Agenda Cultural
Rubén Darío, la voz del modernismo
Un día como hoy, hace exactamente 106 años, moría el poeta nicaragüense considerado el máximo representante del modernismo literario en lengua española.
Retrato de Rubén Darío. Cortesía
El 6 de febrero de 1916 moría Rubén Darío, cuya poesía marcó la literatura en lengua española del siglo XX. Había nacido el 18 de enero de 1867 en San Pedro de Metapa (hoy Ciudad Darío), Nicaragua, y fue criado por sus tíos abuelos tras la separación de sus padres. Realizó sus estudios con un grupo de jesuitas expulsados de Guatemala.
Fue un poeta precoz y, de adulto, se desempeñó como periodista y diplomático. En 1886, se trasladó a Valparaíso, donde realizó colaboraciones periodísticas en diarios chilenos. En 1888 aparecen sus Rimas y Azul. Un año después, parte a Centroamérica.
En los años siguientes desempeñó diversos cargos diplomáticos y publicó en Madrid Cantos de vida y esperanza (1905) y El canto errante (1907). Posteriormente, continuó viajando con escalas en México, La Habana, París y Barcelona. En Nueva York cae enfermo y se retira a una hacienda de Nicaragua.
Con solo 49 años, el poeta muere en León, la ciudad de su infancia. Crónicas de la época cuentan que miles de personas asistieron a su velorio.
Darío escribió prosa y poesía. Sus obras más valoradas son Azul, Prosas profanas y Cantos de vida y esperanza. También podemos destacar Los raros y El canto errante como parte fundamental de su producción. Hoy lo recordamos con un poema de Cantos de vida y esperanza.
Canción de otoño en primavera
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
Plural ha sido la celeste
historia de mi corazón.
Era una dulce niña, en este
mundo de duelo y de aflicción.
Miraba como el alba pura;
sonreía como una flor.
Era su cabellera oscura
hecha de noche y de dolor.
Yo era tímido como un niño.
Ella, naturalmente, fue,
para mi amor hecho de armiño,
Herodías y Salomé…
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
La otra fue más sensitiva,
y más consoladora y más
halagadora y expresiva,
cual no pensé encontrar jamás.
Pues a su continua ternura
una pasión violenta unía.
En un peplo de gasa pura
una bacante se envolvía…
En sus brazos tomó mi ensueño
y lo arrulló como a un bebé…
y le mató triste y pequeño,
falto de luz, falto de fe…
Juventud, divino tesoro,
¡te fuiste para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
Otra juzgó que era mi boca
el estuche de su pasión;
y que me roería, loca,
con sus dientes el corazón.
Poniendo en un amor de exceso
la mira de su voluntad,
mientras eran abrazo y beso
síntesis de eternidad;
y de nuestra carne ligera
imaginar siempre un Edén,
sin pensar que la Primavera
y la carne acaban también…
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer.
¡Y las demás! En tantos climas,
en tantas tierras, siempre son,
si no pretextos de mis rimas,
fantasmas de mi corazón.
En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga y pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!
Mas a pesar del tiempo terco,
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris me acerco
a los rosales del jardín…
Juventud, divino tesoro,
¡ya te vas para no volver!
Cuando quiero llorar, no lloro…
y a veces lloro sin querer…
¡Mas es mía el Alba de oro!
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