Cultura
El acuerdo cultural o la desmesura
Crónica de un artista murguero en la que reflexiona sobre diversos disciplinamientos sociales y culturales, explorando sus fronteras. Aquí se pregunta por el presente y el futuro de la participación comunitaria en la gestión del patrimonio cultural y en las políticas culturales estatales, a la luz de una serie de transformaciones observadas en la ciudad de Asunción.
Líneas © Laura Mandelik
Durante mis dos últimas visitas a la ciudad de Asunción para reencontrarme con mi familia me atrapó una percepción insoslayable: el espacio urbano parece estar transformándose silenciosamente. Fue la primera idea que tuve caminando por las calles asuncenas, a pesar de que se me hizo muy difícil porque la ciudad es larga y el espacio público practica su democracia de una manera muy particular. Fue más bien una intuición porque, además de que a la distancia –la que sea, física o inmaterial y simbólica– resulta muy difícil aprehender la complejidad de los procesos sociales, me pareció tratarse de un fenómeno todavía sin nombre que apenas empezaba a mostrarse. La escala de los mega-shoppings y de las nuevas torres habitacionales de cristal, los proyectos de reurbanización de los barrios populares de la ribera como la Chacarita y los sucesos que concluyeron con la tala de árboles y la pérdida del patrimonio ambiental del Jardín Botánico me dejaron perplejo. La percepción de la dimensión de la transformación vino después, con el correr de los días. Se me ocurrió, incluso, que la efervescencia que despertaban las conversaciones sobre las industrias culturales –que se cristalizaron en artículos publicados en los grandes medios y multiplicados en las redes sociales digitales, como los de Montserrat Álvarez y Julio de Torres–, podrían estar dando cuenta de este fenómeno más amplio, que moviliza y seguirá movilizando, como todo siempre, la tensión de las fuerzas participantes. También caminando recordé las críticas que suscitó la implementación de los proyectos de desarrollo urbano basados en la estrategia cultural en los antiguos barrios industriales de La Boca, en Buenos Aires, y Poblenou, en Barcelona, sin procesos consultivos adecuados. Desarrollos que obstaculizaron el ejercicio del derecho a la ciudad de las comunidades, porque no les permitieron participar de la decisión sobre qué ciudad deseaban habitar. Además de modificar la fisonomía de los barrios para venderlos a la industria del turismo cultural como un bien de consumo masivo, se los amputaron a la memoria de sus habitantes junto con las redes de socialización activas en el territorio.
La controvertida economía llamada “naranja”, junto con el turismo cultural como uno de sus motores, también fue objeto de aquellas conversaciones en Asunción. Ambas prácticas articulan las manifestaciones culturales con los procesos de desarrollo, que desde hace unas décadas son objeto –en el mejor de los casos– de los discursos de la sostenibilidad como búsqueda de una nueva ética de convivialidad, necesaria para superar la crisis multidimensional actual. Crisis en la que el patrimonio cultural, el “monocultivo” del turismo y la gentrificación son jugadores relevantes de las políticas de reestructuración social, económica y espacial, y de la transformación de las ciudades en mercancías de la localidad y la globalidad.
La gestión del patrimonio. En el contexto de la nueva depresión de las economías, que en buena parte de los países de Latinoamérica incluye la adquisición de nuevas deudas soberanas, podría resultar valioso tener presentes algunas obligaciones que deberían cumplir las intervenciones en el campo de la gestión del patrimonio cultural, material e inmaterial. Sobre todo porque podría configurar una ventana de oportunidad para concesiones irresponsables frente a las urgencias por activar una recuperación enmascarada de las recesiones. No es posible soslayar la pregunta por la viabilidad de una gestión participativa y autónoma de nuestras culturas en el contexto de la escala de las transformaciones actuales y por venir. ¿Cómo hacer para que nuestras lenguas, nuestras literaturas, nuestras gastronomías, nuestras artes y oficios, nuestras músicas y danzas, nuestras fiestas, junto con las demás manifestaciones culturales, continúen teniendo sentido para las comunidades portadoras?
Jordi Tresserras (coordinador académico de posgrados de la Universidad de Barcelona y vicepresidente ICOMOS España), sin esquivar la tensión presente en las propuestas del desarrollo para la gestión comunitaria de proyectos turísticos basados en el patrimonio cultural, advierte de los riesgos y subraya las estrategias de afrontamiento presentes en los instrumentos jurídicos internacionales vinculantes firmados por los países. Tresserras dice que el turismo cultural se percibe como un riesgo para el patrimonio cultural pero que si se gestiona responsablemente puede ser, y en muchos casos lo es, una oportunidad para el ejercicio de nuevos protagonismos de las comunidades invisibilizadas. Sujetos y grupos que, una vez reposicionados, pueden gestionar el patrimonio como un instrumento político para la reconfiguración de los “mapas de poder”. También para generar empleo, contribuir a la reducción de la pobreza, frenar el éxodo rural, especialmente entre los jóvenes. Un fenómeno extendido por todo el globo por el asedio de la cultura central-dominante, que hace de las ciudades los paladines del “mal desarrollo”. Señala, además, que los instrumentos de la UNESCO hicieron mucho para promover esos beneficios y que enumeran explícitamente los principales riesgos frente a los que los países deben dar respuestas concretas, basadas en sus compromisos con ellos. Los riesgos del patrimonio cultural inmaterial (PCI), específicamente, son múltiples: congelación, pérdida de la función y el significado, descontextualización, tergiversación, apropiación indebida, distribución inequitativa de los ingresos, sobreexplotación de recursos naturales. De las estrategias de prevención y afrontamiento subrayo la evaluación de riesgos, el fortalecimiento de las capacidades de las comunidades y el deber de respetar sus derechos a participar de los procesos de toma de decisión, a ser consultadas previamente y a dar, o no, su consentimiento.
Sin embargo, detrás de esa escena, descrita detalladamente al calor de la reflexión basada en evidencias sobre una manera de promover el protagonismo de la cultura “viva” de las comunidades, está la realidad de las gélidas burocracias estatales. A pesar de que las premisas están claras, Frédéric Vacheron (especialista del Programa de Cultura en la Oficina Multipaíses de la UNESCO para Argentina, Paraguay y Uruguay, con sede en Montevideo) señala que en los informes de los estados miembros sobre los compromisos asumidos por medio de su adhesión a aquellos instrumentos se advierten deficiencias en la gestión turística del PCI. Esas dificultades se basan, entre otras razones, en la poca inserción de la noción de participación comunitaria en leyes y reglamentos nacionales, las pocas explicaciones de la relación entre patrimonio material e inmaterial, y en el análisis insuficiente de la relación entre el turismo y PCI. Para completar este gabinete de curiosidades Mónica Lacarrieu aporta a la colección la paradoja del patrimonio inmaterial. A la vez que los estados nacionales requieren de culturas “en vivo” necesitan de su clasificación y organización para patrimonializarlas, institucionalizando su regulación y control, no solo cultural sino, sobre todo, social, económico y político. Los efectos de este gesto político son variados.
El necesario acuerdo. Frente a la necesidad de políticas culturales comprehensivas y localizadas que se fortalezcan a través de alianzas con otros sectores, dominan acciones parciales, instrumentales, que aterrizan como platos voladores sin responder a las necesidades de cada manifestación y amenazan su sostenibilidad. A pesar de algunos avances, Tresserras señala que con mucha frecuencia las instituciones siguen trabajando aisladamente, cuando lo que se necesita es un acuerdo cultural entre todos los actores intervinientes en el sector. De este modo se podrían evitar las presiones del sector turístico gentrificante y extractivo que ponen en riesgo la salvaguardia y la sostenibilidad del patrimonio, facilitando modos de relación de consumo masivos y fugaces de las culturas. Un acuerdo que debe asegurar a las comunidades el derecho a rechazar o aceptar el turismo como estrategia del desarrollo. Pero que también debe implementar una nueva generación de derechos fundamentales a través una articulación de matrices culturales. Derecho a la tierra, derechos de la naturaleza, a la soberanía alimentaria, a la salud colectiva, a la diversidad cultural, son algunos ejemplos de la misión de fuerte dimensión civilizadora que también debemos encarar, más allá de la narrativa convencional de la sostenibilidad de la matriz cultural occidental-liberal, siguiendo las ideas de Boaventura de Sousa Santos.
Mientras a través de las múltiples pantallas a las que vivo conectado me alcanzan las noticias de las últimas quemas ilegales realizadas en provincias argentinas como Santa Fe –que preparan el terreno para la especulación inmobiliaria y agropecuaria–, viajo mentalmente desde mi encierro habitacional obligado por el COVID-19 a las manifestaciones ciudadanas de Asunción de 2019. Reclamos por el acceso y el ejercicio del derecho a la consulta previa sobre los modos de gestión del patrimonio ambiental de la ciudad. Esfuerzos que no pudieron evitar la tala de las especies nativas y exóticas del Jardín Botánico, un área silvestre protegida por normas nacionales e internacionales, sobre la que se proyectó la construcción de autovías. Una metáfora que ofrece múltiples significados. Entre ellos, la habitual criminalización de las movilizaciones debido a su capacidad para enunciar otros horizontes en los que la sensibilidad se presenta como vía para el desarrollo de la singularidad existencial entendida, según Rolnik, como la capacidad de salirse de los círculos de repetición de las formas fatalistas del inconsciente colonial y necesaria para el diseño de proyectos alternativos de sociedad. ¿No es en este tipo de propuestas activistas, que ponen de manifiesto y denuncian la estabilización de dinámicas sociales que ejercen violencia en múltiples direcciones, donde encontramos el espíritu de lo verdaderamente sostenible, y no en su demonización y sanción?
Perplejo por la superposición de los recuerdos de las caminatas por la ciudad larga, la vivencia sentida en el cuerpo de la escala de su transformación urbana y las evidentes dificultades de las sociedades para habilitar procesos participativos como eje central alrededor de los cuales gire la acción estatal, trato de ordenarlos mentalmente. La única idea a la que puedo abrazarme, como si fuera un salvoconducto para abandonar esa angustiante colección de imágenes apiladas como un collage trágico, es la evidente necesidad de alcanzar un acuerdo cultural. Hoy, más que nunca. Porque más allá de él nos encontraremos con la desmesura de la máquina industrial, que nada tiene que ver con las manifestaciones de una vida basada en una ecología integral. De otra manera, y pensando en los efectos de esa compleja escena de desencuentros sobre mí, me pregunto cómo continuar sintiéndome orgulloso por ser artista murguero, si no es sintiéndome presente en los sonidos, los movimientos y los cantos, en la celebración contracultural del sinsentido de la fantasía soñadora de mi familia grande, que es mi murga villera. Cómo poder, de la mano de nuestro “murgón”, seguir estando en escena.
Buenos Aires, agosto de 2020.
* Especialista en Política y gestión cultural (Universidad de Girona y FLACSO Argentina). [email protected] Twitter: @ezefilgueira
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