Agenda Cultural
Adiós al poeta Luis María Martínez
Hoy se apagó una de las grandes voces de la poesía social del Paraguay: Luis María Martínez. El escritor había nacido en Asunción en 1933. Fue poeta, cuentista y ensayista. Ejerció la presidencia de la Sociedad de Escritores del Paraguay (SEP) de 1990 a 1991 y fue director de la revista Estudios entre 1986 y 1990.
De extenso recorrido poético, su obra se caracteriza por un fuerte acento crítico, de denuncia social. Fue autor de una treintena de libros, entre los que se destacan los poemarios Armadura fluvial (1961), Ráfagas de la tierra (1962), Desde abajo es el viento (1970), Clarea el firmamento (1975), Perpetuamente alondra (1982, primer premio del Concurso de Poesía 1980 del PEN Club del Paraguay), Ya no demora el fuego [1969-1970] (1986) y una muy valiosa recopilación antológica, en dos tomos, de poesía social paraguaya: El trino soterrado. Paraguay: aproximación al itinerario de su poesía social, volúmenes I (1985) y II (1986).
En 2012 obtuvo el Premio Municipal de Literatura y en 2019 recibió la Orden Comuneros, que le fue otorgada por la Cámara de Diputados de la Nación, en el marco de una sesión ordinaria del cuerpo legislativo, a iniciativa de los diputados Kattya González y Édgar Acosta.
Aquí lo recordamos con este poema de El libro de las letanías (1973-1995).
Rateros y ratones
Le comen sus maderos, igual que a su destino.
Le gelatinan el rostro con algo de pocilga;
le precipitan al río tenaz de la miseria. Es un
jergón su lecho de plumas consumidas. Todo
la hez devino: rateros y ratones, sargentos de
gargajos, cancerberos de ciegos, baladores
de hinojos, el prócer del osario, el mago del
harapo, el indigente rico, el puto de la
escoria, el burócrata impuro, el pascual monigote.
Es un país precioso precipitado a un torpe
torrente de ludibrios, lagañas, leones,
desprecios y yacijas, balas y escapularios, las
víboras y el malo, la maldad de un inmundo
señor de calabozos, la calavera misma del grave testaferro.
Está como es en todo, pasando hacia el
osario, reposando en el feo arrabal de su
historia. Aquí no hay más historia que la del
puto plomo: pistolas y pistolas, la trampa y el
ultraje, el sudor del sudario, las tinieblas del
puerco. ¡Rescatemos a este pueblo de su
despreciable imposible, de la punta de la
bayoneta, de su gelatinoso silencio, de su
misantrópico cautiverio, de su ferruginoso estado!
Están todos los oficios de víboras en la puerta,
todos los oficios hediendo a mefítico
calabozo, babas de perros con algo de
yugos bajo la lengua. Todo es tan
fatídicamente incierto que hasta los muertos
se marchan para ver una escoria menos: un
burdel menos precipicio, un yugo menos
basilisco, una delación
menos afilada,
una cerviz menos golpeada.
Rateros y ratones: ¡ladrones! Hurtándole el
horóscopo de sus días felices, difamando,
infamando su hospital muy presente,
fosilizando en todo su triste calendario. Y
cacas de ratones en cántaros y peroles…
Pequeñez de ratón: un ratero. Y dos y cientos
y un mil quinientos excretando el veneno de
todos los ofidios, imponiendo el averno con
una buena patada en el trasero del pueblo,
al pueblo desgreñado y decrépito,
fatídicamente no pueblo, sino lóbrega
materia combatida y tirada al basurero
donde babean los canes su iniquidad de
verdugos, su corazón de capataces con
pistolas de pus y de venenos…
El país con letales hurtos fundamentales: sus
pies, su cuerpo, su lengua; sus
memorias… ¡Rateros!
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