Agenda Cultural
Recordando a Derek Walcott, autor de “El viajero afortunado”
Descendiente de esclavos negros e hijo de un pintor británico blanco, ganó el Premio Nobel de Literatura en 1992. Nacido en Antillas un día como hoy, escribió más de 15 libros de poesía y unas 30 piezas de teatro. Su obra aborda las experiencias del pueblo caribeño y reflexiona sobre su herencia: una mezcla de culturas africana, inglesa y holandesa. Aquí revisitamos algunos de sus poemas.
Derek Walcott. Cortesía
Un día como hoy, hace 93 años, nacía un poeta que más tarde ganaría el Nobel de Literatura. Derek Walcott nació en Santa Lucía, descendiente de esclavos negros e hijo de un pintor británico blanco. Abandonó su isla natal y estudió en la Universidad de West Indies, en Jamaica. De 1959 a 1976 dirigió el Taller de Teatro de Trinidad. Viajó a Estados Unidos en 1981 y se instaló en Boston, donde se relacionó con Joseph Brodsky y Seamus Heaney, y ejerció la docencia en la Universidad de Boston y en la de Harvard. Derek Walcott escribió más de quince libros de poesía y alrededor de treinta piezas de teatro. La mayor parte de su obra aborda las experiencias del pueblo caribeño y reflexiona sobre su herencia: una mezcla de las culturas africana, inglesa y holandesa.
Su poesía relaciona en un solo discurso tres lenguas que provienen de culturas orgánicamente integradas: el inglés, que es su lengua madre, enriquecido con dialectos africanos, a lo que se añade el holandés, la lengua del poder o del conquistador. Por tanto, su obra es el proceso de reconstrucción de todo un trayecto histórico, no solo del lenguaje. Para él, las Antillas son un lugar de mezcla racial, un “potente brebaje” que hizo posible que surgieran “distintas razas, músicas, idiomas y religiones” como resultado de una dura y trágica fase de conquista hecha de sangre y esclavitud.
A pesar de que consideraba que en la literatura no existe la pureza étnica, Walcott trabajó sólidamente con la tradición poética en lengua inglesa, tanto con los clásicos (John Milton, John Donne, Christopher Marlowe, William Shakespeare) como con los poetas modernos (T. S. Eliot, W. H. Auden, Dylan Thomas).
Entre sus libros de poesía destacan Otra vida (1973), Uvas de mar (1976), El reino de la manzana estrellada (1979), El viajero afortunado (1981), Verano (1984), El testamento de Arkansas (1987) y Omeros (1990). Compuso numerosas obras de teatro, entre ellas la conocida Sueño en la montaña del mono (1970). Otra fase destacada de su obra son los ensayos y reflexiones sobre poesía y otros temas, como el volumen La voz del crepúsculo (1998), donde clarifica sus ideas poéticas, postulando una cosmovisión que coloca a las Antillas dentro de un proceso mayor de memoria épica.
En dichos trabajos analiza la obra de Robert Lowell, Joseph Brodsky, Robert Frost, Aimé Césaire y otros muchos, incluyendo la crítica y el elogio, como hace con el controvertido escritor hindú-trinitario V. S. Naipaul. La idea de Walcott del poeta como ser adánico, como hombre aún asombrado por el mundo, más su lucidez crítica sobre la historia, hacen de él uno de los escritores más interesantes de la contemporaneidad. En el aniversario de su nacimiento, compartimos una selección de poemas suyos extraídos de El viajero afortunado.
En los otros ochenta, cien veranos que marcharon
En los otros ochenta, cien veranos que marcharon
como la luz de un paraíso doméstico, la idea del cielo
de un hedonista era el aparador de una cocina francesa,
manzanas y garrafas de arcilla de Chardin a los Impresionistas,
el arte era une tranche de vie, queso o pan horneado en casa-
la luz, en su opinión, era lo mejor que el tiempo ofrecía.
El ojo era la única verdad, y aquello que atraviesa
la retina se desvanece al amanecer; la profundidad de nature morte
era que la propia muerte es sólo otra superficie
como el lienzo, pues pintar no puede capturar el pensamiento.
Cien veranos que se fueron, con el acordeón que hace olas,
faldas almohadilladas, grupos en botes, golpes blancos como zinc en el agua,
muchachas cuyas mejillas ruborizadas no sobrevivieron a sus rosas.
Entonces, como tubos desecados, los soldados retorcidos
se amontonaron en el Somme y Verdun. Y los muertos
menos reales que una explosión fatal de crisantemos,
idéntico carmesí para la naturaleza muerta y la matanza
de jóvenes. Tenían razón -todo le vale
al pintor con su caballete puesto como un fusil en los hombros.
Fama
Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,
callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón
al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto
en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos
marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro
interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo
de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas
Las gaviotas discuten con el rocío de las olas, mientras los rabihorcados
hacen círculos durante horas, en un batir de alas, alrededor del arrecife
donde un pontón se oxida. Un año ha finalizado sus tormentas, y los hombres
llenos de miedo han escudado las vidas como faroles de sus ventoleras,
o caído juntos en hogueras. Pero ahora se abren espacios azules como
hendiduras en el humo, los pájaros se pliegan en grietas de rocas
cuya arena ha sido rastrillada de huellas. La mar,
que se precia de que ningún hombre la marque,
aún ofrece tales lugares para la pluma egoísta,
y la isla de coral del cerebro tiene lugares donde la república
del pólipo fue construida para nosotros -cuevas hipnotizadas
que se agitan con la luz de la ola, jaras que blanquean
con indiferencia creciente madera flotante o barcos que se fueron a pique.
Tras un año podrías llamar guerra a la conmoción
de los bancos de arena cañoneados por las olas,
y los robos a pico armado que las gaviotas practican entre sí
porque todo es en honor del dios gaviota. Pero hay islotes donde nuestra
sombra es anónima, con pececillos cuya similitud se nos
escapa mientras la cadena del ancla matraquea desde la proa.
Puedo sentirla viniendo de lejos
Puedo sentirla viniendo de lejos, también, Mamá, la marea
desde el día ha pasado su vez, pero aún noto
que como una gaviota blanca relampaguea sobre el mar, su lado inferior
atrapa el verde, y yo prometo usarlo después.
La imaginación ya no se aleja con el horizonte,
mas no hace sino volver. En el borde del agua
devuelve cosas limpias y fregadas que el mar, a modo
de basura, ha blanqueado, casto. Escenas dispares.
Las casas de los esclavos, azul y rosa, en las Vírgenes
bajo los vientos alisios. Mi nombre atrapado en
la almendra de la garganta de la abuela.
Un patio, un viejo bronceado con bigote
como el de un general, un chico dibujando hojas de aceite de castor
con mucho detalle, esperando ser otro Alberto Durero.
Los he mimado más que a la coherencia
mientras la misma marea para los dos, Mamá, se aproxima –
las hojas de parra poniendo medallas a una vieja cerca de alambre
y, en el patio pecoso de sombras, un anciano como un coronel
bajo las verdes balas de cañón de la calabaza.
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