seleccionadas para esta exposición son de Carlos Almeida, Ana Ayala, Bernardo Krasniansky, Sara Leoz, Daniel Mallorquín, Jenaro Pindú, Sebastián Boesmi, Gustavo Beckelmann, Osvaldo Salerno, Leticia Casatti, Javier Medina, Alfredo Quiroz, Bettina Brizuela, Mónica González, Ricardo Álvarez, Carlos Colombino, Alejandra Mastro, Claudia Casarino, Olga Blinder, Klaus Henning, Laura Márquez, Jorge Sáenz, Silvana Nuovo, Paola Parcerisa, Giovanni Randazzo, Yuki Hayashi, Félix Toranzos, Lotte Shultz, Celso Figueredo, Silvio Alder, Enrique Collar, Hugo Cataldo Barudi, William Riquelme, Ángel Yegros, Fernando Allen, Mónica Matiauda, Joaquín Sánchez, Carlo Spatuzza, Liliana Hadad, Hermann Dienstmaier (Modus Vivendi), Emmanuel Fretes Roy, Marcos Benítez, Gabriela Zuccolillo, Enrique Careaga, Ricardo Migliorisi, Feliciano Centurión, Pedro Agüero y Hermann Guggiari.
Notas
[1] Hay que decir que no solo donó sus piezas de arte sino también su biblioteca personal, que contenía unos 20 mil volúmenes que constituyeron la Biblioteca Americana.
[2] Roberto Amigo (2014). La Colección Godoy. Museo Nacional de Bellas Artes. Pintura y escultura europeas. Asunción: Secretaría Nacional de Cultura, p. 32.
[3] Adriana Almada (2020). Un relato signado por la figura del exilio. ABC Color. https://www.abc.com.py/edicion-impresa/suplementos/cultural/2020/08/02/un-relato-signado-por-la-figura-del-exilio/
* Adriana Almada es escritora, crítica de arte, editora, curadora independiente. Fue vicepresidenta de la Asociación Internacional de Críticos de Arte (AICA Internacional) y presidenta de la sección paraguaya (AICA Paraguay). Es editora de la sección Cultura de El Nacional.
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Luiz Ernesto Meyer Pereira
8 de noviembre de 2020 at 16:23
Gostei muito do texto sobre a exposição da Coleção Mendoca no Museu Nacional de Belas Artes de Assunção. Parabéns! 👏👏👏👏
Martin
15 de noviembre de 2020 at 13:39
Felicitaciones, por la muestra, por la nota y por los fotos.